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La Buenos Aires de Borges

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Esta lluvia que ciega los cristales/alegrará en perdidos arrabales/las negras uvas de una parra en cierto/patio que ya no existe. La mojada/tarde me trae la voz, la voz deseada/de mi padre que vuelve y que no ha muerto”. (Fragmento de su poema La lluvia)

Era la lluvia (“que sin duda sucede en el pasado”) en ese patio de Palermo, o era el último sol en Villa Ortúzar. De esa casa y de ese barrio decía que, en el último minuto de su vida, acaso recordaría un extraño caballo en un baldío, y dos barritas de azufre en el cajón de un armario. Fue, el de esas líneas, su tiempo de “los arrabales y la desdicha”, ese doble imán que lo atraía, pero que los años y sus mudanzas lo llevaron “a las mañanas del centro y la serenidad”, y al sabor del primer café –sabor que amaba– tomado en la Galería del Este, y al vagabundeo por la calle Florida. Pero su Buenos Aires, a la que dedicó eternos prosa y verso porque “me acostumbré a ella como quien acostumbra su cuerpo a una vieja dolencia”, se extendía hacia el Sur, “que no es un lugar, es un Destino”, rompía sus límites, y tanto era el bucólico hotel La Delicia de Adrogué bajo un cegador sol de verano, como el sombrío andurrial de Avellaneda donde reinaban y mataban los hermanos Iberra, aquellos dos feroces cuchilleros.

No menos feroces Muraña, pero sin embargo y a su manera, exaltados por Borges: “No sé por qué en las tardes me acompaña/ese asesino que no he visto nunca”, dice en las palabras inaugurales, para terminar con una elegía al coraje: “Que el tiempo, que los mármoles empaña/salve este firme nombre: Juan Muraña”. Borges, los cuchillos y la sangre recurrentes, y de pronto, el desafío de otro escritor: “Pero che, Borges, ¿qué podés saber vos de guapos”. Respuesta: “Me he documentado”. Pero mucho más tarde, esta confesión: “Largamente he dicho y he creído que me crié entre guapos y cuchilleros, pero en verdad me crié en un colegio inglés con rejas adelante y una gran biblioteca detrás”.

No era, sin embargo, mentira ni contradicción. Borges, que no se reconocía guapo “pero sí valiente”, vio en aquellos duelos la virtud del coraje, y en su ocaso no un signo de progreso, sino de decadencia: “Una mitología de puñales/lentamente se anula en el olvido/Una canción de gesta se ha perdido/en sórdidas noticias policiales”. Cantó a Inglaterra y a Islandia y sus naves vikingas, y a Israel y sus batallas “hermoso como un león al mediodía”, y al vasto mundo que recorrió, ciego y con los ojos ciegos que mejor han visto. “Pero los años que he vivido en Europa son ilusorios. Yo siempre estuve (y estaré) en Buenos Aires”, no importa si por amor o por espanto o porque “es horrible de fea; con el Obelisco y las macetas de la calle Florida han terminado de afearla; pero es preferible soportar su fealdad de cerca que sufrir su nostalgia en el extranjero”.

Nostalgia de “la manzana pareja que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”, donde supo cruzarse con Evaristo Carriego, poeta de la miseria y la tuberculosis, que le suscitó una pesada ironía (“un payador abombado por el endecasílabo”) pero también, eterno Borges de dos caras, un libro que lo rescata. Y siempre apuntando al Sur, hasta lo execrable, lo digno de condena, pasó por la música de su pluma: “… un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y basuras”, escribió allá por el año cuarenta y cuatro, y sin imaginarlo trazó el preludio de un mal que parece derrotar al nuevo siglo.

Los años cuarenta, cuando aún veía y cuando sus días y acaso sus noches sucedían en la modesta biblioteca (pública y municipal) Miguel Cané, Avenida La Plata y Carlos Calvo, cuando ya “imaginaba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”, y que más tarde, cuando sus ojos –condenados– murieron del todo, le dictaron el Poema de los dones y su magistral primer peldaño: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/esta declaración de la maestría de Dios/que con magnífica ironía/me dio a la vez los libros y la noche”. Auguró (¿quiso?) y escribió que sus huesos quedarían guardados en la Recoleta, pero el azar y un mal naipe (azar, naipe, dos palabras muy suyas) le depararon seis palmos de tierra y una piedra en Ginebra. Pero la eternidad, otra de sus obsesiones, como los espejos y los laberintos, lo tiene acá, en Buenos Aires, muy cerca “de ese río de sueñera y de barro/que las proas vinieron a fundarme la patria/Irían a los tumbos los barquitos pintados/entre los camalotes de la corriente zaina”. Sí. Su eternidad es nuestra. …del Parque Lezama, sobre un gastado banco de mármol, uno de los bastones que usó Borges evoca su figura y hace recordar su inagotable genio.

…del Parque Lezama, sobre un gastado banco de mármol, uno de los bastones que usó Borges evoca su figura y hace recordar su inagotable genio.

…no es un lugar sino un Destino, volvía siempre a San Telmo, aunque sus ojos ya no pudieran ver sus calles angostas y los signos del progreso.

…no es un lugar sino un Destino, volvía siempre a San Telmo, aunque sus ojos ya no pudieran ver sus calles angostas y los signos del progreso.

…que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”, escribió Borges evocando la latitud y longitud de una de las casas de su juventud, con rejas, patio de grandes baldosas y aljibe, y el olor de las frutas y verduras que emanaban del mercado Antonito y las ferias. Justo homenaje: hoy, un tramo de la calle Serrano se llama Jorge Luis Borges. Abajo: El pasaje Russel, donde sitúa a los compadritos del barrio, otro de sus territorios de largo vagabundeo.

…que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”, escribió Borges evocando la latitud y longitud de una de las casas de su juventud, con rejas, patio de grandes baldosas y aljibe, y el olor de las frutas y verduras que emanaban del mercado Antonito y las ferias. Justo homenaje: hoy, un tramo de la calle Serrano se llama Jorge Luis Borges. Abajo: El pasaje Russel, donde sitúa a los compadritos del barrio, otro de sus territorios de largo vagabundeo.

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