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Cuando el Che era Ernestito

Junio, 1928. El barco avanza, lento, por el Paraná. Ha soltado amarras en Posadas. Destino final: Buenos Aires. Lleva dos pasajeros de mucha prosapia pero escasa fortuna: Celia de la Serna, descendiente del último virrey del Perú, y Ernesto Guevara Lynch, con diez generaciones de Guevaras en la Argentina: fundadores de la Patria. Celia lleva en su vientre al primer hijo de la pareja, que se ha casado en diciembre del ’27. Casi entrando a Rosario, los dolores de parto son cada vez más fuertes. Desembarcan, y en la noche del 14, en el hospital Granaderos a Caballo de San Martín, nace un varón. Lo bautizan Ernesto, como su padre, y le adosan toda la carga genealógica: Guevara Lynch de la Serna. Un seguro habitante, podría pensarse, de la Guía Azul, el diccionario de la alta sociedad criolla. Signo: Géminis. Según los astros: “personalidades duales, inquietas y aventureras, inclinadas a la literatura y al comercio”. Ya se verá qué le espera a ese bebé, bisnieto de Roberto Guevara, que entre otros oficios fue buscador de oro en California. Si la aventura no lo alcanza por el lado de los astros, tal vez lo haga por el lado de la sangre.

UNA EXTRAÑA FAMILIA. Celia fue educada en un colegio de monjas, pero al nacer Ernesto es atea, moderna (usa pantalones, fuma, lleva el pelo cortado à la garçon, y maneja automóviles) y temeraria. Ernesto padre es maestro mayor de obras (no terminó Arquitectura) y un gran buscavidas: plantador de yerba mate en Misiones, socio de un astillero en San Isidro –un incendio acabó con el negocio–, y otros oficios que le permiten sobrevivir, pero no alcanzar fortuna. Son dos clásicos venidos a menos, pero según sus amigos, “gente de clase y estilo, que vive siempre más allá de sus posibilidades económicas”.

UNA VIDA RODANTE. El niño Ernesto se cría entre la selva misionera (una premonición de la Sierra Maestra), Rosario, San Isidro, Buenos Aires, Córdoba. En parte, por imperio de sus trashumantes padres. Pero sobre todo por un episodio que lo marcará de por vida. El 2 de mayo de 1930, antes de cumplir dos años, sufre su primer ataque de asma: un mal crónico que no sólo lo limita; también genera un profundo conflicto entre los padres, que se culpan mutuamente “por la maldita enfermedad”, como la llama el padre. En realidad, hay un dato genético clave: Celia es alérgica y asmática. En adelante, la entera vida de la familia queda signada por el mal de Ernestito. Después de mudarse muchas veces en busca de un mejor clima para sus atormentados bronquios, recalan en Alta Gracia, Córdoba, que según los médicos es el lugar ideal. Van por cuatro meses… pero se quedan once años.

LA FORJA DE UN REBELDE. En sus largos años cordobeses, Ernesto vive, en más de un sentido, a contramano. Agobiado por el asma, empieza el colegio recién a los 9 años, pero Celia, su madre, ya le ha enseñado a leer y a escribir, de modo que va directo a tercer grado. Sus padres no son ricos ni mucho menos, pero alquilan una buena finca, tienen auto y tres sirvientes, y hasta veranean en Mar del Plata: en aquellos años, un lujo para pocos. Ernesto, al entrar en la adolescencia, y acaso modelado por su madre, con la que tiene una fortísima relación de amor y admiración, templa su carácter desafiando al asma con esfuerzos a veces brutales. Se atraca de comidas ligadas a su enfermedad (pescado, chocolate). Cuando cae en cama, no se derrumba: lee frenéticamente y juega al ajedrez con el padre. Practica con el mismo furor todo tipo de deportes: fútbol, rugby, tenis de mesa, golf, tiro, natación. Forma una barra, y organiza combates a puñetazos y pedradas contra una barra rival. Es buen alumno, pero se interesa muy poco por las materias, salvo Historia y Letras. Elba Rossi, una de sus maestras, recuerda que “tenía cualidades de líder”. Para probar ese liderazgo desafía a sus compañeros a todo tipo de extrañas y peligrosas competencias: toma tinta, come tiza, rompe todos los vidrios de una calle, se cuelga de un durmiente del ferrocarril con su cuerpo hacia el vacío hasta que pasa el tren... Explora minas abandonadas en las que nadie penetra… y hasta torea cabras hasta enfurecerlas. Se jacta de no bañarse jamás, hábito que le vale el mote de Chancho. Jura que su calzoncillo está tan sucio “que se para solo”, dice; levanta apuestas, se desnuda, y gana: la prenda, tiesa, parece de piedra. También inspirado por el ateísmo de su madre (a pesar de que los Guevara bautizaron a todos sus hijos), forma en el colegio el equipo de Los No Creyentes para desafiar a los creyentes. Años después, en una carta, escribió: “Siempre perdíamos, porque los creyentes nos doblaban en número”. Maneja, fierro a fondo, La Catramina, como llaman sus padres al enorme Maxwell de 1925, descapotable, que toda Alta Gracia envidia. Y en aquellos años recibe los primeros ecos de la izquierda: su tío Cayetano Córdova Iturburu (Policho), enviado especial del diario Crítica para cubrir la Guerra Civil Española (1936-1939) lucha contra Franco en el frente republicano, y sus cartas y relatos lo inflaman tanto como la lectura de poetas como Federico García Lorca y Antonio Machado, que conoce desde los 10 años, cuando también devora las novelas de Emilio Salgari: la aventura y la ideología lo van construyendo…

EN EL CAMINO. A sus 17 años, el primer amor: su prima Carmen Córdova, La Negrita. También, se supone, con ella, su sexo inaugural. A la misma edad, en 1945, su primera posición política: antiperonista. Un año después, terminado el secundario, los Guevara se mudan a Buenos Aires, al departamento de la calle Aráoz de la abuela paterna, Ana Isabel. Cuando ésta cae enferma, Ernesto la cuida con devoción durante dos largas semanas, y cuando ella muere, quizá queda influido por esa experiencia –el dolor humano–. En el ’46 lo convocan para el servicio militar obligatorio y él empieza a estudiar medicina. Pide prórroga. Al recibir el segundo telegrama, antes de la revisación médica se baña con agua helada, sufre una crisis asmática y logra la excepción. En octubre de 1950 hacen eclosión sus lecturas, sus posiciones políticas, su espíritu aventurero, su inclinación a vivir en peligro. Instala un pequeño motor en su vieja bicicleta Micrón y se lanza a recorrer el país. Cubre cuatro mil quinientos kilómetros. Manda fotos con leyendas irónicas: “A mis admiradoras cordobesas, del Rey de los Caminos”. Pero no es broma ni ironía su trabajo: con su amigo Alberto Granado cuida enfermos en el leprosario cordobés de San Francisco del Chañar. Luego viaja como enfermero en buques mercantes, petroleros y cargueros. Vuelve a Buenos Aires, se recibe de médico y emprende los dos viajes que lo marcarían a fuego: en 1951, a bordo la moto Norton de 500 c.c. de Alberto Granado (bautizada La Poderosa), llegan a las minas de cobre de Chuquicamata (Chile), y al leprosario de San Pablo, en el Amazonas peruano. Retorna y organiza su tercera salida, acaso inspirado en las tres salidas de Don Quijote, novela que leyó a sus doce años. Parte el 7 de julio de 1953, entonces con su amigo Carlos Calica Ferrer, de la estación Retiro, al grito de “¡Aquí va un soldado de América!”. Bolivia, Perú, Guatemala, Panamá, Costa Rica, El Salvador. Para sobrevivir, vende objetos religiosos en la calle. Conoce a la peruana Hilda Gadea y se casa con ella. En Guatemala, el abogado Ricardo Rojo le presenta a algunos refugiados cubanos que habían fracasado en el asalto al cuartel Moncada, y por primera vez oye hablar de un tal Fidel Castro…

EPILOGO. Lo demás, la segunda y última parte de la historia de Ernesto Guevara Lynch de la Serna (veintiocho letras que la Historia resumió apenas en tres: Che), que terminó el 9 de octubre de 1967, a sus 39 años, segada por la metralleta del sargento Mario Terán a la una y diez de la tarde, en la misérrima escuelita boliviana de La Higuera, no fue el centro de esta nota. Esta nota se propuso reconstruir la primera parte de la vida y los hechos del hombre inmortalizado, entre miles de imágenes, por la fotografía que tomó el cubano Alberto Díaz (Korda es su seudónimo) el 5 de marzo de 1960, durante un acto de homenaje a las víctimas del atentado al vapor La Coubre: sólo dos tomas, en quince segundos. Paradoja: Korda, unos años antes, era fotógrafo publicitario, y su especialidad eran las modelos, tapa de revistas de actualidad.

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El 14 de junio de este año el Che cumpliría su 80º aniversario. Fecha oscura: ese mismo día, cincuenta y cuatro años después de su nacimiento, se rindió Puerto Argentino y terminó la Guerra de Malvinas. Sin embargo, la tragedia abrió la puerta hacia la democracia, y el mismo 14 de hace ocho décadas le abrió a un hombre su capítulo hacia la eternidad.

Año 1950, aeródromo de El Palomar. Ernesto, de 22 años, recibe instrucciones de vuelo, alentado por su tío Jorge de la Serna, piloto ya retirado y dispuesto a que su sobrino siguiera sus pasos. Llegó a volar, pero no alcanzó su brevet.

Año 1950, aeródromo de El Palomar. Ernesto, de 22 años, recibe instrucciones de vuelo, alentado por su tío Jorge de la Serna, piloto ya retirado y dispuesto a que su sobrino siguiera sus pasos. Llegó a volar, pero no alcanzó su brevet.

Rosario, 1928. Casi recién nacido, con sus padres, Celia y Ernesto.

Rosario, 1928. Casi recién nacido, con sus padres, Celia y Ernesto.

Agosto del ’52. Ernesto y su familia han vuelto a Buenos Aires. El futuro Che reposa en el balcón de la casa de su abuela, en la calle Aráoz, Palermo.

Agosto del ’52. Ernesto y su familia han vuelto a Buenos Aires. El futuro Che reposa en el balcón de la casa de su abuela, en la calle Aráoz, Palermo.

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