“La vida en la villa vale más que cualquier amenaza” – GENTE Online
 

“La vida en la villa vale más que cualquier amenaza”

Fuerza, Pepe: tu familia está con vos”, se lee en un cartel blanco con letras naranja. Detrás se encolumnan decenas, cientos de grandes y chicos –argentinos, paraguayos y bolivianos–, para quienes el padre José María “Pepe” Di Paola (46) es de su propiedad. Coordinador del Equipo de Sacerdotes de Villas de Emergencia y al frente de la parroquia de Caacupé, desde hace doce años dedica día y noche a la barriada de Parque Patricios, una de las más pobres de la Ciudad de Buenos Aires. Para sus seguidores no es uno más: es su cura villero. Por eso, el domingo 26 nadie faltó a misa.

“Caacupé reza, calla y trabaja”, es el lema de Di Paola, legible en otra tela que flamea entre cables y postes. Con su pelo desprolijo y sus ojos claros transita los pasillos de la villa, entra y sale en bicicleta, come lo que hay en la mesa que lo invita, se detiene si alguien quiere hablarle, da el primer paso para acercarse a chicos acorralados por el paco. Días atrás, en la calle Pepirí, cerca de su iglesia, un desconocido lo abordó: “¿Vos sos Pepe Di Paola? Raja de acá, porque vas a ser boleta cuando dejes de estar en los medios. Te van a boletear, te la tienen jurada”. Sucedió tres días después de que los sacerdotes dieran a conocer el documento “La droga en las villas: despenalizada de hecho”. Allí describen los padecimientos cotidianos de los adictos al paco y sus familias, además de insistir en la necesidad imperiosa de una mayor presencia del Estado.

El domingo 26, a las 11.30, las villas 21, 24 y el barrio Zavaleta fueron una sola familia, la del “curita de los pobres”, que se reunió en la calle Osvaldo Cruz al 3400, en la puerta de la parroquia, excedida en capacidad para cobijar el incondicional amor de los amigos, las lágrimas de las madres, la complicidad de los jóvenes. Canciones de misa con ritmo de chamamé, oraciones en guaraní, trajes tradicionales de Bolivia y Paraguay, y la intuición de que después habría choripán y locro, componían el abanico de culturas que tanto enorgullece a los sacerdotes de las villas.

Monseñor Oscar Ojea, obispo auxiliar del Arzobispado de Buenos Aires, encabezó la celebración. En la homilía destacó la labor de los sacerdotes de las villas: “Desde hace muchos años están viviendo con los hermanos más pobres y nutriéndose de la fe del pueblo”.

También se refirió al documento de la polémica: “Es una invitación al diálogo sobre un problema que tiene que ver con los que lucran con la muerte de nuestros chicos, y también con la falta de solidaridad, de escuchar, de acompañamiento”.

Miriam Díaz aplaudió a su compadre Di Paola hasta que le dolieron las manos. El cura es, además, padrino de su hijo Víctor, que el año pasado estuvo internado 23 días en el sanatorio Franchín. Tiempos duros, cuenta Miriam. “Pero Pepe no faltó ni un solo día a las tres de la tarde, la hora en que nos reuníamos a rezar”. Miriam vive desde hace 25 años en la villa de Parque Patricios, es catequista y recuerda cuando “Osvaldo Cruz, donde estamos celebrando la misa, era la calle de la delincuencia. Pero ahora, con Pepe la villa cambió. El se mete en todos los pasillos. Le podemos golpear la puerta a cualquier hora, que él abre sin fijarse en el color de piel, sin preguntar la religión, la raza o el estudio”.

Luis Cano, miembro del grupo de hombres de Caacupé, también recuerda cuando la villa estaba dividida en dos por la avenida Iriarte. “Antes no se podía cruzar de un lado al otro. Después armamos el grupo juvenil y organizamos un campamento. Los pibes salieron separados en dos micros y volvieron todos amigos. Pasaron doce años y hoy el barrio es uno solo. Ahora todos estamos sufriendo el paco. Donde tomo el colectivo hay un grupito de diez chicos que no tienen más de siete años y, si los ves, están arruinados, pobrecitos. Es terrible”. Los curas de la Pastoral de Villas saben que el peligro está en los pasillos de tierra, en las riberas del Riachuelo, en las noches oscuras que nunca son silenciosas. Pero dicen que son los mismos riesgos de sus vecinos. “La vida en el barrio sigue, en las casas y en las capillas”, explica Jorge Torres, sacerdote en la villa Rodrigo Bueno, en la Costanera Sur.

Di Paola toma la palabra: “La villa es un ejemplo, porque se levantó con el esfuerzo de los hombres y las mujeres de varias generaciones. Así como en las villas necesitamos cosas para vivir mejor, el resto de la Ciudad también necesita conocer más las villas”.

“Oh, lelé/ oh, lalá/ el padre no se va”, cantaban al unísono los feligreses, que fueron tantos más de los esperados que las hostias no fueron suficientes. “¡No te vayas de la villa!”; “¡Queremos vivir con vos!”; “¡Sos nuestro ángel!”, le gritaban. “La amenaza es la muerte, el cariño de la gente es la vida. Esta es mi casa y ustedes mi familia. ¡Vivan todos nuestros barrios obreros!”, les dijo. “¡Viva!”, respondieron cientos de gargantas.

La misa terminó. Treinta minutos después, los voluntarios desarmaron el altar y guardaron los pocos bancos desperdigados. El rumor del soleado mediodía de domingo silenció los últimos versos de El Cristo de los villeros: “Cristo de rancho y madero/ Cristo de amor y sin techo/ Cristo fraterno y derecho/ con el alma de villero”. Mientras tanto, Pepe Di Paola seguía saludando, uno por uno, a los suyos, a su familia.

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