Una bala le robó la vida, pero no la leyenda – GENTE Online
 

Una bala le robó la vida, pero no la leyenda

"Somos del barrio/del barrio de La Quema/Somos los hinchas/de Ringo Bonavena”. (Copla que todavía, a treinta años de la muerte del ídolo, se escucha en las calles de Parque Patricios cuando gana Huracán).

Llegó al mundo como vivió: rotundamente.

Fue el 25 de septiembre de 1942, en Boedo. Parto rápido: su madre, Dominga Grillo, ya había pasado siete veces por ese trance. El bebé, un toro: le faltaban apenas cien gramos para los cuatro kilos. Oscar Natalio, el octavo de nueve hijos, fue para Dominga y Vicente alegría y problema. La casa era –casi– un conventillo, y la plata era más sequía que lluvia. Fue, Oscar Natalio, “callejero y peleador” (sus propias palabras), y en los carnavales, la pobreza se tornó premonición: “Siempre me disfrazaban de boxeador porque era lo más barato: desnudo, con un pantaloncito y un par de guantes prestados por un vecino”. Boedo le hizo agitar el corazón por San Lorenzo, pero cuando los Bonavena pusieron proa a Parque Patricios, amó, y amaría hasta el final, a Huracán, al Globo. A los 16 “ya era el más guapo de la barra”, y había decidido su destino: el ring. Eso, a pesar del diagnóstico de los hermanos Rago, duchos entrenadores: “Tenés pie plano, pibe. Para un boxeador es como entrar a la cancha con tres goles en contra”. Empezó perdiendo con un tal Corletti, y siguió con un escándalo: en los Juegos Panamericanos del 63, en San Pablo, furioso por la paliza que le estaba dando Lee Carr, le mordió el pecho. Fallo de la pelea: descalificado y penado, además, por la Federación Argentina de Box. “Pero yo no era tipo de rendirme, y me fui adonde estaban la guita y la gloria, a los Estados Unidos”. Fue con poco. Con su hermano José, unos pálidos dólares y una carta de recomendación de Tino Porzio, representante de los Rago. Lo entrenó Singer, viejo lobo de gimnasio, y le consiguió su primer paso internacional: Madison Square Garden –el templo–, 3 de enero del 64, preliminarista, nocaut en el primer minuto del primer round sobre Ron Hicks. Después les ganó a otros ignotos –pura segunda línea–, pero no pudo contra el veterano Zora Folley. Fin del sueño, bolso cerrado, aeropuerto, Buenos Aires.

LA NOCHE INOLVIDABLE. Preludio. Mientras Ringo (ya se hacía llamar así) estaba en los Estados Unidos, Gregorio Goyo Peralta, campeón argentino de los pesados, viajó para toparse con Willy Pastrano por la corona mundial. Ringo se le ofreció como sparring, pero Goyo lo rechazó: “Este quiere prenderse a mi fama para que lo conozcan… ¡Que vaya a laburar!”, dijo. No lo perdonó. Ya en Buenos Aires, empezó a provocarlo: “Que me traigan a Peralta… ¡Le arranco la cabeza!”. La gente lo sentenció: “¡Fanfarrón!”. Pero llegó la gran noche. Luna Park, sábado 4 de septiembre de 1965. Récord de público: 25.236 almas que dejaron 13.194.208 de pesos con 80 centavos (pesos de entonces, con muchos ceros). La Guardia de Infantería tuvo que frenar las avalanchas de los que no tenían entradas. En el ring side, le tout Buenos Aires: estrellas de todo calibre. Ringo, en su camarín, después de meses de provocar a Peralta en diarios, revistas, radio y televisión, tuvo un segundo de duda: “Si no gano, ¡me tengo que exiliar!”. Pero apenas un segundo. Luego, camino al ring, abrió de un empujón la puerta del camarín de Peralta y le gritó: “¡Buuu! Ahora vas a pelear con el cuco. ¡Te voy a arrancar la cabeza!”. Subió “en medio de la mayor silbatina de la historia del boxeo criollo”, escribieron los cronistas. Todos, todos, todos querían verlo muerto. Pero 18 minutos más tarde, en el quinto, cuando Goyo se derrumbó ante un cross de izquierda en la pera, la colosal silbatina fue colosal ovación. En la ducha, Ringo, 93 kilos, ya nuevo campeón nacional, le ofreció a Goyo su jabón y le dijo: “No te tomes en serio mis insultos, fueron para promocionar la pelea”. El derrotado lo rechazó: “Lo único que te pido es que seas un campeón en serio, arriba y abajo del ring”. Al otro día, domingo, ritual de los ravioles de doña Dominga en la casa de Treinta y Tres Orientales 2189, Goyo se sentó a la mesa como invitado especial y, tras el último bocado, Ringo fue a la cancha de Huracán, dio la vuelta olímpica, y allí nació la copla: “Somos del barrio/ del barrio de La Quema…”. En dieciocho minutos y con un solo golpe, ese boxeador “tosco, desmañado, sin técnica, con esos pies planos que lo obligan a un andar de oso, pero a puro coraje, pasó del odio al amor, y de la nada a la leyenda”, según la pluma de Ulises Barrera.

EL HOMBRE INOLVIDABLE. Le habían dicho fanfarrón, buscapleitos, machista, desvergonzado, prepotente, reo, mersa, quilombero. Pero poco a poco, en el ring, con su épica furiosa y muchos muñecos despatarrados en la lona, fue diluyendo ese glosario. Empezó a llegarle el gran dinero, volcado en la casa paterna (“una vez tiré la cadena y se cayó el depósito, de puro podrido”), en los hermanos, en los amigos, en las mesas de ruleta (una pasión), en su departamento de República de la India, con cuatro baños a lo Hollywood, en su colección de armas de caza (“pero siempre con la honda en el bolsillo de atrás, porque no hay arma como la honda”), en el Mercedes Benz blanco con tapizado de cuero negro, en la cupé Torino, en su familia (Dora Raffo, su mujer, y Adriana Nancy y Natalio Oscar, sus hijos), y en un infinito inventario de nuevo rico. “Cigarros Partagás, un encendedor Dunhill de oro y un Cartier París, un Rolex de cristal tallado que vale un palo cuatrocientos, una bata egipcia de ochenta dólares, un tapado de piel de potrillo de setecientos dólares, un anillo de seiscientos comprado en la joyería donde Richard Burton encargaba las joyas de Liz Taylor, cuarenta trajes, trescientas camisas, cincuenta remeras made in USA… ¡y llevo siete años en el ranking mundial!”. Nada mal para alguien que antes de enguantarse las manos repartió pizza, fue pinche de una carnicería, picó piedras… Nada mal para un bocón que actuó en tres películas (Los chantas, Pasión dominguera y Muchachos impacientes), cantó y grabó la inocente tonadilla El pío pío pá con su voz aflautada, ganó 56 combates –38 por nocaut–, y apenas perdió 9, pero con campeones o ex campeones mundiales norteamericanos: Jimmy Ellis, Joe Frazier (dos veces), Floyd Paterson, y el más grande, el que volaba como una mariposa y picaba como una abeja: Cassius Clay-Muhammad Alí. Se atrevió contra Alí (Madison Square Garden, 7 de diciembre del 70) luego de provocarlo: le gritó: “I kill you!”, promesa de muerte, y “Chicken, chicken, Vietnam!”: su modo de llamarlo gallina por negarse a ir a la guerra. Fue David contra Goliat, sí, pero Ringo llegó a tumbarlo, y perdió recién en el round 15, final de “una muestra de coraje pocas veces vista”, como admitió el monstruo sagrado, casi sin aliento.

LA NOCHE TRAGICA. Ringo, ese filósofo callejero (“Antes de la pelea tenés mil amigos, pero cuando suena la campana… ¡hasta el banquito te sacan!”, o “La experiencia es un peine que te dan cuando ya te quedaste pelado”), después de Alí entró en un extraño y ominoso cono de sombras. Volvió a los Estados Unidos, enfrentó en Las Vegas, aunque por buen dinero, a paquetes casi impresentables, y en Reno, Nevada, se vinculó a Joe y Sally Conforte, un matrimonio mafioso y dueño del lujoso burdel Mustang Ranch. Y en la alta noche del 22 de mayo del 76, cuando se acercaba al Mustang…, el matón a sueldo Williard Ross Brymer le partió el corazón con un tiro de fusil. Murió solo, lejos de Buenos Aires, lejos de su madre –lo que más amó, su desvelo, la que “lavaba para afuera con tal de que no nos faltara la comida”–, lejos de todo. Jamás se supo ni se sabrá por qué, como jamás se supo qué relación tuvo con los Conforte. Las conjeturas hablaron de celos y de venganza (se dice que Ringo sedujo o quiso seducir a Sally), de intereses, de otras cosas oscuras. Tenía, Oscar Natalio Bonavena, apenas 33 años. Lo velaron en el Luna Park. Ciento cincuenta mil almas siguieron su cuerpo hasta el cementerio, en llanto. Una estatua de tres metros y medio lo recuerda frente a la sede de Huracán. Y no encuentro mejor final para esta historia que catorce palabras escritas por la periodista uruguaya María Esther Gilio como cierre de un reportaje que le hizo en el 67. Doña Dominga dijo “la calor”, y él la corrigió: “El calor, vieja, el calor. No me haga pasar vergüenza delante de la uruguaya”. Gilio, entonces, esculpió una frase para el mármol: “Ninguna vergüenza, campeón, ilustre imagen del antiesnobismo, seguro huésped al Reino de los Cielos”.

Mirada pícara y porteña. Izquierda: En el teatro El Nacional, saludando junto a las grandes estrellas de la revista. De izquierda a derecha, Juan Verdaguer, Susana Brunetti, Adolfo Stray, Ringo, Zulma Faiad y Alfredo Barbieri.

Mirada pícara y porteña. Izquierda: En el teatro El Nacional, saludando junto a las grandes estrellas de la revista. De izquierda a derecha, Juan Verdaguer, Susana Brunetti, Adolfo Stray, Ringo, Zulma Faiad y Alfredo Barbieri.

Feroz izquierda de Ringo sobre la cara del más grande, Cassius Clay, que dijo: “<i>Nunca enfrenté a un hombre tan valiente</i>”.

Feroz izquierda de Ringo sobre la cara del más grande, Cassius Clay, que dijo: “Nunca enfrenté a un hombre tan valiente”.

Con doña Dominga Grillo, su madre, que lo alza como si fuera un bebé. A nadie quiso más que a ella. La llamaba “<i>la reina de los ravioles</i>”.

Con doña Dominga Grillo, su madre, que lo alza como si fuera un bebé. A nadie quiso más que a ella. La llamaba “la reina de los ravioles”.

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