“Los hombres de ciencia estamos casados con el silencio” – GENTE Online
 

“Los hombres de ciencia estamos casados con el silencio”

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Como aquí se hablará de un sabio, de un científico, el redactor evitará adjetivos, metáforas y toda grandilocuencia: aquí sólo habrá precisiones. El sabio se llamó Luis Federico Leloir Aguirre. Sobrenombre: Lucho. El Aguirre no lo usó nunca, y el Lucho fue una creación de su equipo. Nació en París el 6 de septiembre de 1906, por casualidad: su padre (Federico Rufino Leloir, abogado y administrador de campos) viajó para ser operado, murió en el quirófano, y casi al mismo tiempo su segunda mujer, Hortensia Aguirre, alumbró a Luis Federico. En 1932 se recibió de médico, pero dos años después empezó a trabajar con Bernardo Houssay, el segundo premio Nobel argentino, y se inclinó hacia la bioquímica. En noviembre de 1943 se casó con Amelia Zuberbühler. Tuvieron una hija: Alicia, que se dedicó a las ciencias agrarias. Vivieron siempre en el tercer piso de la calle Newton 2754, la más corta de Buenos Aires, cerca de la embajada británica. A las ocho de la mañana del martes 27 de octubre de 1970, un cable llegó a todas las redacciones: “El premio Nobel de Química fue adjudicado al profesor Luis Federico Leloir por su descubrimiento de los azucarnucléotidos y su papel en la biosíntesis de los carbohidratos. El galardón equivale a 400.000 coronas suecas (76.800 dólares). El profesor inició las investigaciones que le valieron el premio a partir de 1947”. En 1970, Leloir era un desconocido para el público común, pero no para la comunidad científica: tenía ya diez premios internacionales y era doctor honoris causa de las universidades de París y de Tucumán. Hacia el mediodía de ese martes, en su lugar de trabajo, el Instituto de Investigaciones Bioquímicas –Obligado 2900, barrio de Belgrano–, rodeado de cámaras y de grabadores, dijo: “Gané algo muy importante, pero también perdí mucho. Perdí la tranquilidad. Hoy, por ejemplo, no pude trabajar”. Luego, de a poco, el periodismo fue armando el puzzle del sabio, una palabra que no le gustaba “porque está pasada de moda”, definió. Salía cada mañana a las nueve en punto hacia el instituto, y regresaba a su casa a las ocho de la noche. Tenía un Fiat 600 celeste terco para arrancar –Fernando, el portero, solía empujarlo–. Antaño había jugado al polo, “pero nunca pasé de uno de handicap”. Era buen nadador. Música: los tangos de Gardel. Cine: “Las policiales y las del Oeste, las que no me complican la vida”. Comida: verduras crudas o hervidas que llevaba en una pequeña olla hasta su laboratorio, y a veces un bife hecho por alguien de su equipo. Vino y whisky, “muy de tanto en tanto, lo mismo que uno que otro cigarrillo, cuando me convidan, y lo mismo negro que rubio”. Ropa: traje gris o azul, camisa blanca, corbata oscura. Pero el mayor escudo de armas fue la silla en la que trabajaba. Vieja, de madera ordinaria y paja brava del Delta, atada con hilo sisal –más tarde cambió el hilo por alambre–, la usó desde antes del Nobel hasta 1982, cuando entre el municipio y aportes privados, y luego de tres décadas y media de postergaciones, le construyeron un centro de cinco plantas y 6.500 metros cuadrados en la calle Antonio Machado 151; entonces, la silla-símbolo fue a parar a un desván, y Leloir pudo seguir sus investigaciones sentado en una de metal y cuero. También fueron al desván otros símbolos: el cajón de manzanas donde apoyaba sus pies, el raído guardapolvo gris y las zapatillas rotas en la punta con las que reemplazaba sus zapatos luego de tomar un tazón de mate cocido e inclinarse sobre el microscopio. Una pregunta se hizo constante después del Nobel: “Doctor, ¿para qué sirve su descubrimiento de los azucarnucléotidos?”. Respuesta también constante: “Es muy difícil de explicar. Tiene que ver con el metabolismo, con el comportamiento de las células, con complejas estructuras químicas… Mire, es sólo parte de un camino hacia lo más importante: saber más”. Mucho más fácil fue explicar su otro invento o descubrimiento: en el Ocean de Playa Grande, en la Mar del Plata de hace seis o más décadas, aburrido de los langostinos con mayonesa, le pidió al mozo una batería de salsas, ensayó varias mezclas y, como Arquímedes, bien pudo gritar “¡Eureka!”, porque al unir mayonesa con ketchup le regaló al país y al mundo la salsa golf… Pero no fue casualidad, sino obsesión de investigador. “Todo debe ser probado y comprobado: hasta la existencia de Dios”, decía. Una tarde vio que su mujer echaba una aspirina en el agua de un florero con rosas. Le preguntó por qué. “Así las flores duran más”. “¿Está comprobado?, le preguntó. Ella le dijo que todo el mundo lo sabía. Salió, compró un ramo de rosas y las puso en un florero con agua sin aspirina. Al cabo de unos días, los dos ramos se secaron al mismo tiempo. “¿Ves, Amelia? La ciencia acaba de derribar una verdad universal”, le dijo.

Se murió el miércoles 2 de diciembre de 1987, a los 81 años, de un paro cardíaco. Al otro día, a las tres y media de la tarde, fue sepultado en la Recoleta. Para entonces, sus premios internacionales eran más de treinta, y doce universidades lo habían laureado. Acto de justicia: su descubrimiento mayor –ese “tan difícil de explicar”– es una cadena de transformaciones químicas que el mundo científico bautizó como Leloir’s Pathway (el camino de Leloir), y punto de partida para aclarar cómo se generan las sustancias que conforman los procesos energéticos de los seres vivos: nada menos que el proceso que permite la vida sobre la Tierra. No es todo. El Leloir’s… evita la locura, la ceguera y la muerte prematura de los galactosémicos, incapaces de asimilar el azúcar de la leche. Desde luego, a 35 años de su Nobel, que recibió en la Academia de Ciencias de Estocolmo dentro de un frac donde “me sentí bastante incómodo” y agradeció con muy pocas palabras (“Nunca me han dado tanto por tan poco”), volverá a ser recordado más por su talento, su disciplina, su sobriedad, su gusto por el gazpacho, su viejo laboratorio, los frascos de perfume –los prefería, para investigar, a los tubos de ensayo–, su silla de paja atada con sisal y alambre, el cajón de manzanas, las zapatillas rotas, el Fiat 600 celeste y terco para arrancar, etcétera. Y será –¿por qué no?– justicia, ya que en el sabio de pocas palabras y miles de horas de laboratorio hubo también un hombre: carne, sangre, hueso, pasión. Dos datos sobre las secretas conversaciones de la comisión Nobel se filtraron a través de las paredes. Uno: se le confirió al Leloir “por la importancia de sus trabajos, pero también por ser sudamericano, ya que en esas tierras la investigación científica tiene muy poco apoyo”. Otro: el presidente de la comisión preguntó: “¿El doctor Leloir tiene buena presencia? Porque un hombre de mala presencia puede dañar la imagen de la Academia”. Alguien que recordaba haberlo visto en un congreso médico dijo que sí. Bastó, pero fue poco: Leloir bien pudo ser un aristocrático caballero argentino. Un perfecto dandy. Pero eligió otro camino. Y cuando un periodista quiso saber por qué era tan parco, le dijo: “Porque nosotros, los investigadores, estamos casados con el silencio”. Como homenaje a ese silencio y a esa vida, el redactor ha cumplido: evitó adjetivos, metáforas y toda grandilocuencia. Sólo lo recordó con precisiones. Como él hubiera querido.

Esta fue la primera imagen de Leloir que conocieron los argentinos en octubre del ’70: él, su gastado guardapolvo, su hoy célebre silla atada con alambre.

Esta fue la primera imagen de Leloir que conocieron los argentinos en octubre del ’70: él, su gastado guardapolvo, su hoy célebre silla atada con alambre.

Leloir con GENTE en 1972, reportaje exclusivo.

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Leloir en el instituto de investigación, con sus compañeros de equipo, descansando y tomando mate cocido.

Leloir en el instituto de investigación, con sus compañeros de equipo, descansando y tomando mate cocido.

Con su mujer, Amelia Zuberbühler (44 años de casados), en su departamento de la calle Newton.

Con su mujer, Amelia Zuberbühler (44 años de casados), en su departamento de la calle Newton.

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