Padre, tus hijos vinimos a decirte adiós – GENTE Online
 

Padre, tus hijos vinimos a decirte adiós

Todos los caminos conducen a él. Hoy -martes 5 de abril- todos los caminos
conducen al Vaticano. Esa es mi primera impresión no bien llegamos a Termini,
pleno centro de Roma. Miles, millones de fieles peregrinando hacia la Plaza San
Pedro para ofrendarle el último adiós a Karol Wojtyla, Giovanni Paolo, Juan
Pablo II, un hombre que evidentemente ha sabido ganarse el cielo si es capaz de
convocar semejante cantidad de gente. Miles, millones de peregrinos -clara
mayoría de jóvenes- que van desfilando hacia él. Y nosotros junto a ellos, parte
de la marea humana para ver al Papa aunque sea sólo durante quince, veinte
segundos.

No hay congoja. La fortuna periodística quiso que en 1997 me tocara cubrir los
funerales por la muerte de Lady Di. Parado entre una multitud de británicos
frente al Palacio de Buckingham, apenas un observador apiñado en una
interminable marea humana, recuerdo haber escrito: "Nunca tanta gente provocó
tanto silencio".
El contraste era inevitable: en aquel imponente gentío
interminable podía sentirse, limpito, el repiquetear del carruaje que portaba el
féretro de Diana Spencer muchas cuadras antes de tenerlo frente a mí.

Esta vez no. Después de la llegada del cuerpo a la basílica de San Pedro el
lunes, a partir del martes y hasta el jueves, lo que allí reinaba era un clima
festivo. Sobre todo en las inmediaciones de la Basílica, cuando la gente ya
encaraba el tramo final de la ofrenda en la Vía Conciliazione (la puerta
principal de San Pedro allá adelante, frente a sus ojos), después de una espera
que llegó a alcanzar picos de hasta 12 horas el miércoles.

LA ESPERA.
Otra cosa era a la noche. Sobre las ocho y media, cuando el último
resplandor se aplaca con el manto de oscuridad, entonces cambiaba el clima. Lo
que de día era júbilo y optimismo, ahora es congoja y recogimiento. El cansancio
de tantas horas pesa. Y a medida que avanza la noche, la arquitectura, la
iluminación, la imagen y el sonido del silencio se funden con la interminable
presencia humana hasta crear un espectáculo colosal de carne y artificio.

Los celulares italianos recibieron a partir del lunes este mensaje firmado por
Protección Civil: "Si vas a Roma para el homenaje al Papa utiliza el transporte
colectivo, prepárate para colas organizadas pero muy largas. Calor de día.
Fresco de noche
".

Pasadas las 2.30 de la madrugada, cuando apenas hemos entrado en ese gran abrazo
que es la Plaza San Pedro, la cola se detiene claramente. Ya no avanzamos ni un
centímetro. Por los parlantes, las autoridades del Vaticano informan que la
basílica permanecerá cerrada de 3 a 5 de la mañana. No hay protestas. Parte de
la gente se enrosca acurrucada en busca de calor. Unos duermen, otros leen la
Biblia. Un grupito de jóvenes hace sonar una guitarra: es una especie de fogón
sin fogata. "Che, una que nos sepamos todos", me digo justo cuando comienzan a
cantar algo tipo Sui Genéris pero, ¡ay!, en italiano. A las 4.30, se reiniciará
la procesión.

FRENTE AL PAPA.
Eso que a ellos les ha demandado tanto, ¡verlo!, a nosotros se
nos dio fácil... por gracia del Señor, habrá que decir. Era el martes 5 a última
hora de la tarde cuando llegamos a Roma junto a Santiago Turienzo. No hicimos
más que dejar las cosas en el hotel y, si bien ya se habían hecho como las ocho
y media de la noche, quisimos darnos una primera vuelta de reconocimiento. Metro
Línea A, Ottaviano-San Pedro, nos indicaron, pero una vez en la estación de
subte no hacía falta mirar mapa alguno. Bastaba seguir a la procesión. Veinte
minutos después estábamos en los alrededores del Vaticano. Enseguida nos topamos
con vallas controladas por policías y carabinieri que supieron entender que si
no nos dejaban pasar, jamás podríamos acreditarnos. Estábamos yendo hacia el
centro de prensa cuando vimos que un grupito de gente se alborotaba ante la
posibilidad de ingresar por un portón gigantesco de doble hoja, después de que
un sacerdote peladito negociara la entrada como si llevara años en el Vaticano.
Con Turienzo nos miramos y no necesitamos decirnos nada. A medida que íbamos
cruzando controles por un largo corredor, saludábamos en apenas un susurro a
hermanas que pasaban a nuestro lado, al tiempo que Santi trataba de disimular en
su campera la inevitablemente abultada Nikon profesional. Unas puertas más,
varias escaleras y en un susurro le digo: "¿Esto llevará adonde vos pensás?". El
padre seguía haciendo negociaciones cada vez más complejas, lo cual acrecentaba
nuestras expectativas. Y así, a sólo una hora de haber dejado el hotel, nos
hallábamos en la entrada principal de la Basílica. Unos cien metros más allá por
la nave principal, delante del Altar Mayor y el Baldaquino, se encontraba Juan
Pablo II en su descanso eterno.

En el vuelo de Aerolíneas Argentinas había leído que estaría terminantemente
prohibido sacar fotos dentro de la Basílica. Pero una vez en la cola, casi no
había persona que no empuñara una cámara de fotos o bien alzara un celular como
quien lleva una antorcha. Karol Wojtyla no lo sabe, pero la tecnología digital
ha contribuido mucho para que su imagen termine siendo un recuerdo en tantos y
tantos álbumes personales. No había más que caminar paciente, lentamente, hasta
que al llegar al otro extremo, personal vaticano hacía dividir a la gente a
izquierda y derecha.

Entonces lo vimos. Uno podía acercarse hasta un vallado circular de madera, y
unos metros después, reposando sobre un catafalco en leve plano inclinado, allí
estaba Karol Wojtyla -y la túnica roja, y la mitra de obispo blanca, y el báculo
de pastor bajo el brazo izquierdo y esos pequeños zapatos marrones-. Tenía la
rígida palidez que sólo proporciona la muerte. Su rostro, de un amarillento
verdoso, contrastaba con un reflejo levemente rojizo sobre los pómulos, acaso un
recurso estético en el embalsamamiento, para no hacer tan chocante la imagen de
ese cuerpo que está ahí y a la vez ya se fue.

Mientras yo miro, soy de los pocos que no saca una foto. Y sin dudas todavía
resulta raro ver que lo que habitualmente uno se lleva a la oreja para hablar
por teléfono, ahora se convierte en una micro cámara -cómo brillan esas
pantallitas- que la gente va apuntando hacia el cuerpo ahí tendido.
La tentación de quedarse parado y observarlo es fuerte, sin dudas. Pero
enseguida, muy amablemente y en un susurro, personal del Vaticano se acerca y
dice: "Prego, senza firmarsi" ("Sin detenerse, por favor"). Doy unos pasitos
más, como acatando la orden, con la esperanza de superar esa marca personal. Me
detengo otra vez para seguir mirándolo. Y otra vez la voz me susurra: "Vía,
vía", y un brazo me indica el camino de salida.

ARGENTINOS, SE BUSCA. Todo iba saliendo bien para nosotros. Ya lo habíamos
visto. Teníamos fotos. Habíamos contactado al vicepresidente Scioli. Habíamos
conocido a ese fellinesco cura polaco que, tocado con su sotana, se trepaba a
las vallas en busca de la mejor foto como el mejor de los paparazzi... Pero nos
faltaba algo procedente de ese río de cabezas que avanzaba nada y esperaba
mucho. Nos faltaban argentinos. Habíamos visto banderas de todos los colores,
pero ninguna celeste y blanca. No quedó otra: con Santiago decidimos hacer una
pancarta ("BUSCO ARGENTINOS"), si es que así podíamos llamar a mi modesto
cuaderno escrito con un marcador negro. Hasta ahí, a la hora de saber qué
sentían los peregrinos, la frase que más había escuchado en italiano aludía a la
pérdida de un padre. "Questo Papa e come un papá", más o menos me habían dicho
Florentino, de Milán (10 horas de espera), Sandra, de Parma (8 horas), y
Asunción, de Roma (9 horas). Está bien, se sabe que a la hora de partir de
Ezeiza todo argentino piensa que si un idioma domina bien, ese idioma es el
italiano -o el portugués-, incluso mejor que el español. Después de todo, uno no
ha visto tanto por la tele a Eddie Pequenino y a Olmedo en vano. Lo recuerdan:
"Questo cabecita negra complicano tutto". O sea, sí, podíamos llegar a hablar
italiano, ma' quindi, de lo que se trataba era de conocer esas sensaciones, pero
dichas en criollo.

De cómo los encontramos, otra vez tuvo que ver con el azar, o la gracia del
Señor si lo prefieren. Ya habíamos recorrido una y mil veces la Vía
Conciliazione, gracias al sendero habilitado para el personal de seguridad, los
socorristas de Defensa Civil y los periodistas acreditados, y nada. De pronto
nos tocó esperar apretujados en un acceso lateral. Los carabinieri no aflojaban,
el tiempo pasaba, la presión también y mientras hablábamos, la vimos. Ahí nomás,
a unos metros, asomaba una bandera celeste y blanca, todavía enrollada. Surgía
de entre un grupo de jóvenes monjitas ("monjas son las de clausura. Nosotras en
realidad somos hermanas, suore como le dicen acá, en Italia", me aclararía en
seguida la hermana Siluva, tal el nombre religioso que escogió esta joven de
Ciudadela hace tres años, cuando tomó los hábitos). Era un grupo de diez, todas
tocadas por un velo azul clarito, pertenecientes a la Congregación del Verbo
Encarnado, de San Rafael (Mendoza). Estudian en un convento de Artena, a unos 50
kilómetros de Roma, y luego de tres años "ya estaremos listas para ser
misioneras. Mi idea, por ejemplo, es ir a Islandia", me cuenta Siluva.
¡¿Islandia?! "Sí, allí hay mucha gente por convertir al catolicismo", explica.
Después de tanta búsqueda, la hermana Laetitiae (Leticia, en latín) hace flamear
con ganas la bandera argentina.

Su espera es la de tantos. Hasta llegar al Papa aguantaron diez horas de cola.
"Aguantar suena a sufrimiento, y esto es una bendición", me corrigen. "Poder
rezar durante quince segundos frente al Santo Padre, en un lugar sagrado como
éste, y en un momento tan especial, ¿qué más podemos pedir?"

EL CURA PAPARAZZO
. Por ahí estaba también Jan Dzido, un curioso párroco polaco.
Llevaba sotana y un pañuelo amarillo y blanco al cuello, pero lo que realmente
llamaba la atención era la cámara con un potente teleobjetivo y su credencial de
prensa. No dudaba en treparse a cuanto punto elevado encuentrara para captar la
mejor imagen. La escena resultaba extraña sin dudas. El hombre parecía un
paparazzo, como decíamos, y en cuanto se sientió retratado por GENTE, hizo un
alto en la tarea. "Sí, resulta raro, ¿no? Lo que pasa es que soy cura, sí, pero
además trabajo en el Polska Church News, uno de los diarios eclesiásticos más
importantes de mi país. Así que no podía dejar de venir", confió Jan, pura
amabilidad, mientras buscaba alrededor posibles fotos.

Ni él ni nadie. Esa es la sensación por estas horas en Roma. Nadie quiso dejar
de ver a Juan Pablo II. Fueron apenas veinte, acaso treinta segundos de contacto
visual con el Papa. No más. Uno de esos momentos que no olvidaré en mi vida, me
digo.

Ellos, peregrinos del mundo entero, tampoco.

El cuerpo sin vida de Karol Wojtyla descansa en la basílica de San Pedro frente a la multitud que esperó durante diez, quince horas para verlo de cerca durante diez, quince segundos. Un instante irrepetible que quedará en todos los corazones.

El cuerpo sin vida de Karol Wojtyla descansa en la basílica de San Pedro frente a la multitud que esperó durante diez, quince horas para verlo de cerca durante diez, quince segundos. Un instante irrepetible que quedará en todos los corazones.

Postal inolvidables: una mujer llora sobre su rosario.

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