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"Veo un policía y siento miedo"

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-Qué es lo más difícil de superar, Flora?
-La ausencia... Llega la hora del
mate y yo sigo esperando que Carlos aparezca...

Tiene la voz
que es la sombra de su propia voz, de lo que su voz ha sido, la tenue cuerda queapenas se escucha en la sala pequeña y prolija. Afuera, Lincoln, el sol del
mediodía y el silencio del pueblo gaucho. Adentro, las palabras. Va a decir,
Flora, que se sentía preparada para este juicio oral. Va a confesar, Flora, que
ahora sabe que no lo está. Y después, va a recordar. "Los primeros seis meses
fueron un infierno. De pronto supe que no lo iba a soportar, que el dolor de no
tener más a mi esposo era demasiado para mí, y comencé a planear cómo quitarme
la vida",
dice.

Relata, Flora, la geografía de ese infierno: no podía bañarse, por ejemplo,
porque no podía tocar su propio cuerpo. "Sentía rechazo de mí misma, de mi
propia piel"
. No podía tampoco recordar la cara de su esposo, por más que tiraba
de una memoria que no le devolvía nada. "Y como me prohibí ver fotos de Carlos,
no podía reconstruir su rostro en mi cabeza. Hacía esfuerzos, pensaba en lo que
tenía puesto aquella noche, el color de su traje, pero no había caso, sólo
recordaba sus manos sobre el volante y después todo era una niebla"
. No podía,
Flora, en los días que la quemaban, resistir ver a alguien tomando fotografías.
"Sentir un flash me recordaba los flashes de los fotógrafos que estaban afuera
del banco, todos esos refucilos pegando sobre nosotros, no podía soportarlo"
. Ni
tocarse, ni ver fotos, ni ver gente sacando fotos, ni verse ella misma. En su
infierno personal, Flora no podía mirarse al espejo: "Era verme y estallar de
dolor, ni siquiera podía pasar por delante de uno
". Y el último círculo, el
centro de tanta muerte en vida: la culpa. "Las noches se hacían interminables,
daba mil vueltas en la cama y me culpaba, toda la noche culpándome."


-¿De qué?

-De no haberlo salvado.

La madrugada del 16 de septiembre de 1999, Carlos Chávez, gerente del Banco
Nación sucursal Ramallo, murió cuando una bala disparada por un efectivo
policial entró por su espalda. Chávez manejaba un Volkswagen Polo y era rehén,
junto a Flora, su esposa, de los tres delincuentes que, luego de veinte horas de
negociación con la policía y los grupos especiales, luego de intentar ingresar a
la bóveda del banco, luego de ver frustrado su asalto, quisieron huir en auto.
En cien metros, la policía de la provincia, los integrantes del Grupo Halcón y
los del Grupo GEO descargaron un cielo de balas cruzadas. La orden era disparar
a las ruedas. El auto recibió 48 impactos, ninguno en las cubiertas.
"Nos quisieron callar", dice Flora y rubrica: "Nadie me saca de la cabeza que la
policía nos quería callar a todos".

-¿Qué podían decir?

-No lo sé, tal vez creían que los ladrones nos habían revelado cosas y por eso
debíamos ser eliminados.

A Flora le quedó un dedo inútil y, aunque la disimula, una renguera leve. "Yo
veo un policía y siento miedo. No puedo evitar esa desconfianza. Sé que hay
policías que no se merecen estas palabras mías, pero yo no puedo volver a
confiar en la institución que asesinó a mi esposo, y mucho menos en los grupos
de elite, que son tan soberbios, con esa forma que tienen de mirarla a una que
cae tan mal."

-¿Siente rencor?
-No, ni quiero venganza ni nada parecido, pero sé que aquella noche no hubo un
policía que hiciera las cosas bien. De los que estuvieron allí, no se salva
nadie.

Dos milagros, o lo que Flora llama milagros, señales, gestos de un Dios que la
salva y la sostiene. Cuando sacaron el cuerpo de Carlos Chávez con dirección al
cementerio, Flora se recuperaba en la sala de la clínica. Desde temprano se
atormentó con la posibilidad de asistir al sepelio, de ir y despedir al único
hombre de su vida. Temía algo, Flora: temía las campanas que sonarían cuando el
cortejo pasara por la puerta de la iglesia. "Yo sabía que cada una sería una
puñalada"
, dice Flora, que las estaba esperando como quien espera que lo vuelvan
a matar. Flora decidió quedarse en su cama, sabiendo que afuera Lincoln lloraba
en público lo que a ella la desangraba en la intimidad de su cuarto. Llegó el
padre Mamerto Menapace, su amigo, su confesor, y acompañó su espera. Hablaron,
hablaron un largo rato, del dolor, de la vida, de la muerte y del Cielo de los
justos. Salió Flora, y comprobó lo que ella llama un milagro: "Afuera de mi
habitación estaba todos desesperados por cómo me habría puesto yo con las
campanas que sonaron en todo Lincoln
. '¿Qué campanas?', pregunté. Ya habían
llevado a Carlos, ya habían pasado por la puerta de la iglesia, ya habían sonado
las campanas y yo nunca las escuché, ni tampoco el padre Mamerto. Dios hizo que
no sonaran para mí".


-No lo despidió, entonces…

-No, y aún hoy me lo reprocho. El se hubiera levantado de la cama y hubiera
estado allí, con o sin campanas. Pero también es cierto que lo despedí en vida,
minutos antes de salir del banco, cuando le dije: "Papi, todo estos años fui muy
feliz con vos, y te amo".

El otro milagro: lo dijo Flora, ya había decidido quitarse la vida. Iba a ser
con pastillas, una ingesta brutal una noche cualquiera y el amanecer nunca
llegaría. "Me encontrarían allí, sobre la cama y listo, basta de sufrir." Pero
la tarde que tal vez hubiera sido la última tarde, sonó el teléfono en casa de
Flora. Del otro lado, otra vez, el padre Menapace: "No apures lo que Dios no
apura
", le dijo. Flora empezó a olvidar las pastillas. "Ahí entendí que debía
pasar por este dolor y que la única forma de volver a encontrarme con Carlos es
esperar a que Dios decida cuándo".

Patricia Bell estaba enamorada de Megafón, y Megafón había muerto. Sobre el
final de la novela (Megafón o la guerra, 1970), Leopoldo Marechal escribe: "En
el interior de aquella noche, oscura y tensa como un mandato, Patricia Bell
había dirigido la reconstrucción del héroe y sus exequias. No bien todo hubo
acabado, ella regresó al chalet, se buscó a sí misma y no se halló en el
dormitorio ni en el comedor ni en la torre: se quiso recordar en el fragmento de
ónix, en la begonia de Ofelia y en el gato Mandinga, pero sólo alcanzó las tres
dimensiones de su propio vacío. Y aquel enigma de su ausencia llegó a
planteársele así: por conversión del amante al amado, ella continuaba siendo y
existiendo en Megafón; ahora bien, Megafón había partido y ella con él, pero no
conocía ni el rumbo ni la naturaleza del viaje; y al ignorar dónde se hallaba
Megafón, no sabía dónde se encontraba ella ni dónde buscarse a sí misma en un
Megafón ausente. La solución del teorema se hallaba en un reencuentro por el
viaje; y así reconoció Patricia Bell la necesidad de su propia muerte".

Flora espera el momento de hacer su viaje, lo que ella sabe y cree sin dudar que
será su viaje hacia el hombre con el que salía a ver girasoles por los campos de
Lincoln. Sabe que falta, que no es el momento de iniciarlo y por eso aguarda.
"Lo sé, Dios me va a llevar con él; sólo quisiera que no me haga esperar muchos
años más."

Flora y un retrato de la pareja con su primer nieto. Estuve mucho tiempo sin poder mirar estas imágenes", dice. Derecha, el cuerpo de Carlos Chávez, muerto sobre el volante del auto baleado por la policía.">

Flora y un retrato de la pareja con su primer nieto. "Estuve mucho tiempo sin poder mirar estas imágenes", dice. Derecha, el cuerpo de Carlos Chávez, muerto sobre el volante del auto baleado por la policía.

Flora y su familia: sus hijos Carlos (junto a Marcela, su esposa, que fue mamá de Agustín), Betina, Cecilia y Daniela, y los nietos Matías y Hernán.

Flora y su familia: sus hijos Carlos (junto a Marcela, su esposa, que fue mamá de Agustín), Betina, Cecilia y Daniela, y los nietos Matías y Hernán.

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