La masacre de Virginia Tech – GENTE Online
 

La masacre de Virginia Tech

No había podido dormir. La noche del día en que mataría a treinta y tres personas –él incluido–, Cho Seung-Hui amaneció a las 4:40 de la mañana, aunque en realidad no había podido dormir. Recostado boca arriba en el cuarto del West Ambler Johnson Hall, apuntaba al cielorraso su mirada ida, perturbada, casi sin parpadeos, mientras repasaba una y otra vez el plan de acción que venía preparando desde hacía dos semanas. De manera repentina, en calzoncillos, saltó, caminó cuatro pasos y medio, se miró al modesto espejo y movió la cabeza a ambos lados, como rearmándose. Una leve mueca ante su propia imagen demostraba que su flamante corte de pelo de la víspera, cierto rapado, lo terminaba de convencer. Con sus manos abiertas recorrió su cráneo, avanzó hacia el cuello, giró y, descalzo, buscó una pared libre y su pocket digital. La posó en una mesita, encendió la luz y grabó veintisiete archivos de video, unos diez minutos, donde se definió como “mártir”. Sacó un bolso de debajo de la cama, tomó del interior una navaja, un martillo y dos pistolas, una Glock 9 estándar, adquirida cinco semanas antes en una armería cercana, de Roanoke, por 571 dólares, que abonó presentando su tarjeta de crédito; y la Walther P22, que obtuvo de un distribuidor de Blacksburg, por 300.

Pronto programó la cámara digital en cuarenta y tres oportunidades, y posó enajenado en remera negra, blanca y chaleco blindado. Encendió la PC, bajó las imágenes a un DVD, buscó papel, redactó en marcador fino oscuro un manifiesto de mil ochocientas palabras, ensobró todo y lo dejó sobre su escritorio. Arrancó una hoja de carpeta. Escribió: “Contra los niños ricos, contra la decadencia y contra los embusteros charlatanes”. La colgó en un corcho, sostenida por dos chinches, se calzó un pantalón color caqui, zapatillas, y guardó las armas y herramientas en el bolso. Colocó los 905 gramos de la Glock en su cintura, la cubrió, abrió la cerradura y subió cuatro pisos por la escalera, buscando a una víctima puntual: Emily Hilscher, 19, estudiante de primer año, su amor no correspondido, su obsesión. Obvió preámbulos. Entró al dormitorio, le apuntó y disparó. Salió caminando. Entonces se topó con Ryan Clark, otro estudiante. Tampoco dudó. Lo amedrentó fríamente. Eran las 7:19 y una llamada al 911 de la policía privada de Virginia Tech, apócope de la Universidad Estatal de Virginia y el Instituto Politécnico, alertaba sobre el ruido de disparos. Bajó trotando, miró hacia los costados y penetró de nuevo en su habitación.

Algo urgía al capricorniano nacido un 18 de enero de 1984 en Seúl, Corea del Sur, que emigró en 1992 junto a sus padres y su hermana mayor (hoy graduada de la prestigiosa Universidad de Princeton), hartos ya de estar hartos de alquilar un sótano y no progresar vendiendo libros usados, e instalándose primero en Detroit y luego en Centreville, condado de Fairfax, una zona opulenta cercana a Washington DC, donde la familia regenteaba una lavandería. Metió la mano derecha bajo la cama, volvió a sacar el bolso, introdujo el sobre con el DVD y el manifiesto de mil ochocientas palabras, corrió el cierre y marchó a mandarlo por Express Mail a las oficinas neoyorquinas de la NBC News, consciente de que el envío llegaría a destino ya consumado su objetivo. De allí una de las frases del texto rescatada tres días después por el presidente de la cadena, Steve Capus, firmada por el causante de la masacre: “Esto no tendría que haber sucedido”. Pagó con quince dólares, le regresaron veinte centavos. No agradeció, de la misma manera que no solía saludar –tardaba quince segundos en contestarles a los conocidos– y acostumbraba a hablar mediante susurros, jugar solo al básquetbol, firmar con un signo de interrogación y tararear la versión en castellano de Lonely (“Sr. Solitario”), de Akon. Cumplido el mandato postal, enfiló ahora al edificio Norris, de Ingeniería y Ciencia, ubicado en el lado opuesto del campus, a tres kilómetros del complejo de residentes. No bien ingresó, a las 9:05, encadenó los picaportes desde adentro. Entonces abrió el bolso, retiró unos lentes oscuros, una máscara y una gorra marrón y comenzó a recorrer las instalaciones e invadir las aulas amenazando con las pistolas, a la voz de “Hola, ¿cómo les va?”, dejando al descubierto la inscripción Ismail Ax, en tinta roja, tatuada en uno de sus brazos. Un peculiar doble término que aún carece de explicación.

A esa altura, el personal recibía mails externos que informaban sobre el tiroteo de dos horas antes, si bien no atinaban a suspender las clases. No obstante, el estruendo y los gritos se encargaban por sí de propagar la noticia y el pánico. Sin preámbulo, entró a un aula, mató al profesor Kevin Granata, de Ciencia e Ingeniería Mecánica, y empezó a acribillar estudiantes. Intentó ingresar al siguiente curso, pero el catedrático rumano-israelí de Matemática, Liviu Librescu, sobreviviente del Holocausto, bloqueó la puerta con el cuerpo y pidió a los alumnos que saltaran por las ventanas. Terminó asesinado; sus jóvenes, indemnes. Furioso, el moreno asiático de 23 años insistió en el aula lindante, saludó al instructor de Lengua y Literatura Alemana, James Bishop, y preguntó uno por uno: “¿Sabés en qué sitio encuentro a mi novia?”, “¿Sabés en qué sitio encuentro a mi novia?”, abriendo fuego ante la negativa o la falta de respuesta, y ajeno a que varios centenares de los 26.371 alumnos, de treinta y cinco países, intentaban huir o se escondían, en silencio, obstaculizando los accesos y rezando. Hasta que el responsable de la peor matanza en la historia de un centro educacional norteamericano resolvió detener por sí mismo, mediante un disparo en la sien, su peregrinar asesino, quizá tras comprobar que por su gatillo habían perecido treinta y dos personas y que él sería la treinta y tres. Como la edad de Cristo al morir crucificado. Como si el mártir de tanta locura fuese el mismo Cho Seung-Hui.

Pistolas en mano, y con un cuchillo y un martillo. Entre las dos primeras muertes y las restantes 31, Seung-Hui le mandó este material, por correo, a la cadena NBC News.

Pistolas en mano, y con un cuchillo y un martillo. Entre las dos primeras muertes y las restantes 31, Seung-Hui le mandó este material, por correo, a la cadena NBC News.

Imágenes de los primeros rescates en el edificio Norris, a tres kilómetros del complejo de residentes, donde comenzó el drama.

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Parientes, estudiantes y ciudadanos velan por las víctimas del Instituto Politécnico y la Universidad Estatal de Virginia .

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