Se murió hace 30 años, y hace 30 años volvió a nacer – GENTE Online
 

Se murió hace 30 años, y hace 30 años volvió a nacer

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Aquella tarde, Joe Espósito sintió que algo raro había ocurrido en la silenciosa mansión llamada Graceland. Revisó los cuartos más grandes, llegó al baño principal, y allí, tirado en el suelo, estaba Elvis Aaron Presley. Eran las dos y media de la tarde del 16 de agosto de 1977. Lo llevaron al Memphis Memorial Hospital, pero fue inútil: el médico George C. Nichopoulos firmó el certificado de defunción. Causa: “Muerte por arritmia cardíaca”, según Jerry Francisco, encargado de la autopsia. La noticia fue un shock mundial. Nacieron las inevitables leyendas urbanas: “Fabricó su propia muerte”, “No murió: en el ataúd hay un muñeco de cera”, etcétera. Pero tanto fans como detractores, hoy, a tres décadas de ese día, coinciden en un punto: Elvis no murió, y cada día es más grande.

UNO VIVO, OTRO MUERTO. Allá por los años 30, en el Sur profundo de USA, ser un blanco pobre era peor que ser negro. Un negro tenía su iglesia y su trabajo, pero un blanco pobre entraba a la casa de los blancos ricos por la puerta trasera, y los ricos lo llamaban white trash (basura blanca).

Corrían los duros años de la Gran Depresión. Los Presley no eran blancos pobres, pero sí lo más parecido a eso que había en Tupelo, Mississippi, comarca de apenas diez mil almas. Gladys, la madre, cosía a máquina por encargo, y Vernon, el padre, trabajaba en el campo. La pareja tuvo un hijo. O dos, en realidad. El 8 de enero de 1935, Gladys dio a luz gemelos. El mayor, Elvis Aaron; el otro, Jesse Garon. Pero Jesse nació muerto…
Elvis tenía sangre cherokee, ojos tristes y pelo castaño, era tímido y lo aterraba saber que pudo haber alguien que fuera su doble. En 1948 abandonaron Tupelo y se instalaron en Memphis, buscando una vida mejor. Elvis tenía 14 años y estaba lejos de imaginar que allí encontraría su destino…

UN DISCO POR 4 DOLARES. Un día de 1953, mientras trabajaba como camionero en la Crown Electric Company, paró su vehículo en un local de la calle Union coronado por un cartel: “Grabe su disco en 15 minutos”. Pagó los cuatro dólares y grabó el tema Mi felicidad, pero el resultado le disgustó tanto que rompió el disco… En realidad, la música no le era ajena: desde muy chico iba a las iglesias de los negros, donde se cantaban blues y canciones religiosas. Años después, dijo: “Allí aprendí a mover la pelvis”. Pero aprendió mucho más. Tenía la voz, el ritmo y la calidez de un negro: el secreto que lo llevó a la cumbre, a la leyenda, a la mitología, a la inmortalidad, como escribieron los biógrafos Antonio Tello y Gonzalo Otero Pizarro en su libro Elvis, la rebelión domesticada.

El fallido primer disco no lo desanimó. Grabó otro en un estudio más profesional: Sun Records. La historia pudo haber terminado ahí. Pero Marion Kessler, la secretaria de la empresa, olfateó que ese desconocido tenía algo especial, y le mandó una copia al dueño, Sam Phillips. En esos días, Elvis empezó a ir a la radio WMPS, donde el disc jockey número uno era Dewey Phillips. De pronto, Sam necesitó una voz nueva, distinta, capaz de agitar el mercado, y tanto su secretaria como Dewey le hablaron de Elvis. “Okay”, dijo Sam. Buscó a Elvis –que recién tenía 19 años– y le presentó a un guitarrista y un bajista. Durante un ensayo, Elvis se soltó, cantó a su manera, improvisó, y quedaron grabados dos temas: That’s all right, mama (country rock, lado A) y Blue moon of Kentucky (lado B). El 3 de junio de 1953 a las nueve y media de la noche, mientras Elvis estaba en el cine, That’s all right, mama –con toda la coloratura negra de su voz a pleno– sonó en el programa de Dewey, que al otro día tuvo que repetirlo… ¡treinta veces! y atender cientos de llamados de chicas que recalentaron el teléfono pidiendo más y más… Había empezado uno de los milagros musicales del siglo XX.

EL FALSO CORONEL. Eso, con la voz. Pero en un escenario, multiplicó por cien el impacto. Fue otro. Sobre esa metamorfosis hay dos versiones: una dice que le dieron anfetaminas; la otra, que en cuanto empuñó una guitarra, su timidez se hizo pedazos para siempre.
Hacia agosto del 54, cada show de Elvis era un aquelarre de aullidos histéricos y desmanes que llegaban al clímax cuando empezaba a mover la pelvis (no por nada lo llamaron Pelvis Presley).

Sam Phillips no tardó en advertir dos cosas: que era dueño de un negocio colosal, pero que ese negocio era muy difícil de manejar. Y entonces, como bajado del cielo o emergido del infierno, apareció El Coronel… Que no era norteamericano, y mucho menos coronel. Había nacido en Holanda, y a fuerza de hacerse pasar por coronel, llegó a creerse dueño de ese rango. Se llamaba Thomas Andrew Parker, y apenas escuchó a Elvis y vio el terremoto que provocaba, comprendió que ese muchacho de patillas largas y movimientos eróticos lo haría millonario, y apuntó muy bien sus cañones. Primero se hizo de Gladys y de Vernon, los padres, y poco después, el 18 de agosto del 55, firmó con Elvis un contrato de por vida.

El coronel sabía ganar batallas: tres meses más tarde logró que la archipoderosa RCA Victor le comprara el pase de Elvis a la módica Sun Records por 35 mil dólares. Debut: nada menos que grabando Heartbreaker Hotel. Un clásico de la cultura rock. Un tema eterno. Para algunos, la octava maravilla del mundo. La bola de nieve, el tsunami Elvis, ya no se detuvo. Pegó el salto a la televisión, y mientras los padres querían apagar (o romper) los aparatos, sus hijas chillaban y se derretían ante esa voz que no se parecía a nada y ante esa carga de sexo nunca vista en una pantalla chica.

EL SOLDADO 53.310.761. En 1958 (tenía 23 años) recibió un telegrama inesperado: el ciudadano Elvis Aaron Presley debía cambiar su excéntrico ropaje por el sobrio uniforme militar de recluta del ejército de los Estados Unidos. Pero el impasse no aplacó su gloria ni el negocio del falso coronel Parker. Al contrario. Para entonces, Elvis, frente a la puritana sociedad de aquellos días, era una especie de demonio que embrujaba a sus hijas adolescentes. Pero el miedo y el dólar marchaban por caminos separados: el demonio Presley, en su célebre, histórico debut en el Ed Sullivan Show, una máquina consagratoria, cobró 50 mil dólares… ¡y lo vieron 54 millones de almas! Eso sí: las cámaras lo enfocaron de la cintura para arriba, evitando su pelvis…

Ya híper millonario, el tímido chico de Tupelo compró el castillo que su reinado merecía: la mansión Graceland. Y por si poco fuera, saltó al dorado mundo de Hollywood: el cine, debutando en Love me tender, que reventó la taquilla y aportó 100 mil dólares más a su cuenta. Sin embargo, cine y felicidad nunca fueron juntos. Elvis detestaba los guiones que le acercaban. Quería ser, en la pantalla, vulgar, callejero, provocativo, seductor, pero lo encasillaron en el rol de joven-héroe-americano.

El 24 de marzo de 1958, el peluquero arrasó sin piedad con las patillas y el jopo del soldado número 53.310.761 Elvis Aaron Presley. Destino militar: Alemania. Cierto es que los dos años en el frente no aplacaron la Elvismanía, pero su vida personal recibió duros golpes. El 14 de agosto, apenas a los 46 años, murió su madre, por la que tenía devoción. La mataron la obesidad, el alcohol, las anfetaminas: sombrío anticipo del final de su hijo.

PRISCILA: SEXO A LARGO PLAZO. También conoció a Priscila Beaulieu, de sólo 14 años, hija de un militar norteamericano. Una relación angustiosa. “Me respetó, aceptó todas las reglas que le impusieron mis padres, compartimos la cama… pero jamás aprovechó ninguna situación. Cuando yo trataba de seducirlo, se negaba y me decía que teníamos mucho tiempo por delante. Eso, si no se quedaba dormido después de tomar alguna pastilla. Vivía tomando pastillas. Para todo… Me transformó en una especie de muñeca. Me decía cómo vestirme, cómo peinarme, cómo maquillarme, cómo vivir…”, escribió ella en el libro Elvis y yo.

Al volver a los Estados Unidos y colgar el uniforme (agosto, 1960), y a pesar de que sus discos seguían a la cabeza de las ventas, temió dos cosas: el olvido de sus fanáticos y también el de Priscila. Un rasgo depresivo que empezó a enfrentar con pastillas. Con drogas… Nada de lo que temía sucedió, pero –sí– hubo cambios. Ya estrella de cine, perdió el calor, la furia, el idilio directo del ídolo y sus acólitos en los recitales monstruo. Tenía 25 años, era el súper galán made in USA y la pantalla de plata lo exprimió hasta la última gota. “En las películas puedo hacer de boxeador, de corredor de autos, de cowboy, de soldado. Es igual, porque el argumento es siempre el mismo”, se quejó más de una vez.

Quería mejores guiones y cine más profundo, pero el coronel Parker, siempre con los ojos sobre la taquilla, era un escollo insalvable. Y con la razón del dólar: de cada película surgía un long play. Doce nuevas canciones que se instalaban muy rápido como hits. Claro: ya no volverían esos temas de rock vibrante como Heartbreaker Hotel, El rock de la cárcel, Zapatos de gamuza azul o Hound dog. En su lugar aparecieron O sole mio –¡vendió nueve millones de placas!– o un almibarado álbum de Navidad al estilo Bing Crosby. Para colmo, en 1964 invadió los Estados Unidos un cuarteto llegado desde el hollín de Liverpool: cuatro ingleses con flequillos y ropa de terciopelo que desatarían la segunda gran revolución de la música popular del siglo XX: los Beatles. El mundo, con ellos, ya no sería igual.

VIVIR Y AGONIZAR EN GRACELAND. El primero de mayo de 1967, Elvis se casó con Priscila (él, 32 años; ella, 21). Fue en el hotel Alladin de Las Vegas, ciudad símbolo de la etapa final de Elvis. Vivían en Graceland. Según Priscila, “… yo me aburría y él practicaba karate”. Cruel paradoja: ella terminó acostándose con el musculoso Michael Stone…: el profesor de karate de Elvis.

El derrumbe fue inexorable. El Rey (su último apodo) llegó a ser cinturón negro, pero las casi noventa pastillas que tomaba por día (anfetaminas, antidepresivos, toda la batería química inventada) trastornaron su cuerpo y su cerebro. Con un metro 82 de talla, tuvo peso ideal: 76 kilos. Pero el cóctel de hamburguesas, hot dogs, papas fritas, panqueques, lo llevó hasta los 115. Pasaba todo el tiempo encerrado en Graceland, rodeado de, más que amigos, vividores: la Mafia de Memphis, como se hacían llamar. Todo sobraba: comida, alcohol, autos de lujo, caballos de raza. Un día, Elvis inventó un logo: un rayo con la sigla TCB (Taking Care of Business: ocupándose de los negocios). El rayo, obvio, era un flash que significaba Hacer Todo Muy Rápido. Hizo urdir ese logo en oro y brillantes, y compró trece: uno para él y uno para cada amigo. Los doce antiapóstoles…

Pero de la delirante generosidad pasaba a la más feroz violencia. Destrozaba televisores y equipos de audio con su colección de armas de guerra. Nadie podía detenerlo. En los portones de Graceland se agolpaban sus idólatras sólo para verlo, y él ni siquiera se asomaba. Era un rey agonizante en su último palacio…

A pesar de todo, a fines de los prodigiosos 60 volvió a los recitales, aunque a fuerza de pastillas y de masacrar su cuerpo. El 1º de febrero del 68 nació su única hija: Lisa Marie, que muchos años después se casaría con Michael Jackson. Por entonces, las finanzas de Elvis (siempre administradas por Vernon, su padre), empezaron a flaquear. Regalaba Cadillacs y relojes de oro como si fueran caramelos. Jamás compuso una canción, de modo que dependía de autores no siempre brillantes. Pasó del rock a las baladas, pero se mantuvo fiel al rhythm and blues y el gospel: homenaje a su niñez en las iglesias de negros. La voz nunca lo traicionó, pero a los 33 años ya no sonaba con la frescura y la trasgresión de los primeros tiempos.

EL ROCK DEL FINAL. Junio, 1968. Graba Elvis, un programa especial. Un año después, desde Pearl Harbor, Hawai, objetivo del brutal y artero ataque japonés de 1941, despliega su último recital en vivo. El canto del cisne. Estaba más flaco, bronceado con ayuda química y se permitió los contoneos sexuales de los primeros días.

Tal vez se murió a destiempo. James Dean se fue a los 24. Marilyn, a los 36. Los dos, en el esplendor. El, en cambio, y aunque con su voz intacta, fue espectador de su decadencia. Gordo, oculto detrás de unos enormes anteojos oscuros (tenía glaucoma y terror a quedar ciego), ropa tachonada de lentejuelas y espejitos, capas a lo Superman, refulgentes y gigantes cinturones más de campeón mundial de box que de estrella del show business, sufrió el peor de los males: ser una caricatura de sí mismo. Esa que lo impulsó a pedirle al presidente Richard Nixon una chapa del FBI para luchar contra la droga. A subir armado y con custodia al escenario. A seguir amando a Priscila y a Ann-Margret (otro fulmíneo romance) y mandándoles flores, a pesar de que ambas lo abandonaron. A militar en el esoterismo. A convertir Graceland en un grotesco parque de diversiones.

Sin embargo, en 1976 tuvo fuerzas como para hacer ciento treinta conciertos, aunque con tracción a droga…
Se murió después de jugar al tenis (una locura) y mientras leía un libro sobre el misterio del Santo Sudario. Pero no morirá nunca. El decreto de inmortalidad lo firmaron cuatro ingleses (John, Paul, George y Ringo), que en lo más alto de su gloria dijeron:
–Todo empezó con Elvis.
Así apareció en la película Jailhouse rock (El rock de la cárcel), año 1957, dirigida por Richard Thorpe. Flaco, provocativo, genial. Siempre detestó esos papeles, pero su manager le impidió hacer otros.

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Elvis con su uniforme de sargento del ejército norteamericano: rango que logró luego de dos años de servicio militar en Alemania.

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Con su Lincoln Continental, uno de los dos mil autos que tuvo. Muchos de ellos los regaló.

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