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La quinta de San Vicente hoy

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San Vicente era el refugio de amor, el descanso de todo trabajo”. Juan Domingo Perón hablaba así de la quinta 17 de Octubre, adonde regresó este martes, para siempre. La misma que casi dejó de visitar después del 26 de julio de 1952, cuando murió Eva Perón (y por quien todos los relojes permanecen –menos uno, el del dormitorio principal– con las agujas clavadas en las 20:25, hora de su muerte), a quien se la regaló el 30 de mayo de 1946, poco después de casarse y que Evita cumpliera 27 años, y en la que descansará, en el mausoleo levantado en un sector de las 19 hectáreas.

La compramos porque era muy solitaria; ahí comenzaba la pampa…–dijo alguna vez–. El pueblo estaba a diez cuadras”. Según cuenta la historiadora Araceli Bellota, “poco después de su casamiento, el matrimonio Perón decidió comprarle al coronel Domingo Mercante, un estrecho colaborador del General y luego gobernador de la provincia de Buenos Aires, la Quinta Nro. 67 en San Vicente, ubicada en la calle Lavalle entre Güemes y Cuyo (hoy Eva Perón), por la que pagaron 12.000 pesos moneda nacional al contado”. Según el censo de mayo de 1947, la ciudad de San Vicente tenía apenas 2.189 habitantes. Ese mismo año, y con un crédito del Banco Hipotecario de 50 mil pesos, construyeron un chalet de cinco habitaciones. Todavía está en pie, aunque el mobiliario original fue saqueado en 1955, tras la Revolución Libertadora.

Hoy, la decoración y los muebles remiten a los comienzos de la década del 70, cuando Perón, entonces casado con Isabel, le pidió a su mujer que la conservara. Sin embargo, tras el golpe de 1976, la quinta fue el último lugar donde estuvo encarcelada Estela Martínez antes de partir a España. No durmió en la cama que perteneció a Eva, sino en un cuarto contiguo. Pero no es allí donde regresó Perón. Es a los fines de semana en que, al volante de su Packard y con Evita a su lado, desandaba la avenida Pavón hacia el Sur y llegaba, entre el polvo, a ese refugio. “Cuando llegaba a San Vicente iba con los pelos de punta; no quería oír el rock and roll (sic) sino algo distinto, que me apaciguara los nervios… Nosotros queríamos estar solos, hablar de lo que queríamos y andar como queríamos – continúa relatando el General–. No teníamos con nosotros más que a un italiano que nos cuidaba la finca. Pero cuando estábamos allí, no queríamos a nadie y era ella, Evita, quien hacía las camas, y yo la comida. Soy muy buen cocinero, hago buenos canelones y tallarines a la boloñesa o a la parmesana”.

Los días comenzaban a las cinco en punto. “Me levantaba, tomaba mate cocido y daba un paseo”, contaba Perón. El grito de los teros alertaba al casero de que el General ya estaba despierto, dando vueltas por el parque. Más tarde aparecía Evita, quien alguna vez contó: “Nunca me maquillé en esos días, andaba a pura cara lavada, el pelo suelto, una camisa de él y un par de pantalones”. Ella se encargaba de mantener sus flores favoritas, las rosas, que compraba en el vivero Las Casuarinas. El agua, de un aljibe que aún existe, se la llevaba Perón. Al mediodía, inevitable, el menú era un asado, regado con vino semillón (marca León o El Vasquito) con soda y hielo. Por la tarde salían a cabalgar: Perón en su caballo Mancha; Eva, en su yegua Esterlina. “Era una excelente amazona”, recordaba su esposo. Luego llegaba el turno del mate con bizcochos de grasa, que iban a buscar en sulky al pueblo. Más tarde, en una sala con techo abovedado, practicaba lances de esgrima. Y Eva tocaba el piano. Por la noche, como dijimos, era el turno de poner a prueba la capacidad de Perón como chef. Y, temprano, se iban a la cama. “Nos retirábamos a nuestro dormitorio entre las nueve y las nueve y media de la noche, nos perfumábamos para nosotros, ella usaba Marcel Rochard y yo una colonia tipo Atkinson, pero nos quedábamos leyendo, casi siempre, hasta las doce o una de la mañana”. La enfermedad de Eva los alejó de a poco de ese lugar. Su muerte hizo que Perón reservara aquella quinta sólo para que viviera en su memoria.

En 1989, una ley sacó al lugar del ostracismo y el abandono. Hoy, además del Mausoleo, funciona en el predio el Museo Histórico 17 de Octubre, que dirige Dora Rodríguez y pertenece a la Dirección Provincial de Patrimonio Cultural, y está el Tren Presidencial de trocha angosta, fabricado en 1908 en Tafí del Valle, Tucumán, que funcionó hasta 1966. Mil personas, en promedio, visitan el lugar todos los fines de semana.

Allí está, hoy, Juan Domingo Perón. Como en 1946, cuando compró la Quinta 17 de Octubre, espera a Evita. Pero ése, cuando se escriba, claro, será otro capítulo de su historia de amor. El último.

Perón y Evita, en las vacaciones de invierno de 1948, frente al fuego, en el living de la Quinta de San Vicente. La imagen apareció en la edición del 5 de agosto de ese año en el diario <i>Democracia</i>, sin consignar al autor de la fotografía.

Perón y Evita, en las vacaciones de invierno de 1948, frente al fuego, en el living de la Quinta de San Vicente. La imagen apareció en la edición del 5 de agosto de ese año en el diario Democracia, sin consignar al autor de la fotografía.

La misma sala, con un retrato de Eva sobre el hogar, hoy. Los muebles son los que compró Isabel Perón en 1973.

La misma sala, con un retrato de Eva sobre el hogar, hoy. Los muebles son los que compró Isabel Perón en 1973.

En el salón de esgrima, cuyo techo se construyó abovedado, Perón pasaba las tardes de los fines de semana. Tiempo después se transformó en salón de música.

En el salón de esgrima, cuyo techo se construyó abovedado, Perón pasaba las tardes de los fines de semana. Tiempo después se transformó en salón de música.

Desde su infancia en la Patagonia, Perón tenía un gran amor por los perros. Aquí, con su caniche. Y Eva, con el pelo suelto, como solía tenerlo en San Vicente.

Desde su infancia en la Patagonia, Perón tenía un gran amor por los perros. Aquí, con su caniche. Y Eva, con el pelo suelto, como solía tenerlo en San Vicente.

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