El sabio, el premio Nobel, el hombre inolvidable – GENTE Online
 

El sabio, el premio Nobel, el hombre inolvidable

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No fue, 1906, un año más, un año gris, un año de escasas noticias. Nacieron Samuel Beckett y Aristóteles Onassis. Murió Bartolomé Mitre. Recuperó su honor y su sable el capitán francés Alfred Dreyfus, arteramente acusado de traición. Empezó a correr el mitológico tren Transiberiano: once mil kilómetros de vías. En Buenos Aires ya se silbaba y se bailaba El choclo. París era el corazón de la belle époque: arte, moda, opulencia, hedonismo, derrumbados en el 14 por la primera gran guerra.

Ese año, en París, el 6 de septiembre, emitió su primer llanto natal Luis Federico Leloir Aguirre, parisino por casualidad: su padre, el abogado y administrador de campos Federico Rufino Leloir, viajó allá para ser operado, y murió en el quirófano casi al mismo tiempo en que su segunda mujer, Hortensia Aguirre, alumbraba a Lucho, como lo apodarían siempre.

EL MEDICO. Desde el vamos tuvo claro su destino: la ciencia. Se recibió de médico en 1932, y dos años después empezó a trabajar con el hombre providencial: Bernardo Houssay, segundo premio Nobel nativo y ejemplo de rigor por el trabajo, el estudio y la austeridad, las tres virtudes que signaron la entera vida de su discípulo.
Por aquellos días, Leloir cambió el rumbo de su timón y se inclinó, antes que a la cura de enfermos, a desentrañar los intrincados mecanismos bioquímicos, las secretas transformaciones, equilibrios y desequilibrios sucedidos en lo más profundo de los órganos. El primer gran paso estaba dado…

EL HOMBRE.
En noviembre del 43 se casó con Amelia Zuberbühler. Pronto les nació Alicia, su única hija, que abrazó las ciencias agrarias. El matrimonio vivió siempre en el tercer piso de Newton 2754, Recoleta, la calle más corta de Buenos Aires. Pero no fue ésa la única rutina de Lucho: salía, cada mañana y con puntualidad solar, a las nueve, rumbo al Instituto de Investigaciones Bioquímicas de la Fundación Campomar, en su Fiat 600 celeste, el auto más barato del mercado, y volvía a las ocho de la noche. El motor del auto sonaba a asmático y era terco para arrancar. Bien lo sabía Fernando, el portero, que lo empujaba –pura tracción a sangre– hasta que las primeras toses delataban la combustión.

Placeres mundanos, muy pocos. Algo de natación, un breve paso por el polo (“nunca pasé de uno de handicap”, bromeaba), cine (“policiales y de cowboys, que no me complican la vida”), música (“los tangos de Gardel”), comida frugal (“verduras crudas o hervidas que me llevaba de casa en una pequeña olla, y uno que otro bife hecho por alguien de mi equipo”), ropa (eternos trajes grises o azules, camisa blanca, corbata oscura, y, como gran festín, “muy de tanto en tanto un vaso de vino, un whisky y un cigarrillo, cuando me convidan, y lo mismo negro que rubio”.

EL SABIO. Pero esa serena sinfonía, esa tenue música de cámara, explotó el martes 27 de octubre de 1970, cuando las máquinas de télex de las redacciones criollas y extranjeras anunciaron que “El premio Nobel de Química fue adjudicado al profesor argentino Luis Federico Leloir por su descubrimiento de los azucarnucléotidos y su papel en la biosíntesis de los carbohidratos. El galardón equivale a 400 mil coronas suecas (76.800 dólares). Leloir inició las investigaciones que le valieron el premio a partir de 1947”.

¿Quién era? Para los profanos, nadie: un desconocido. Pero la comunidad científica sabía largamente de él: diez premios internacionales, y doctor honoris causa de las universidades de París y Tucumán.

El mediodía de ese martes, tanto en el Instituto (Obligado al 2900, barrio de Belgrano) como en la puerta de la brevísima calle Newton, Leloir fue rodeado por más periodistas, fotógrafos, cámaras y grabadores de los que suelen acosar a una estrella de Hollywood. Abrumado, balbuceó casi: “Gané algo muy importante, pero también perdí mucho. Perdí tranquilidad. Hoy, por ejemplo, no pude trabajar… Y por favor, no me llamen sabio: es una palabra pasada de moda”.

LA SILLA. Durante la autopsia periodística sobre su vida, costumbres y lugares, quedó al descubierto lo que en adelante sería símbolo, ícono, afirmación de un estilo y hasta de una moral: la silla de Leloir, la misma en que había pasado décadas escudriñando el código de los azúcares, era vieja, de madera ordinaria y paja brava del Delta, y su segura claudicación estaba contenida por ataduras de hilo sisal, que más tarde, cuando cedieron, las cambió por alambre… Y no era todo: apoyaba sus pies en un cajón de manzanas de Río Negro, se cubría con un raído guardapolvo gris, y, despojado de sus zapatos al llegar al Instituto, deslizaba sus pies en unas zapatillas con la punta rota, listo para apurar su tazón de mate cocido e inclinarse sobre el microscopio. Créase o no, la desvencijada silla perduró doce años más, a pesar del Nobel. Recién en el 82, el Municipio y algunos dineros privados le erigieron un centro de investigaciones de 6.500 metros cuadrados y cinco plantas en Antonio Machado 151 (Parque Centenario), y por primera vez en tres décadas y media de trabajo, la silla recaló en un desván, desplazada por un modelo de metal y cuero…

LA PREGUNTA.
Inalterable, constante, se repetía en cada reportaje:

–Doctor Leloir, ¿para qué sirve su descubrimiento del mecanismo de los azucarnucléotidos?

La respuesta, siempre, fue más modesta y más cauta que la pregunta:

–Es muy difícil de explicar. Tiene que ver con el metabolismo, con el comportamiento de las células, con complejas estructuras químicas. No es nada definitivo: es apenas parte de un camino hacia lo más importante…

–¿Qué es lo más importante?
–Saber más…

Era y no era cierto. Ese misterio “tan difícil de explicar” es una cadena de transformaciones químicas que el mundo científico llama Leloir’s Pathway (el Camino de Leloir), y esencial punto de partida para aclarar cómo se generan las sustancias que conforman los procesos energéticos de los seres vivos: el proceso que permite la vida sobre la Tierra (nada menos…). Y si aún hubiera una tercera y elemental pregunta (“¿Su descubrimiento cura alguna enfermedad?”), la respuesta es clara y firme: evita la locura, la ceguera y la muerte prematura de los galactosémicos, incapaces de asimilar el azúcar de la leche.

LA ACADEMIA.
Cuenta la historia –pero es cierto, no leyenda– que los académicos suecos de la Comisión Nobel discutieron largas horas acerca de Leloir, acaso con la misma mezquindad y prejuicio que privó del premio a Jorge Luis Borges. Un grupo admitió que el galardón era justo por la importancia del trabajo y por la condición de sudamericano del sabio, “ya que en aquellas tierras la investigación científica tiene poco apoyo”, se arguyó. Pero el presidente de la comisión terció: “¿El doctor Leloir tiene buena presencia? Porque un hombre de mala presencia puede dañar la imagen de la Academia”. Imaginó, ignorante, que el ganador subiría al estrado con plumas y taparrabo…

Lucho, incómodo pero impecable dentro del obligatorio frac, probó que también podía ser un dandy, un aristocrático y noble caballero argentino.
EL ADIOS. Su corazón cesó de latir el miércoles 2 de diciembre de 1987. Leloir tenía 81 años y aún trabajaba. El jueves 3, a las tres y media de la tarde, fue sepultado en la Recoleta. Para entonces lo honraban más de treinta premios internacionales y los lauros de doce universidades. Fueron días tristes, claro, pero también ricos en evocación: su silla, su gusto por el gazpacho, sus zapatillas rotas, su auto contumaz para el arranque, los frascos de perfume que prefería, para investigar, a los tubos de ensayo… y hasta la inmortal salsa golf, que inventó en el club Ocean de la marplatense Playa Grande hace seis décadas, aburrido de untar los langostinos con la convencional mayonesa. Porque, como bien decía: “Todo debe ser probado y comprobado: hasta la existencia de Dios”.

Un último consejo, lector, lectora: no le agregue una aspirina al agua de las flores para que duren más, porque al ver que su mujer practicaba ese rito, compró dos ramos iguales, sólo usó aspirina en el agua de uno de ellos, y se secaron al mismo tiempo. “¿Ves, Amelia? La ciencia acaba de derribar una verdad universal”, le dijo.

Don Federico, genio y figura…

En 1982, a doce años de recibir el Nobel, la ciudad de Buenos Aires y aportes privados le construyeron un instituto de investigación modelo. La legendaria silla de paja fue cambiada por ésta, de metal y cuero. Trabajó casi hasta el último día de su vida.

En 1982, a doce años de recibir el Nobel, la ciudad de Buenos Aires y aportes privados le construyeron un instituto de investigación modelo. La legendaria silla de paja fue cambiada por ésta, de metal y cuero. Trabajó casi hasta el último día de su vida.

… al lujoso podio de la Academia Sueca.  La foto es todo un símbolo. Así trabajaba e investigaba en 1970, cuando ganó el Nobel: cubierto por un guardapolvo raído.

… al lujoso podio de la Academia Sueca. La foto es todo un símbolo. Así trabajaba e investigaba en 1970, cuando ganó el Nobel: cubierto por un guardapolvo raído.

Al recibir el máximo premio mundial.

Al recibir el máximo premio mundial.

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