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En el nombre del Santo Padre

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"El 2 de abril organizamos una jornada con Jorge Bergoglio para los jóvenes del hogar. El cardenal estaba hablando con los chicos acerca de Juan Pablo II cuando lo informaron de la muerte del Papa. Conmovido, antes de partir preguntó el nombre del hogar. Le dijimos que todavía no había sido bautizado y él propuso llamarlo como el Santo Padre. Los jóvenes aceptaron de inmediato”, cuenta José María Di Paola, el párroco de Nuestra Señora de Caacupé, en Barracas.

El padre Di Paola es una suerte de prócer para los 30 mil vecinos de la Villa 21. Pepe –así lo llaman sus fieles– nació en el seno de una familia de clase media. Tiene 43 años y las arrugas ya le marcan el ceño. Usa la barba crecida y sobre la camisa celeste y su correspondiente clergyman lleva puesta una campera deportiva. Hace nueve años encontró su lugar en el mundo en Barracas, casi a orillas del Riachuelo. Ahora habla acerca de la relación entre los vecinos y su parroquia. Y se remonta a los tiempos de la fundación del templo: “La iglesia la fundó el gallego Daniel De la Sierra en 1976. El era compañero de Carlos Mugica (N. de R.: sacerdote asesinado en 1974 por Rodolfo Eduardo Almirón, jefe de la Triple A) y también desarrolló una vida muy cercana a los pobres. Cuando terminó de construir la parroquia puso unos parlantes en el techo por los cuales les decía a los vecinos que ante cualquier problema se acercaran a la iglesia. El ayudó a que hoy se pueda caminar por la villa”.

Pepe repite el mismo camino cada tarde. Sale de su oficina ubicada detrás de una cancha de fútbol que ladea la parroquia, cruza la calle Osvaldo Cruz (relatarán luego los vecinos que fue pavimentada gracias a una gestión del cura), se pierde por una callecita angosta, y llega al hogar Juan Pablo II. Frente al cartel de entrada, Di Paola dice que sólo se trata de una pequeña casa. “La respuesta de la parroquia a las necesidades del barrio”, insiste. Cuenta que no recibe chicos de ningún juzgado: “Lo que buscamos es que si hay un pibe que viene de una familia donde su papá o su mamá se drogan o son alcohólicos, o se queda sin sus padres o vive en la calle, la parroquia les ofrezca la posibilidad de vivir en un ámbito más sano. Sabemos que lo mejor es que vivan con sus familias, pero a veces es imposible”, dice José María mientras da la segunda vuelta de llave.

El hogar Juan Pablo II parece “la vecindad del Chavo del 8”, pero sin el barril, y es ciento por ciento real. Cada uno de los siete chicos que habitan la residencia tiene su habitación alrededor de un patio. La construcción cuenta también con un comedor y una salita de usos diversos que, si las cosas siguen saliendo como Pepe lo planea, pronto se convertirá en sala de estudio. Es la hora del almuerzo. Los pupilos ya regresaron de la escuela y en media hora deben partir rumbo a Pepirí, el Centro de Formación Juvenil –también de la parroquia, claro– donde aprenden oficios para que el día de mañana puedan ganarse el pan.

Entre los siete chicos que viven hoy en el hogar, Hernán (19) fue el primero en llegar, en diciembre del 2001. Dice que se mudó con el padre Pepe porque tenía problemas en su casa. Cuenta que vivía con su madre, María, de 33 años, y su abuela, de 87. Que nunca llegó a conocer a su padre, pero que cuando su abuela murió de vieja, la madre se puso de novia y empezó a tomar y a drogarse. De la propia boca de Hernán: “Cuando murió mi abuela, mi mamá ‘se dejó tirada’. Yo me tuve que poner a laburar y, con la plata que sacaba de la venta de ropa que compraba en La Salada, mantenía a mis tres hermanos. Al principio no me costaba, pero mi vieja entró en el vicio y empezó a vender todas las cosas que había en casa: televisión, lavarropas, cama, todo…”. Dice que cuando se quedaron sin nada, él también empezó a “dejarse tirado” y “dejó tirados” a todos sus hermanos. Confiesa que vivía en la calle, que así se sentía bien. “Pero por mis hermanos empecé a venir a la iglesia y hablé con Pepe. Y él enseguida nos dijo que viniéramos a vivir a la parroquia”, cierra Hernán y señala a lo lejos un galpón enorme: Pepirí.

Pepirí –o Centro de Formación Juvenil–, es una papelera abandonada que la iglesia Nuestra Señora de Caacupé transformó, gracias a las donaciones, en un centro donde 300 chicos del barrio pueden aprender oficios. Daniel (46), director del lugar, cuenta que gracias al taller los chicos de la Villa 21 se dan cuenta de que son capaces de hacer algo, de hacerlo bien, y eso les levanta la autoestima. Además dice: “Sabemos que en cualquier momento los chicos pueden dejar el taller por un trabajo de baja calificación que les ayuda económicamente en sus casas. Nuestra idea es que además de aprender herrería, cerámica o escultura, puedan vivir de lo que están aprendiendo a hacer”. Pepirí brinda también capacitación en mayólica, panadería, artesanía en velas, tornería, electricidad e informática.

De vuelta en el hogar, Pepe cuenta: “Un día invité al cardenal Jorge Bergoglio a que participara de una misa con un grupo de alumnos del Centro de Formación. Después de la misa hicimos un guiso para compartir. Y en el medio de la sobremesa, uno de los chicos le pidió a Bergoglio la bendición. El muchacho después les contó a sus compañeros que el cardenal de Buenos Aires le había dado la bendición. Les dijo: ‘Lo que a mí me emociona es tener a una persona de tanta importancia que comparte la vida con nosotros, los más pobres’. ¿Me preguntás por qué le pusimos Juan Pablo II? Yo creo que Bergoglio, como antes Juan Pablo II, predica con el ejemplo”.

Picki (21), pupilo del hogar, esculpe los bloques de granito gris que en febrero próximo formarán parte del monasterio benedictino Del Suyuque Nuevo, en San Luis.

Picki (21), pupilo del hogar, esculpe los bloques de granito gris que en febrero próximo formarán parte del monasterio benedictino Del Suyuque Nuevo, en San Luis.

En Pepirí, el Centro de Formación Juvenil que depende de la parroquia de Caacupé, 300 chicos de la Villa 21 aprenden nueve oficios. No sólo los dignifican, sino que les permiten ganarse la vida", insiste el cura Di Paola.">

En Pepirí, el Centro de Formación Juvenil que depende de la parroquia de Caacupé, 300 chicos de la Villa 21 aprenden nueve oficios. "No sólo los dignifican, sino que les permiten ganarse la vida", insiste el cura Di Paola.

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