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¿Quién pagará por estas muertes?

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Hay 25 casas en Zeballos Cué, una pequeña bar
riada al norte de Asunción,

donde las risas se apagaron mientras el fuego crecía, incontenible, en el Ykuá
Bolaños, un centro comercial en el barrio de La Trinidad, a cinco kilómetros del
centro de la ciudad. Veinticinco velatorios -la mayor parte de niños- significa
que en cada manzana hay, por lo menos, una familia que derrama lágrimas. Son una
pequeña y abigarrada muestra, apenas, de los 365 dolores que se reparten, aquí y
allá, entre quienes ya saben, -o ya intuyen, porque excepto el casi centenar de
cuerpos identificados, casi todos los restos son carbón-, que sólo queda llorar
a esos muertos, y rezar por los otros 271 heridos, 15 en terapia intensiva. Es
la peor tragedia de este tipo en el mundo desde 1990. La peor tragedia paraguaya
desde la guerra del Chaco, en 1932, que los enfrentó con sus hermanos
bolivianos. Y, como en una guerra absurda, tanto desconsuelo pudo haberse
evitado.

A las 11.30 del domingo 1º de agosto, el único fuego era el del sol de un día
que invitaba a salir. Veinticuatro grados en un invierno tibio. Cerca de mil
personas, muchos de ellos chicos soñando con los juguetes que comprarían el 16
de agosto -Día del Niño en Paraguay-, disfrutaban del paseo en el centro
comercial. Y de pronto, el horror. Una, dos explosiones en la cocina del
complejo, en la planta baja, junto al atestado patio de comidas. "El fuego
comenzó por una fuga de gas -dice, tras las primeras conclusiones, el comisario
Humberto Nuñez, comandante de la policía paraguaya-, y se propagó rápidamente
porque allí no sólo estaban los tubos de gas domésticos, sino también gas neón
para el sistema de iluminación y el gas de la instalación de aire
acondicionado."
Pero esto es hoy, lunes, primer día de los tres de luto que
decretó el presidente paraguayo, Nicanor Duarte Frutos. Ayer, el infierno no
supo de razones.

El incendio, entonces, se extiende con sus brazos de pulpo, más rápido que el
mismo pánico. Devora plástico, madera, la esponja del revestimiento del shopping.
Y también carne. Hay tres vías de escape para los más alertas: dos salidas a la
calle, y una al estacionamiento. Y es desde allí, donde las 4 X4 esperan a sus
dueños, donde la corriente de aire se hace aliada del fuego, y lo alimenta. El
lugar se hace trampa, ataúd de hormigón. Los autos empiezan a explotar en
cadena. Sesenta cadáveres fueron rescatados de la rampa que llevaba a esa
salida.
Arriba son cientos los que corren, se pisan, se aplastan, abren la boca, buscan
oxígeno, vida… y chocan contra las puertas de vidrio blindado, cerradas. Sí,
cerradas. "¡Cierren las puertas!", juran que se oyó. Otros sobrevivientes dicen
que guardias, a punta de escopeta, impedían que los clientes se fueran. Contra
esas puertas, 40 cuerpos quedaron para siempre. Juan Pío Paiva, el dueño del
centro comercial -el último de cuatro que posee-, habla después: "No sé de qué
se me acusa, no tengo ningún grado de responsabilidad sobre el tema… Y no
cerramos las puertas, de ser así, hubiera sido mucho peor. Sucede que el cielo
raso se vino abajo en la parte delantera del local, cerca de las salidas, y las
obstruyó".
Habla Paiva, pero es inútil, tardío, y no convence a nadie. Es
detenido junto con su hijo Víctor Daniel -quien, según testigos, habría salido
justo cuando el fuego comenzó a propagarse-, en el Departamento de
Investigaciones de Delitos. Otros cinco guardias de seguridad son capturados:
Daniel Areco, Ever Sánchez, Ismael Alcázar y Jorge Penayo. Uno de ellos,
trascendió, se habría quebrado y admitido que le dieron la orden de cerrar las
puertas para evitar que los clientes se fueran sin pagar. El fiscal Edgar
Sánchez los acusa por homicidio culposo y omisión de auxilio. El 80 por ciento
de los empleados del shopping, según fuentes oficiales, murieron en el incendio.
Ellos, los dueños, siguen vivos.

El capitán del Cuerpo de Bomberos, Enrique Onieva, también acusa: "Los guardias
de seguridad cerraron las bocas de salida. Las abrieron cuando era imposible
salir. Tuvimos que reventar las puertas, cortar paredes donde escuchábamos que
la gente golpeaba, entrar por las casas vecinas, porque no había bocas de salida
de incendio".
El mismo capitán, luego de salvar a muchos, es atendido por falta
de oxígeno.
Afuera, como en cualquier shopping de país sudamericano, buscan su agosto los
vendedores ambulantes. Son espectadores del horror. Ven las caras desesperadas,
el miedo a morir a través de los cristales, y reaccionan. Arrojan piedras a los
ventanales, rompen con palos y hachas las paredes de ladrillos de vidrio. Otro
hombre, que acababa de salir con su camioneta, regresa y embiste contra las
puertas. Casi 50 personas escapan por allí de una muerte segura, gracias a un
héroe anónimo.

Los bomberos llegan, y hacen lo que pueden. Hurgan en el esqueleto de cemento
hasta que cae la noche, y lo más vivo en el interior del local es el humo.
Trabajan entre un desparramo obsceno de cuerpos retorcidos, mercadería
chamuscada, y el riesgo latente de un derrumbe que los sume a la negra
estadística. Son testigos del espanto, protagonistas de la náusea que no avisa,
que traiciona aún a los estómagos más entrenados: en la guardería, y en el
sector de juguetería, casi todos los cadáveres son de chicos. El 16 de agosto
-Día del Niño en Paraguay, vale repetir- su único regalo será una flor en el
cementerio: que lo sepan Paiva y su hijo.

Frente al lugar, en el patio de una discoteca, amontonan a los muertos. Flota el
olor denso de la carne y el pelo quemados. Quien sintió alguna vez ese perfume
mortal ya no se lo puede quitar de encima: se impregna en el cerebro, no en la
piel. Los heridos son distribuidos en doce hospitales: cuatro estatales, y el
resto privados. Nadie mira para otro lado. Bien. Desde los cuatro puntos
cardinales llegan aviones con ayuda. Mejor. El domingo, un Hércules de bandera
argentina aterriza en Asunción con medicinas, equipos de oxígeno y 15 médicos.
Su puesto será en el principal centro de emergencia: el Instituto de Previsión
Social. Desde el litoral, las provincias ponen lo suyo: el Chaco, por ejemplo,
ofrece 50 camas del hospital de Resistencia.

Hasta el momento, hay otros dos argentinos en la tragedia, identificados por el
embajador argentino en Paraguay, Félix Córdoba Moyano. Luis Alberto Cardozo, de
35 años, y Arnaldo Cardozo, de 60. El primero de ellos, empleado de Ykuá Bolaños
en la carnicería, residente desde hace ocho años en Asunción, y todavía
internado en el Hospital de Clínicas, aunque fuera de peligro. Son padre e hijo
y, al menos ellos, pudieron despertar después de la pesadilla. Para quienes
murieron, sólo queda pedir dos cosas: una oración y Justicia.

(para donaciones de insumos médicos ver www.mre.gov.py)

Un policía practica respiración boca a boca a un bebé quemado, en un intento por mantenerlo con vida.

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El humo fatal sale por una pared de ladrillos de vidrio que los bomberos rompieron para rescatar gente.

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