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El agua baja, el drama sigue

Viernes Santo: hoy es la abundancia de las moscas. En el santuario de Santa Rita, no muy lejos del centro de Gualeguay, en la capilla, viven dos familias evacuadas hace veinte días. Unieron bancos de iglesia, de los que sirven para arrodillarse y rezar. Ahí, pusieron un colchón. Un chico y su hermanito apuran un guiso. Las moscas quieren probarlo también. Ninguno de los que están allí sabe cuándo volverán a casa. Allá afuera, en los campos anegados, todavía flotan animales muertos, que asoman hinchados del agua y son cuereados igual, porque su cuero también se vende. Huele a podrido por donde vayas. Es el olor de la consecuencia.

AGUA. En la semana del 26 de marzo al primero de abril llovieron 660 milímetros en Gualeguay (poco más de 35 mil almas, a 250 kilómetros de la Capital Federal), cuando la media de todo el mes de marzo ronda los 130 milímetros, lo que inundó la ciudad y los barrios periféricos, y alimentó la crecida bestial del río, que se llama igual que la urbe que arrasó. Cuatro de cada cinco de los cuarenta mil habitantes se vieron afectados. Y su número –entre evacuados y autoevacuados– se calcula en unos 8 mil. Carlos Enrique Campagnolo, de 69 años, murió electrocutado. También, en breve, se espera otra crecida del río, lo que será más sal en la herida. En la provincia de Santa Fe el cuadro fue mucho más severo: más de 25 mil evacuados en toda la provincia, 9 mil en la ciudad capital, cinco muertos.

En los últimos días, el agua bajó en casi la totalidad de Gualeguay, pero unos 300 evacuados aún no pudieron volver, porque en sus casillas están la humedad, el olor a podrido, la amenaza de la enfermedad. Hubo alerta sanitaria: miedo de hepatitis, leptospirosis. Hay que esperar. Los pobres de la ciudad, los que quedaron más afectados por todo esto, los que no pueden volver, no quieren entender mucho de esperar.

En el Corsódromo, tras un par de carrozas vencidas, al fondo hay un galpón que aloja a unas diez familias. Casi cincuenta personas, niños en un alto porcentaje, que viven entre lonas y lo que pudieron rescatar. Susana Lobosco (47) está ahí hace veinte días, y siente que la sacó barata, porque de la casilla en la que está viviendo de prestado hace un tiempo pudo rescatar la tele, la heladera, el equipo de música, y ahí tiene a su marido, Francisco Acosta, que trabaja de sereno, y a su nena de once, Ayelén. Susana dice: “Yo vivo en el barrio Molinos. Empezó de a poco: una cosa impresionante, como medio metro de agua en un par de horas. El Francisco pudo ir a limpiar, sacó el barro, pero allá no volvemos a vivir por ahora”.

El barrio Molinos queda justo enfrente de la defensa costera de la ciudad, un terraplén frente al río, terminada hace un año, con trece bombas que cuando llegó la lluvia no dieron abasto. Al día siguiente, sábado, Susana volvió a su casilla con su hija Ayelén. La recibió su perro, el Malevo, que sigue ahí, más todos los camalotes que arrastró el río y se están secando. Su marido entró hace unos días a limpiar. Quedan un catre, un par de muebles y la marca del agua: una línea verdosa en la pared. Susana hace memoria. No le es tan simple: “Empezó acá, en la cocina, a las 11 de la noche. Y tuvimos que salir disparando. Yo me moría de miedo. Llegó a casi medio metro. Por suerte, conseguimos que viniera un tractor de la Municipalidad. Hace un año que conseguimos mudarnos acá. La casita ésta es de un porteño y se la cuidamos. Parece que se nos arruinó. Nos duele, y mucho”. En el barrio Molinos, con las casas precarias, saben de inundación, porque el río siempre crece y llega hasta ahí. Pero nunca fue tan extremo. En Molinos también viven Claudia Roldán y su marido, Eduardo Saucedo –que cobra el Plan Trabajar y ayuda a una familia boliviana en una quinta–, más sus tres hijos, en una casilla que era de los padres de Claudia. Pudieron irse en un tractor, como Susana y su familia, y volver para limpiar y ver qué quedó. La semana que viene, con suerte, si la humedad baja, vuelven. “Jehová es mi pastor. Nada me faltará”, dice un cartel que el agua no pudo tocar. Ellos dicen lo mismo.

LA AYUDA. El padre José María Castro, hace seis años a cargo de la parroquia Nuestra Señora de Pompeya, llega al Corsódromo con su Renault 12, y todos lo saludan. Si alguien está en lucha por todo esto, es él. Con Alicia Bernardi, directora local de Cáritas, junta las donaciones, junta a los voluntarios, lleva, trae, consuela. Está. “Mirá –dice–, con esto nos pusimos desde el primer momento. Mucha gente vino a ayudar. Hasta los mismos inundados pusieron el hombro”. Aparecieron bolsas con ropa, gente que puso autos, pan de las panaderías locales, fideos, arroz, latas de tomate. José María sigue: “Ahora el agua pasó, mucha gente volvió a sus hogares, pudo limpiar, reinstalarse. Pero la gente más carenciada fue muy afectada, y entre lo que quedó arruinado en sus hogares y los que perdieron todo, les va a costar recuperarse”.

De vuelta en el Corsódromo, Marta Bogadin –28 años, cuatro hijos, barrio Malvinas–, espera las lonas que pondrá alrededor del colchón que le dieron y las tres o cuatro cosas que pudo rescatar, para tener, acaso, un cierto sentido de privacidad, o dignidad. De la casilla de tarimas de madera que pudo armar no le quedó nada. “El maaate, las biiiciiis”, susurra una de sus hijitas, Antonella. Marta dice: “Antes estábamos en una escuela; ahora nos ubicaron acá. No pude recuperar nada. El agua pudrió todo, ni el techo me quedó, todo destruido. Quedó ahí, flotando”. Su marido, Walter Torres, frente a todo esto siente tristeza, rabia, “porque al rancho lo construimos de a puchitos, con la guita que saco de hacer changas”, y el agua se lo llevó todo. Ni sabe qué va a hacer, qué sigue. Le da un beso a su mujer y se va. Tiene un handy en la cintura. Es bombero voluntario. Lo llamaron para una tarea.

Jueves Santo a la tarde, en el Instituto Pedro Poveda, un colegio de Vicente López. Juan Carr, titular y fundador de Red Solidaria, apura un mate. En un galpón, un grupo de scouts se pone a clasificar la ropa y la comida que llegó. Hace unas horas, con destino a Santa Fe, salió un camión con 14 toneladas de donaciones, reunidas en cinco días de llamado y alerta. A Gualeguay, para mediados de esta semana, le espera uno similar. Carr apunta: “El impacto en Santa Fe y Gualeguay fue enorme, pero ya no es noticia. No puede ser invisible. Pero la solidaridad de la gente fue conmovedora. Fue como apretar enter y lo hicimos. En cinco días logramos ropa para 7 mil personas. Si seguimos así… ”. Dice que faltan alimentos, toallitas femeninas, lavandina, pañales, agua mineral, gente que ponga transporte. Y que hasta Navidad, por lo menos, la ayuda no para.

RIO AMARGO. En Puerto Ruiz, el barrio portuario de Gualeguay –uno de los más pobres de la zona, y uno de los más castigados por la inundación–, donde el ganado se carga y sale en camión, Ramiro y Julián, dos chicos de once, se escaparon del galpón donde viven evacuados junto a otras 30 personas, y sacaron las cañitas de pescar. Encarnan con tripa de sábalo, porque allá la pesca del sábalo es casi la única forma de vida. Pica una mojarrita, pica otra. Las calles de su barrio son un río: la lluvia no perdonó, y el Gualeguay llegó a 5,60 metros en la crecida, cuando con 5 metros ya hay que evacuar. Así, mojarritas a sus pies, entre casas de un pasado colonial comidas por el abandono, entre los vecinos que pasan con sus botes. En el galpón de los evacuados es hora del almuerzo. Doña María Ester Luque, a sus 88, es la mujer de mayor edad del barrio. Acá nació, nunca se fue. Tiene 7 hijos, 35 nietos, 17 bisnietos, y un par de tataranietos también. Una matriarca, en un mundo donde las mujeres mandan cuando el hombre es flojo o ni le importa. Hoy, Catita, una de sus bisnietas, cumple 4, y ella dice: “Hace un mes que estoy acá, y ando mal de la presión, del corazón. Por todo esto me la pasé llorando. Tuve que salir corriendo, toda mojada y de noche. Mi casa está llena de humedad, con agua por todos lados. Pero ahora estoy mejor, estoy mejor…”.

La zona que rodea a Puerto Ruiz se ve gris, seca, como si hubiera caído una bomba. Cayó, en cierta forma. A la vera del camino de tierra, cerca de una yarará que pasa, hay un caballo muerto, cubierto de moscas. Su olor es el de la consecuencia.

Puerto Ruiz, el barrio portuario de Gualeguay, que sufrió tanto la lluvia como la crecida del río. A dos semanas, el agua no baja. Y las canoas son el vehículo de los pobres.

Puerto Ruiz, el barrio portuario de Gualeguay, que sufrió tanto la lluvia como la crecida del río. A dos semanas, el agua no baja. Y las canoas son el vehículo de los pobres.

La calle San Antonio, la principal de la ciudad, totalmente cubierta.

La calle San Antonio, la principal de la ciudad, totalmente cubierta.

Doña María Ester de Luque, 88, la mujer de mayor edad en Puerto Ruiz, en el galpón de evacuados. Su bisnieta Catita, a su lado, cumplió 4.

Doña María Ester de Luque, 88, la mujer de mayor edad en Puerto Ruiz, en el galpón de evacuados. Su bisnieta Catita, a su lado, cumplió 4.

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