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Por la ruta de los héroes

Dios no lo nota, pero su sombra se deja ver en el lomo de las montañas. Detrás de las nubes, casi imperceptible, se divisa eso que llaman cielo. Por debajo, un grupo de seres humanos más pequeños que nunca, montados sobre una recua de mulas, irrumpen en el jardín de Su Casa. El latir de las herraduras colma a cada paso este Edén con música de camino, mientras las piedras completan el compás y expresan el lenguaje de esta peregrinación. La misión es ambiciosa: seguir las huellas de aquel ejército de cinco mil hombres que, dirigidos por el general José de San Martín, lucharon en nombre de la libertad y nos perpetuaron con un mismo apellido: Argentinos.

El recuerdo de aquellos soldados, nuestros héroes anónimos, vuelve una y otra vez, a cada paso. Ahora respiramos el mismo aire. Ahora comprendemos que todas estas piedras que guarda la cordillera de los Andes son pequeños resabios de libertad. Pequeños pedazos de esperanza...

LA ODISEA CRIOLLA. De igual manera que el viejo Marlow, aquel marinero que Joseph Conrad inmortalizara en las páginas de El corazón de las tinieblas, los expedicionarios nos adentramos en una insólita andanza. Antes bien, las advertencias fueron muchas... Mientras en el Congo Belga, donde transcurre aquella novela, los personajes debían navegar río abajo lidiando con las inclemencias de un territorio anónimo y repleto de nativos indómitos, nuestro contingente sufría el mismo sentimiento de espanto: penetrar en lo desconocido. Las diferencias eran, claro, apenas territoriales: el barco serían las mulas; los nativos, los animales salvajes, y el mayor peligro, el temido mal agudo de montaña.

Las 4x4 nos trasladaron desde la ciudad de San Juan hasta la estancia Manantiales, a unas cuatro horas de viaje, donde contactamos por primera vez con los mulares. A partir de entonces ese animal sería poco menos que nuestro mejor amigo, a veces, nuestro peor enemigo, o para los más introspectivos, el psicoanalista perfecto... ¡ad honorem!

El primer día no trajo ningún sobresalto, al menos grave. El tramo consistía en sólo cinco horas de cabalgata, para que pudiéramos adaptarnos al clima y a los animales. Sin embargo, la primera caída no tardó en llegar. A veinte minutos de la partida, el polifuncional periodista tucumano de LV12 Miguel Gianfrancisco (33) –alias el Tucu, claro– sufrió un aterrizaje forzoso. Luego de que su caballo –él, como yo, lo preferimos a una mula– se balanceara en dos patas y el joven saliera despedido, su caramañola golpeó contra su espalda cuando llegó al suelo. Por unos minutos, todo hacía pensar que Miguelón pegaría la vuelta con destino a su Jardín de la República. Pero el accidente se redujo a una anécdota. Como buen argentino aguantador, el Tucu siguió firme, pese a sospechar la fisura de alguna costilla.

GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS. El primer campamento fue levantado en las Frías Altas, a 2.990 metros de altura sobre el nivel del mar. Debíamos descansar razonablemente, según nos aconsejaban los experimentados, pues el día siguiente sería la jornada más larga del itinerario –¡al menos doce horas de cabalgata!–. Luego de comer un guiso de arroz, cocinado entre piedras por personal de Gendarmería y Ejército, y de compartir la bebida virtuosa de San Juan, las carpas nos alojaron en grupos de tres. Pero pasada la medianoche, la temperatura comenzó a bajar: 0º C, –1º C, –2º C, –3º C... y así, hasta los diez bajo cero. El agua golpeaba contra las tiendas mientras una tormenta de nieve pintaba de blanco las montañas. El grupo intentaba dormir, pero los primeros síntomas de apunamiento transformaban nuestros sueños en pesadilla. Tiritábamos, se nos endurecían los músculos. Nos abrigamos hasta el cuello, hasta las orejas, hasta el pelo.

En la mañana, vestidos con seis mudas de ropa, todo fue peor. Mi cabeza estaba agobiada, mi cuerpo débil, mientras una sensación de mareo y náusea invadía mi equilibrio. Para colmo de males, mi caballo estaba tan flaco que la montura debía ajustarse a cada rato (siete veces en la primera hora... y todavía faltaban once).

El último empujón hacia la desesperación lo dio la montaña. Cuando arribamos al Portezuelo del Espinacito, el punto más alto de la expedición –a 4.700 metros–, mi cuerpo estaba rendido, acaso repitiendo los estigmas de algún soldado. En ese momento conocí a los médicos Mariano Sisterna y Sebastián Carvajal, quienes me aconsejaban permanentemente. Pero luego de recibir oxígeno por veinte minutos, mi organismo seguía igual, o más cansado. Insultaba, gruñía... La intolerancia se apoderaba de mí.

Finalmente tuve mi diagnóstico: el principio de apunamiento desató una deshidratación. Fausto tenía razón. En ese momento hubiese vendido mi alma al demonio. La única cura posible era beber agua, pero mi cuerpo la rechazaba. Arriba de mi montura llegué a tener sueños incoherentes, que gracias a Dios ya no recuerdo. Entonces Paulino Damián Pineda, un gendarme oriundo de Formosa, se transformó en mi paciencia. Me siguió en silencio durante las restantes ocho horas de sufrimiento. Sin su compañía y la experiencia de los médicos nunca hubiese llegado a la meta: el refugio Ingeniero Sardina, otro de los tantos paisajes que invitan a estar vivo. La noche, como el día, fue igual de larga, hasta que el suero y otros calmantes me durmieron. Por fortuna, la medicina ha avanzado considerablemente en comparación a 192 años atrás.

CUANDO PA’ CHILE ME VOY. El cuarto día descansamos. “¿Ves, Juan Cruz? Aquí vive Dios”, me confió el diputado sanjuanino Julio Call. Y agregó: “Sólo faltan los dinosaurios”. Era cierto. Por primera vez en mi vida comprendí el amplio significado de la palabra contemplación. La noche también tenía lo suyo. Un personaje escapado de un cuadro de Florencio Molina Campos (no hay mejor descripción), nos alentaba con la guitarra. Vino, acordes y tonadas, al mejor estilo criollo. Todo por cuenta del Rulo, con la colaboración de ritmos de diversas provincias. Sin embargo, cuando la diana convocaba por las mañanas, los cuerpos estaban enteros.

Y entonces llegó el gran día: por un lado, los 83 expedicionarios argentinos; del otro, los chilenos con sus brazos abiertos. Mientras las banderas flameaban desplegadas por el fuerte viento cordillerano, nuestro pequeño ejército marchaba con decisión libertadora hacia el paso Valle Hermoso, a 3.500 metros de altura. Entonando las estrofas de la Marcha de San Lorenzo, las primeras lágrimas asomaron en los ojos de mis colegas. “Y nuestros granaderos/aliados de la gloria/inscriben en la historia/su página mejor...”, cantábamos. Nos abrazábamos, nos felicitábamos, nos dábamos aliento. Todo a flor de piel.

“Esto es lo mejor que me pasó en la vida. Es mucho más grosso que jugar un test match contra los All Blacks”, aseguraba el rugbier y ex puma Serafín Dengra, hombre acostumbrado a las emociones –y los roces– fuertes. El primer objetivo estaba cumplido, pero todavía teníamos que regresar, atravesando el temido Portezuelo de la Honda, a 4.500 metros. Nada más cercano a un precipicio. Las mulas se detenían para respirar. Inflaban tanto la panza que nuestras piernas sentían cada inhalación. Yo mascaba coca y tomaba agua. Respetaba cada movimiento de mi compañero, que combatía contra aquel sendero de cuarenta centímetros. A mi derecha, un infinito colchón de piedras. Nunca fuimos tan pequeños y respetuosos en este mundo. Las mulas también cargan con su luto. Hace 192 años, varias de ellas murieron despeñadas, cargando cañones de 800 kilogramos. Cada rincón de la Cordillera esconde sus heridas...

La eterna travesía llegaba a su fin, pero el espíritu de los soldados muertos revivía cada segundo un poco más. Como emocionado epílogo, José Luis Gioja –gobernador de San Juan y anfitrión de este homenaje en forma de aventura– tomó la palabra y supo sintetizar el sentimiento común: “El día que perdamos la libertad, el día que no podamos honrar a nuestro General y sus baqueanos, estas montañas se caerán. Dejarán de existir”. Las mulas, en fila india, en el punto más alto de la expedición: el Portezuelo del Espinacito, a 4.700 metros. Fue el segundo día de la travesía, quizá el más difícil. A la derecha: Sánchez Mariño y Uset, los enviados de GENTE.

Las mulas, en fila india, en el punto más alto de la expedición: el Portezuelo del Espinacito, a 4.700 metros. Fue el segundo día de la travesía, quizá el más difícil. A la derecha: Sánchez Mariño y Uset, los enviados de GENTE.

Vadeando un río, en el camino a las Frías Altas.

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En las Frías Altas se desató una tormenta de nieve. La temperatura, por momentos, llegó a los diez grados bajo cero.

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