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Esta tragedia todavía busca a los culpables

El cuerpo de Lea exuda vidrio. Como una secreción del
dolor y un implacable llamado de la memoria. Aún hoy, diez años después,
conserva esquirlas dentro del labio superior y en ambas manos. “Salen solas
-asegura ella-. Cuando sentís que te empiezan a pinchar es porque tu cuerpo las
está expulsando”. Lea Kovensky es argentina, rubia y judía. Tiene cuarenta y
seis años y trabaja como secretaria en el área cultural de la Embajada de
Israel. Sigue soltera: “Hay unas pocas cosas que no cambiaron”, bromea
ahora. Junto a su oficina, una chapa de acero brutalmente perforada enmarca una
pilastra extraída de entre los escombros de Arroyo 910. Allí, en español y
hebreo, están grabados los nombres de sus nueve compañeros asesinados durante
el atentado de 1992.

17 de marzo de 1992. Minutos antes de las 14.50 horas, Lea
salió de su oficina para compartir un café junto a sus amigos Mirta y Enrique
Klein. Se sentó frente al conmutador, en el hall central del edificio. “La
casa era hermosa, llena de recovecos y lugares con vida propia. La escalera
principal era un sueño, majestuosa. Mientras la bajabas, podías jugar que había
una limusina esperándote afuera...”, recuerda Lea. No había terminado aún
su cigarrillo cuando la sorprendió el estruendo. La onda expansiva, como una ráfaga
brutal, buscó pronto su propia vía de escape. Raúl -otro empleado de la
embajada- no había alcanzado a pulsar el botón del segundo piso cuando sintió
que la cabina era violentamente expulsada hacia arriba. “Me sentí como en un
dibujito animado”, explicaría luego a sus compañeros. En planta baja, Mirta
y Enrique volaron por el aire. El tablero del conmutador -antiguo y enorme-
protegió a Lea. Su oficina, que tenía una salida hacia el patio interno, quedó
arrasada. En instantes, una nube espesa lo cubrió todo. Entonces, la confusión
fue total.

Dentro de la embajada nadie tenía real conciencia de lo
que ocurría. “Cada uno de los que estábamos allí creímos que padecíamos
un accidente propio. Si hasta hubo quienes creyeron que había explotado el
calefón...”, insiste hoy Lea. Ella creyó sufrir una descarga eléctrica del
conmutador y su primer reacción fue sujetarse a un mostrador de madera para
evitar así los daños de la corriente. Tenía la cara cubierta de vidrios pero
jamás perdió el conocimiento. Inmediatamente después, sintió que su cabello
estaba sujetado con algo que le impedía mover la cabeza y comenzó a gritar.
“¡Mi pelo! ¡Mi pelo!”, repitió varias veces. “Cuando hice silencio
empecé a escuchar los gritos de la gente. Después se disipó la nube y pude
ver lo que pasaba. Como acto reflejo, sentí vergüenza de estar preocupada por
mi pelo cuando la magnitud de la historia era otra”, recuerda hoy. Ya en
silencio, comenzó a buscar una salida. Sobre los escombros, Lea se topó con su
compañera Claudia e hicieron su camino juntas, tomadas de la mano.
Desorientadas, subieron al segundo piso. “Vimos a Esperanza tirada y otros
cuerpos entre los escombros. Yo calculo que habremos pasado sobre algún compañero
herido... No nos dijimos nada, sólo seguimos caminando como zombis. El trabajo
de la culpa viene después”, relata Lea emocionada.

Claudia y Lea regresaron a la planta baja y encontraron un
boquete en la pared, fruto de la misma explosión. Por allí, abandonaron el
edificio. La calle estaba cubierta por un colchón de vidrios. Recién entonces,
Lea se descubrió descalza y permaneció inmóvil algunos segundos. El marine
norteamericano Bruce Willison Junior llevaba ya algunos minutos trabajando en
las tareas de rescate. En medio del desconcierto general, juntó algunos
manteles de un bar vecino e improvisó torniquetes para frenar las hemorragias.
Cargó camillas y les enseñó a los afectados cómo restañar sus heridas. Fue
entonces cuando se topó con Lea. La descubrió impávida en la vereda y la alzó
en sus brazos para llevarla hasta un improvisado “puesto de heridos”, sobre
la misma calle Arroyo. “De ahí me trasladaron al Hospital Fernández en una
camioneta -continúa Lea-. Me revisaron, me cosieron lo que me tenían que coser
y me dieron el alta en unas pocas horas. Ahí me encontró mi familia, que en
medio de tanta incertidumbre vivió su propia tragedia”. Sus heridas fueron
superficiales: raspaduras de escombros que le rozaron la cara y cicatrizaron en
poco tiempo. Y los vidrios, por supuesto. Lea y Bruce sólo volverían a verse
por algunos segundos el 17 de marzo de 1999, otra vez en Suipacha y Arroyo.

Lea Kovensky volvió a trabajar el 18 de marzo, apenas algunas horas después del atentado. Entonces, la Embajada de Israel improvisó una nueva sede en un hotel de la calle Suipacha. Hoy, Lea no tiene registro de los olores que percibió durante su calvario ni teme a los ruidos fuertes. Pero reconoce que el vínculo emocional entre los que vivieron “aquel 17 de marzo” es especial. Dice que no aprendió a convivir con el miedo porque no se reconoce presa del terror. “Yo voy a hacer siempre lo que tenga ganas de hacer. No puedo permitir que la violencia y el sin sentido condicionen mi vida”, asegura ella. Dos veces cada año va al cementerio a rendir su propio homenaje a sus compañeros muertos. Y no evita pasar por la esquina de Arroyo y Suipacha. Tampoco persigue venganza.

"No me interesa sumar llanto -insiste Lea-. Yo quisiera que mi país, Argentina, y las personas que a mí me representan, se encarguen de que esto se resuelva. Puedo entender que no hay modos ni medio de prever
esto, pero luego alguien tiene que hacerse cargo y nadie lo hizo
".

Durante años, Lea buscó respuestas para los miles de interrogantes que le dejó el horror.
"La violencia no tiene lógica -concluye ahora-. Lo único que logra es destrucción, y ni siquiera alcanza el objetivo para el que fue concebida. No modificó la situación de la gente que puso la bomba ni logró avances o
reconocimientos. No logró nada. Sólo encontré alguna respuesta cuando me
pregunté para qué me salvé. Ahí entendí que el único modo para que esto no
vuelva a pasar, donde yo tengo puestas todas mis fuerzas, es superar mi propia
violencia interna. Quiero transformarme para transformar así mis ámbitos en ámbitos
no violentos. A eso le apuesto
".

La investigación judicial del atentado está en manos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y su inacción manifiesta durante la última década es hoy uno de los más sólidos argumentos que tienen los diputados de la Comisión de Juicio Político para pedir la destitución del máximo tribunal argentino. La investigación está documentada en 43 mil fojas escritas, 1.845 fotos, 21.666 casetes con grabaciones (fruto de 25 líneas de teléfonos intervenidas)
y cinco cajas fuertes con documentación reservada. Por la causa desfilaron 3.185 testigos. La investigación responsabilizó por el atentado a la
organización terrorista Hezbollah y su brazo armado, la Jihad Islámica. Pero aún
hoy se desconoce la identidad de los autores materiales del ataque, ni hay
claros indicios de “la conexión local”. Al menos 29 personas murieron en el
atentado. De ellos, sólo 22 fueron identificados. Los restos de las otras siete
víctimas están aún hoy en 12 bolsas en la morgue judicial. Entre los muertos
hay ciudadanos israelíes y argentinos, pero también un italiano, un boliviano,
un paraguayo y un uruguayo. Más de 350 personas recibieron heridas aquel 17 de
marzo de 1992. Y no menos de 15 chicos perdieron a uno de su padres.

El marine norteamericano Bruce Willison Jr. rescata de entre los escombros a Lea Kovensky, empleada de la Embajada de Israel. Diez años después, ella revive la tarde en que la muerte y el terror se hicieron carne en los argentinos.

El marine norteamericano Bruce Willison Jr. rescata de entre los escombros a Lea Kovensky, empleada de la Embajada de Israel. Diez años después, ella revive la tarde en que la muerte y el terror se hicieron carne en los argentinos.

Lea Kovensky hoy trabaja en la nueva sede de la Embajada de Israel como secretaria en el área de Cultura.

Lea Kovensky hoy trabaja en la nueva sede de la Embajada de Israel como secretaria en el área de Cultura. "Aún tengo esquirlas en mi cuerpo, pero no persigo venganza", asegura.

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