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Inolvidable Adolfo

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Barruntaba que lo vería irse. Imaginé mi mundo sin él y era insoportable,
entonces lo decreté infinito, negué todo. Sabía que en algún lugar de Buenos
Aires su corazón latía al mismo compás que el mío. Cuando el martes 23 supe de
su muerte, parte de mi pasado se disolvió, me quedé sin techo y sin piso, y
lloré como tantas carcajadas supo sacarme. Para ser justos, Adolfo tenía que
marcharse porque le faltaban conocer otros cielos y otros infiernos, a los de
acá los había frecuentado a todos gastándoles cada rincón en una sola vida.
Agotó los segundos, los sabores, los olores y todas las sensaciones de la
existencia. Jamás vi ni veré a alguien gastarse el tiempo y la guita en vivir
con la fruición que lo hizo él. Ese era uno de sus capitales inasibles, los
únicos que Castelo tenía, la vida bien vivida.
No podré olvidarlo nunca jamás hasta que vuelva a encontrarlo. Sencillamente
porque las personas que hacen reír son inolvidables. Pero él fue mucho más.
Bastaba un segundo, una mirada y daba otra versión, nueva y apasionante, de la
vida. Era capaz de borrar el dolor con una frase insólita, cargada de humor y
delirio o hacer estallar vanas alegrías para darte un golpe de realidad.
Manejaba un lenguaje riquísimo que podía ser arcaico, catedrático o ultra
moderno según la cara del consumidor. Yo amaba esa capacidad infinita de navegar
todos los mundos que tenía Adolfo.

Gracias a su ojo que veía lejos y apasionadamente llegué en enero de 1986 a
La Noticia Rebelde, ese rompehielos maravilloso que cambió la tele
argentina. Yo no creía poder hacer bien eso de contar la realidad con humor. Me
parecía un delirio para gente de talento como él y nada más. Se lo dije. Me tomó
de la mano, rió y nada más. Esa fue la convocatoria más extraordinaria a un
trabajo, la mejor experiencia de mi vida.

Me acuerdo de nuestra primera conversación de bar, la democracia recién
llegaba. Tomaba café despacio y fumaba mucho. Empezamos con el Códice de
cocina
de Leonardo Da Vinci y terminamos con Los Redonditos de Ricota
que le parecían buenísimos, me invitó a verlos en un lejano galpón de San Justo
y fue una noche para libro. En el medio me dio lecciones de tango, de cómo
remontar un barrilete, de cómo elegir la mejor ropa interior para una noche de
amor, y de política. Hablábamos mucho de amor, de las difíciles y apasionantes
relaciones de los hombres y mujeres. Le interesaba todo, y todo le daba la
oportunidad para mostrar la integridad que lo acompañaba, los códigos de lealtad
consigo y con el prójimo, su conciencia perfecta de los derechos humanos.
Me quedó una enorme intriga. Nunca pude develar cómo hizo para vivir una vida
entera manteniendo impecable la cuota de rebeldía y frescura que lo
transformaban en un chico insubordinado, un hombre enfrentado a la injusticia,
un ser humano capaz de resolver problemas y encontrar el medio justo con humor y
sarcasmo. Todo en un mismo momento.

Había muchos que no lo comprendían aunque callaran. Era un hombre tan intenso
y extenso que resultaba un trabajo abarcarlo y amarlo. En su agenda tenían la
misma importancia Ciro, el de Los Piojos que un tanguero de Merlo a punto
de cumplir los cien, el Presidente de la República, Moria Casán, su novia
Patricia y sus hijas, Daniela y Carla. Todo era su mundo.

Yo no compartía con él su gusto por Sabina pero le tomo al cantor el estado
que le dejó su muerte: estoy inconsolable. No olvidaré la tibieza de tus manos.
Te quiero, Adolfo. Estarás siempre con nosotros.

Adolfo Castelo tenía 64 años, un porte increíble y una coquetería envidiable. Luchó más de un año contra un cáncer.

Adolfo Castelo tenía 64 años, un porte increíble y una coquetería envidiable. Luchó más de un año contra un cáncer.

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