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La tragedia del Perú

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La tierra se mueve. Aún hoy, lunes 20 de agosto, se mueve. Hace cinco días que sucedió el terremoto de 7,9 grados que devastó Pisco y destruyó el 96 por ciento de las casas del centro de la ciudad, pero las réplicas (fueron 422) todavía aflojan las piernas y el suelo parece que se deshace. Frente a la plaza principal, entre los polvorientos escombros del hotel Embassy –cuyo esqueleto inútil de cemento podría, como una paradoja, volver a derrumbarse–, Martín Rodas camina rodeado por bomberos y rescatistas, indiferente a los estertores de la tierra. Lleva consigo una fotocopia con la cara de su hijo Pedro, de 31 años, empleado de Techint y miembro de los boy scouts de Ayacucho, a quien busca. El hombre intuía el desenlace: acaban de recuperar dos cadáveres, y uno es, fatalmente, el de su muchacho.

La estadística mueve su aguja trágica: por ahora son 503 los muertos, 1.039 los heridos, 35.214 las familias damnificadas en todo Perú. Y aquí, a 280 kilómetros de Lima, la capital, son 16 mil los que no tienen a dónde ir a vivir, salvo a la calle. O, como hizo la mayoría, buscar la ruta Panamericana y huir de las ruinas y el espantoso olor a muerte de esta ciudad de 120 mil habitantes, donde sobran el hambre, la sed y el miedo. Lo que hará, en un rato más, Martín Rodas. Ya no tiene nada más que hacer. Al cuerpo de su hijo lo trasladarán a su ciudad natal. Y él se despide de estos enviados de GENTE que lo acompañaron en su peor hora: “Ahora no lloro más a Pedro: me lo llevo conmigo...”. Casi como Margarito Duarte en La Santa, uno de los Doce cuentos peregrinos que imaginó Gabriel García Márquez, en el que un padre recorre dos continentes cargando el cadáver de su hija. Pero esto no es realismo mágico. Es realismo trágico.

VIAJE AL INFIERNO. El sábado, Lima se desvanecía por el espejo retrovisor, mientras la Panamericana Sur nos llevaba al epicentro del sismo. La autopista, deshilachada en grietas y atestada de vehículos que transportaban ayuda, nos obligó a circular a paso de hombre. Tres horas demoró el trayecto hasta Chincha, la primera ciudad asolada por el temblor. Pero no es la tierra lo que ahora da miedo. La familia de José Salvador Pachas y Rosanapa Sánchez estaba en su casa cuando sobrevino el terremoto. “El techo se aventaba como si lo movieran las olas del mar, el piso subía y bajaba, y no terminaba nunca”, cuenta la mujer. Casi sin nada, pero con vida, se mudaron a un baldío junto a cuatro familias. Pero no quieren alejarse demasiado de la escasez que comparten, dice Rosanapa: “Anoche hubo saqueos en la Plaza de Armas de Grocio Prado. Los presos que escaparon de la cárcel todavía están por la zona, asaltando”. A su lado, Gladys Atuncar suma preocupaciones: “Tengo que esconder a mis hijas, porque los vándalos no tienen límites... ¡Si ya atacaron hasta el hospital!”.

Cerca de allí, junto a una pila de escombros de adobe, Manuel Torres Taseico y Yolanda Castilla derraman lágrimas entre los surcos de su vejez. “No hay agua ni para la chacra. ¿Qué voy a sacar de la cosecha?”, se lamentan. Podrían ir a la Plaza de Armas, donde entregan víveres, pero se abrazan a lo poco que tienen: “¿Cómo vamos a dejar la casa solita? Me dan pena mis poquitos gansos y pollos. El día antes del temblor nacieron tres pollitos, mírelos...”. Y sus ojos se iluminan, como si fueran sus hijos que han sobrevivido.

Más adelante, una procesión fúnebre avanza acompañada por una fanfarria. Es el adiós final a Estemaría de la Cruz, de 84 años, que murió en su casa. “Estaba sola, porque su hijo se había ido a trabajar. Tardamos en enterrarla porque no conseguíamos un ataúd”, explica una sobrina como si tuviera que justificarse. Los vecinos la despiden con respeto y silencio. Los perros miran, pero no ladran: ellos también están desorientados y asustados. En la ruta, son muchos los que piden: agua, comida, abrigo. “¡Mamacita, por los niños, necesitamos leche!”, suplica una mujer que se pierde en el paisaje marrón.

Cae la noche al llegar a Pisco. Y a su desolación. Polvo, silencio y oscuridad. Y militares por todos lados exhibiendo sus armas, protegiendo a quienes nada tienen de quienes tienen todavía menos que nada. Cuando los ruidos de las topadoras se callan, comienzan otros, los de las balaceras. En la Plaza de Armas, frente a los restos de la iglesia de San Clemente, médicos, enfermeros, bomberos y rescatistas improvisan un campamento común. Una mano temblorosa escribió en una esquina: “Construyamos lo que falta en vez de destruir lo que existe”. Un camión resguarda cuatro cadáveres que aún no fueron identificados. Pablo Pérez, bombero voluntario de Lima, llora su angustia: “Siento frustración... Saqué 106 muertos y un solo sobreviviente”. Y cuenta que, trabajando codo a codo con ellos, hay nueve voluntarios argentinos que se sumaron a equipos llegados desde Venezuela, España, México y Canadá.

No es sencillo encontrar a los compatriotas. Están allí por propia decisión y un poco por casualidad. “Nosotros somos el grupo de rescate de la minera sanjuanina de Veladero, y estábamos en Lima para una competencia, pero nos pusimos a disposición para venir a Pisco después del terremoto”, explica Roberto González, líder del grupo, que comparte una ronda de mate a metros del hotel Embassy con sus compañeros, después de haber recuperado cinco cuerpos, entre ellos el de una niña de diez años que quedó atrapada en un instituto de inglés y murió casi sin darse cuenta, con la birome azul en su mano derecha. Su padre, maestro de escuela, no se movió de la puerta durante dos días y medio aguardando el rescate. “Es triste saber que sólo recuperamos cadáveres, pero para las familias es fundamental darles sepultura a los suyos”, añade González.

EL ORO Y EL BARRO. Tras la primera noche, muchos habitantes costeños de Pisco –en su mayoría pescadores– se hicieron eco del rumor de un posible tsunami. Entonces abandonaron sus viviendas, cruzaron la ciudad y se establecieron en precarios campamentos en las zonas altas, como la Villa Tupac Amaru II, donde el jueves se registraron 14 enfrentamientos a balazos. Y los recién llegados se llevan la peor parte, porque ni siquiera reciben la ayuda humanitaria. Entre ellos está Redulfo Serna Campos, de 75 años, que no se avergüenza al llorar junto a su esposa, Isabel, de 69. La hija de ambos, María y su nieta, Anahí, estaban en el coro de la iglesia de San Clemente, la construcción que concentró la mayor parte de las víctimas fatales de todo Perú: entre 60 y 140. Supieron, por testigos, que ambas lograron arrastrarse hasta la puerta, pero en ese momento el techo se desplomó y las mató. “Sólo la fachada quedó en pie”, justifica la abuela, que protege a Oliver y Stefano, sus otros nietos. Su marido retruca: “Durante las primeras horas había gente con vida, pero los que llegaron a ayudar discutían entre ellos. Ni nos daban palas para remover escombros. Mis hijos varones, que estuvieron ahí, todavía tienen sus manos ampolladas de sacar piedras”.

Allí, en ese templo que guardaba el paso del general San Martín por el lugar y que será demolido, también perdió a casi toda su familia Pablo Grimaldo Luque: su esposa María, sus hijos Yanina, Jonathan y Lucas, y su nieta Juliana. Sin embargo, como si quisiera exorcizar ese horror, como secretario general del Sindicato de Construcción Civil, se puso al frente de un grupo de rescatistas. “Recuperé los cuerpos el viernes, ya en descomposición. No querían que los viera, pero necesitaba despedirme de ellos. Estaban todos juntos, tratando de salir de la iglesia. Ahora, La Chata, como le decían a mi señora, está con Dios. Me quedan dos hijos, Roberto y Aníbal”, cuenta con un hilo de voz. Pese a todo, no se irá de Pisco: “Tengo mi tragedia al final del día, tengo pesadillas, me despierto pensando que tengo que llamar a mi esposa, y recuerdo cuando daba la propina a mi niña cada día. Pero también soy fuerte y tengo que ayudar, seguir trabajando. Ya se logró recuperar al 80 por ciento de las víctimas, y ahora hay que reconstruir la ciudad”.
Quien sí sobrevivió al derrumbe de la iglesia fue su párroco, el sacerdote español Alfonso Berrade Urraiburu, quien le relató a GENTE su milagroso escape: “Durante el sismo me tomé de una puerta interior del templo. Cuando cayó el primer trozo de adobe me arrojó al piso, pero el resto se desprendió hacia otra dirección, así que pude salir por mis propios medios”.

No todos tienen un alma luminosa como la del albañil Grimaldo Luque. Después del desastre y ante la falta de provisiones, muchos comerciantes comenzaron a vender sus productos al doble o más de su precio original. Por ejemplo, ofrecen ocho panes por tres soles (que cotiza a 3,25 por dólar), una gaseosa por dos soles –cuando costaba uno–, un viaje en mototaxi multiplicó por cinco su valor, y hoy hay que pagar diez soles. También se encareció el arroz, de 1,80 soles a 2,80 y el pollo, que pasó de 4,80 soles... ¡a 15! Además, como sobran los dedos de una mano para contar los grupos electrógenos que ofrecen la energía que cortó el temblor, se creó un nuevo negocio: la carga de celulares a 2 soles.

LOS MUERTOS, LOS VIVOS Y LOS FANTASMAS. El drama humanitario recién comienza. En el hospital San Juan de Dios ya no hay barbijos para repartir. Tampoco funciona el laboratorio ni la sala de rayos X, y el quirófano lo hace a medias. “Aquí llegaron unos 150 cadáveres, pero muchos fueron retirados directamente de la plaza, y otros enterrados por sus familias”, dice la doctora Rosa Micuña, a cargo de la Guardia. Médica clínica y psiquiatra, le preocupa la cantidad de personas que sufren del síndrome de estrés postraumático, cuyos síntomas se perciben en cada mirada, cada conversación o cada abrazo. “Están desesperados y temerosos. Sienten que va a venir otro temblor y lloran constantemente”, sostiene.

Tampoco el cementerio ni sus muertos se salvaron del desastre: los nichos están rotos y los ataúdes desparramados por doquier. Una zona parquizada se convirtió en improvisada fosa común, donde colocaron cinco féretros por cada pozo. Micuña recita, ya de memoria, las necesidades más urgentes: pastillas potabilizadoras de agua, baños químicos, agua y que se rehabilite el servicio de recolección de residuos. Afortunadamente, desde el domingo por la noche comenzó la fumigación de Pisco, para evitar las epidemias y el olor nauseabundo, a muerte, que se adhiere a la piel.

Lo que ninguna medida podrá evitar es el miedo a un nuevo temblor. A que la tierra mansa, de pronto, se transforme en un caballo desbocado, apocalíptico, mortal.

Las casas de adobe de la región fueron de arena ante la fuerza del sismo.  Una mujer monta guardia mientras su hija duerme sobre un colchón en el suelo.

Las casas de adobe de la región fueron de arena ante la fuerza del sismo. Una mujer monta guardia mientras su hija duerme sobre un colchón en el suelo.

El jueves, tras el temblor, los voluntarios comenzaron a recuperar los primeros cadáveres.

El jueves, tras el temblor, los voluntarios comenzaron a recuperar los primeros cadáveres.

El centro histórico de Pisco quedó en ruinas, el 96 por ciento de las casas y los edificios deberán ser reconstruidos por completo. En la Plaza de Armas se improvisó una morgue al aire libre, donde se vivieron escenas desgarradoras.

El centro histórico de Pisco quedó en ruinas, el 96 por ciento de las casas y los edificios deberán ser reconstruidos por completo. En la Plaza de Armas se improvisó una morgue al aire libre, donde se vivieron escenas desgarradoras.

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