Las llamas de un amor eterno – GENTE Online
 

Las llamas de un amor eterno

Frida la llameante, llevada por las llamas, espérame en el fuego
(Diego Rivera, julio de 1954. Escribió este epitafio en un cuaderno mientras los restos de Frida Kahlo se tornaban ceniza en el crematorio de la ciudad de México)

La tragedia empezó mucho antes que la gloria. Frida, venida al mundo en 1907, fue un cuerpo martirizado desde sus apenas 6 años. Podría aquí contarse el desgarrador paso a paso, gota a gota, día a día, pero es insoportable. Mejor vaciar todo el cargador sin soltar el gatillo. Historia clínica. Paciente: Frida Kahlo. 1913: poliomielitis con deformación total de pie derecho y postración total durante un año. 1925: fractura de columna vertebral y desgarro de vientre por accidente de tránsito. 1950 a 1953: cinco abortos provocados por malformaciones uterinas. Seis operaciones de columna (entre marzo y noviembre de 1950). En total, 35 operaciones desde su accidente. 1953: amputación de pierna por gangrena. A lo largo de tres décadas, uso permanente de corsés: 28 en total, de distintos materiales: yeso, cuero y acero.

Acta de defunción: muerte por embolia pulmonar, 13 de julio de 1954.

Pero ahora vuelve a la vida: un teclado de máquina de escribir o de computadora lo pueden todo. Ahora es Magdalena Frida Kahlo y Calderón, recién nacida en Coyoacán, en la penumbra de la Casa Azul donde vivirá, sufrirá, amará y se dejará morir (“No pudo soportar tanta lucha”, sentenciará su médico) a lo largo de los trabajos y los días de sus 47 años sobre la Tierra. Nace sietemesina –primer esbozo de tantos dolores–, casi estrangulada por el cordón umbilical –preludio de muerte–, mientras comadronas mexicanas arropadas de negro y fatalistas dicen que “parece un renacuajo descolorido”. A los 18 años apuesta a ser médica, se inscribe en la Escuela Nacional de Preparatoria, y mientras dura ese burocrático trámite descubre, en lo alto de un andamio, un furioso cuerpo que pinta con furia un mural de no menos furiosas dimensiones. “Tendrá unos 40 años”, calcula, y acaso se enamora de él sin saberlo. Llega el año 29 –masacre de San Valentín en Chicago, crack de la Bolsa en Wall Street, pánico en el mundo, nacimiento de un chico negro al que bautizan Martin Luther King–, y la fotógrafa comunista Tina Modotti le presenta a ese Diego Rivera de casi 140 kilos, ojos que lanzan rayos y centellas y lenguaje brutal, que cuatro años antes danzaba en aquel nunca olvidado andamio. Rivera es comunista desde las uñas de sus pies hasta ese bigote aclarado con agua oxigenada. Rivera es violento como Billy The Kid y brutalmente hedonista. Carga revólver y lo usa. Tanto que el día de su boda no manda al otro mundo a un invitado por cosa de centímetros. El es fuego, ella estopa, y como jura el refrán, “llega el Diablo y sopla”. La enamora, la lleva a la cama, la transforma. Basta de largas polleras que ocultan las atroces cicatrices y la renquera que le dejó el tranvía que la hizo pedazos. Ahora, ropas de campesina y de india, cintas de colores, anillos en los diez dedos, exaltación del bozo (bigote) que ella tiñe como puede (lija, decolorante) y de la pelambre de las axilas. “Me gustan tus pechos, parecen senos maternos”, le dice como el más sutil de los requiebros. Se casan. Ella pocos hombres ha conocido, y también mujeres… El, “cuanta hembra se cruza a mi paso: estás advertida”; el que avisa no es traidor. Atraviesan tres divorcios, tres reconciliaciones –sanguíneas y de cama crujiente–, y al cabo, después de que Pablo Ruiz Picasso, el monstruo, le dice en una carta que “ni tú ni yo sabemos pintar caras como Frida”, admite: “Es cierto, carajo: ella pinta mejor que yo”. No sólo don Diego le cambia el ropaje (nada de look: esa palabreja sajona es pura frivolidad): la hace comunista, la bambolea entre Lenin, octubre del 17, el acorazado Potemkin, Trotski, Stalin, Mao, el Politburó, la Plaza Roja, el Kremlin. Ella, por amor o acaso por terror, se torna en fanática pecé. Tanto que su ataúd va a parar a las llamas envuelto en la bandera de la hoz y el martillo, mientras quinientas almas cantan La Internacional: “Arriba, los pobres del mundo/De pie, los esclavos sin pan”. Eso, más los vibrantes corridos y rancheras urdidos a la sombra y a la luz de la Revolución Mexicana (ese sueño eterno) y de los Dorados de Pancho Villa. Curioso: él, rojo hasta el tuétano, acepta ir a los Estados Unidos, cobra los pingües dólares con que John Rockefeller le paga un mural (alta traición que Rivera equilibra pintando un libelo comunista pagado por el súper capitalista del planeta: “doble traición”, dirán sus críticos), y obliga a Frida a vivir en un país del que detesta todo: desde los breakfasts de jamón y tocino hasta la bandera de las barras y las estrellas. Interin –uno de los tantos de su sanguínea vida–, él le pone gruesos cuernos de afilados pitones con Cristina Kahlo, de profesión cuñada. “Me corneaste, te corneo”, jura ella, y retoza por las mil y una camas al conjuro de las mil y una copas, poco importa si de bourbon, scotch o británico gin. Tiene, como corresponde a un personaje histórico, un amante histórico: León Trotski, más tarde asesinado –certero golpe de piqueta en la nuca, muerte súbita– por el español Ramón Mercader, esbirro del Carnicero Mayor José Stalin. Tercer casamiento, pero bajo contrato a viva voz: “Nada de sexo”, exige ella. Y don Diego acepta. Entre otras cosas, porque “… se ha convertido en una mezcla de Buda y batracio, un monstruo antediluviano y entrañable, con enormes ojos saltones y un vientre redondo y terso que me gusta lavar con una esponja”, escribe ella en su diario –los misterios del erotismo–, y él le contesta con ígneas cartas que firma “Tu sapo-rana”. Ella, pobre, pinta como puede, postrada, doblada por dolores infrahumanos que sólo calman (apenas) generosas ampollas de morfina. Pero, quebrada, rota, lacrimosa, aullante, urde unos doscientos cuadros y se abre paso en los mercados más crueles y rigurosos: Londres, París, Nueva York. Edward Robinson, eterno gángster de Hollywood pero exquisito coleccionista off cámaras, le compra cuatro óleos, y mucho después, cuando Frida es sólo unas frías cenizas durmientes en un jarrón precolombino de Coyoacán, Madonna paga una fortuna por dos cuadros y –casi– termina de escribir (poderoso caballero es Don Dólar) la leyenda de Frida Kahlo, que acabó sus días torcida como un viejo árbol, en silla de ruedas, y contra la orden de ¡prohibido! de su médico, marchando a la cabeza, y envuelta en obvia bandera roja, en una manifestación contra el Made in USA bombardeo a Guatemala contra el presidente Jacobo Arbenz, declarado enemigo de los intereses de la United Fruit capitaneada por el secretario de Estado, John Foster Dulles. Acabados los ecos de la marcha, escribe esta vez: “Espero alegre la salida, y espero no volver jamás”. Mientras, sus trabajos y sus días empiezan a ser, si no mito, leyenda. Sus palabras, dogma: “Esos h… de p… intelectuales, culpables de los Hitler y de los Mussolini, me provocan vómitos”. El gran dinero la adopta: no sólo sus cuadros valen fortunas: Elsa Sciaparelli, modista haute couture celebérrima, inventa la línea Madame Rivera (Riverá, en realidad, con acento, a la francesa…). Los editores de Vogue, un templo de los magazines más lujosos del globo terráqueo, le dedican la tapa: primer plano de las manos de Frida, cada uno de sus dedos ornado por anillos. Su último cuadro, pintado entre estertores (una sandía sobre roja y fresca carne), multiplicó por diez, cien o mil su valor. Diego Rivera, entre nostálgico y culpable, volvió a la Casa Azul de Coyoacán y murió de cáncer de pene tres años después que Frida. Triste, solitario y final (gracias por este dictado, Osvaldo Soriano), a los 71.

Frida pinta su autorretrato mientras Diego la mira y la juzga. Es 1940. Esta escena histórica se ve por estos días en la muestra del Centro Cultural Borges.

Frida pinta su autorretrato mientras Diego la mira y la juzga. Es 1940. Esta escena histórica se ve por estos días en la muestra del Centro Cultural Borges.

“<i>A los 18 años, cuando vi a ese hombre enorme y feroz pintando un mural y a caballo de  un andamio, supe que ya nada podía separarnos</i>” (Del diario íntimo de Frida Kahlo)

A los 18 años, cuando vi a ese hombre enorme y feroz pintando un mural y a caballo de un andamio, supe que ya nada podía separarnos” (Del diario íntimo de Frida Kahlo)

Frida y Diego (by Kahlo, 1931), una de las obras que inmortalizaron su pasión.

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