Así vivió y amó el corazón de un genio – GENTE Online
 

Así vivió y amó el corazón de un genio

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Cuando no se ama demasiado, no se ama lo suficiente”. (Blaise Pascal, 1623-1662)
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Según el diccionario, corazón, en su primera acepción, es apenas “una víscera muscular”, pero en la cuarta cobra su mayor dimensión: “voluntad, amor”. En la media tarde del sábado 29 de julio del año 2000, en el baño de su departamento de la calle Dardo Rocha, Palermo Chico, frente al espejo, René Gerónimo Favaloro se partió de un exacto disparo –precisión de cirujano genial– ese corazón que fue mucho más voluntad y amor que la víscera muscular del tamaño de un puño cerrado que nos mostraron las láminas escolares. El día fatal se despertó, como siempre, al alba. A las nueve y media desayunó con Diana Truden, su última pareja. Hablaron de su ya cercano casamiento, planeado para agosto. Pasado el mediodía, mientras almorzaban, le dijo a Diana:

–Me voy a La Plata.
Pero volvió, escribió unas cartas, y ya solo, cumplió el ritual.

EL SUICIDIO. “La única cuestión importante de la filosofía”, según Albert Camus. Las cartas quedaron en la caja fuerte del Juzgado de Instrucción 41 (juez Daniel Turano, secretaría Cristian Mangone) como parte de la causa 784747 caratulada René Favaloro, suicidio. Una de ellas dice: “Diana: ha llegado el momento de la gran decisión. Tú no eres culpable de nada. Mis proyectos se han hecho pedazos. No puedo cambiar los principios que siempre me acompañaron (…) Tú eres testigo de mi sufrimiento diario. Te agradezco todo lo que me has brindado. Nunca podrás imaginar cuánto te he amado. Nunca tuve nada igual. No se puede comparar con nada semejante de mi pasado. Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia (Nota: él tenía, al morir, 77 años; ella, 31). Y no te pude brindar hijos. Rezá un poco por mí. Sé que sufrirás un poco al principio. No sufras, por favor, no sufras mucho. Te he amado con locura. Estaré pensando en ti, solamente en ti, hasta el último segundo. Un abrazo grande, muchos besos, René”.

MARIA ANTONIA. Dijo, muchas veces, que su primer amor fue “mi madre, Ida Raffaelli, una mujer excepcional, de ojos verdes y una mirada muy dulce. Era modista y lo poco que ganaba lo aportaba al hogar. Pasaba largas horas en la máquina de coser, y además cumplía con devoción su papel de ama de casa mientras yo, a mis doce años, ya trabajaba en la carpintería de mi padre, Juan Bautista, donde aprendí a tallar la madera: un gran paso, aunque no parezca, para manejar el bisturí”. Aquella casa y aquel taller estaban en uno de los barrios más modestos de La Plata, llamado El Mondongo por su cercanía a los frigoríficos. El barrio de Gimnasia y Esgrima, Los Triperos: otro de los profundos amores que agitaron el corazón de René. Al caer la noche, después del colegio y del trabajo, “yo vagaba por el Bosque; conocí los primeros besos, el primer sexo y el primer amor”. Ella fue María Antonia Delgado, compañera del secundario. René se recibió de médico en 1949, a los 26 años; se casaron el 18 de noviembre de 1951 y pasaron su luna de miel en la cordobesa Capilla del Monte.

JACINTO ARAUZ. Ni un solo paso dio René Favaloro, hasta su última tarde y el disparo, que no fuera inspirado por la pasión, el amor, su corazón indomable. Casi apenas recibido, su tío le escribió desde Jacinto Arauz, un pueblito perdido en La Pampa. “El único médico que tenemos está enfermo. ¿Te animás a venir y reemplazarlo unos pocos meses? Mi jefe en el hospital trató de disuadirme: ‘Vos no naciste para médico rural’. Pero fui… ¡y me quedé doce años! Con María Antonia, mi mujer, vivíamos en una vieja casa-chorizo, con mucha modestia, y los pacientes me pagaban con pollos, huevos, queso. Andaba en un Chevrolet del treinta y cuatro y llegué a atender sesenta pacientes por día. Muchos años después, ya en los grandes centros médicos de los Estados Unidos, añoraba a aquellas humildes enfermeras de Jacinto Arauz, que tanto me quisieron y a las que tanto quise. Nunca volví al pueblo: tuve miedo de que la emoción me matara de un infarto”.

LA PATRIA. Año 1962: viaja a los Estados Unidos para especializarse en cirugía torácica y cardiovascular en la Cleveland Clinic. Cinco años después logra una de las mayores hazañas médicas del siglo XX: el bypass (puente coronario). The New York Times lo consagra como “el héroe mundial que cambió parte de la medicina moderna y revolucionó la cirugía cardíaca”. Se convierte en una codiciada y costosa estrella. Los mayores hospitales y clínicas se disputan su contrato. Pero en 1971 vuelve a la Argentina. A un país que empezaba a vivir la década más violenta de su historia: los años de plomo. ¿Por qué? “Es muy simple: por amor a la patria. Aun con todos sus defectos, me gusta y amo a mi país. Vine para operar y para enseñar, porque enseñar es una de las más grandes pruebas de amor”. Mientras, le llueven premios desde todo el mundo: el John Scott, sólo ganado por genios como Marie Curie y Alexander Fleming; doctor honoris causa en Tel Aviv; Gran Oficial de la República Italiana; invitado de lujo a todo congreso del planeta; le ofrecen el Ministerio de Salud (bajo Carlos Menem), la gobernación bonaerense y la intendencia porteña; etcétera. Pero todo lo declina. Su corazón, el de la cuarta acepción (“voluntad, amor”), dedica cada sístole y cada diástole a sus dos y más conmovedoras obras: 1975, la Fundación Favaloro, y 1992, el Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular: trece pisos, 4.500 metros cuadrados, once años de trabajo y vigilia, 55 millones de dólares (“hasta el último centavo que gané en mi vida lo puse allí”, dijo). Dos años después, una hepatitis B casi lo borra del mundo. “Tuve que bajar el ritmo de trabajo. Pero no lo hice por mí, sino por mis cinco sobrinos y mis once sobrinos nietos. No tuve hijos, pero ellos no lo eran menos…”.

GOLPE AL CORAZON. En 1998, primer gran duelo. O segundo, porque su hermano Juan José había muerto en un accidente. Un cáncer de riñón condena a María Antonia. En vano intenta cuanto tratamiento existe. Ya postrada, en el último verano la lleva a la playa en silla de ruedas. Muerta María Antonia, se queda solo en su departamento de Barrio Parque. Solo y jaqueado por la adversidad, porque el Instituto tambalea: dos obras sociales le deben más de 18 millones de dólares, no le pagan, y él debe endeudarse con créditos para pagar los sueldos de sus mil cien empleados y todos los gastos de la Fundación. Manda cartas desesperadas a empresarios y dueños del poder, sin respuesta. Advierte que su decálogo moral, escrito para los jóvenes, se desploma, derribado por la corrupción y el dios-dinero. Su voluntad y su amor (siempre esa cuarta acepción del sustantivo corazón) le dictan ese decálogo: honestidad; culto a la verdad; defensa de la libertad; lucha por la democracia; solidaridad; responsabilidad y compromiso en todos los frentes; lucha por la dignidad del hombre; una mejor vida en la Tierra; unidad latinoamericana, y entender que nada, nada, nada se consigue sin esfuerzo. “Este es mi testamento moral –dice–, pero todo lo que pasa en mi país parece burlarse sistemáticamente de cada uno de los puntos: sólo veo a mi alrededor corrupción, violencia, injusticia social, desocupación y marginalidad”.

DIANA LUCIA. En esas encrucijadas, en esos desencantos, en esas tristezas está cuando conoce a Diana Lucía Truden. Diana Lucía, que primero es una foto carnet, un currículum y una postulación: asistente de una de las secretarias del mago del by-pass, puesto vacante. Edad: 25 años. Meta: estudiar traductorado técnico, científico y literario en inglés. Seria, apasionada, de puntualidad solar, escala posiciones y se acerca cada vez más a su jefe. Después de la tragedia del 29 de julio, ella recordó que “trabajamos juntos unos seis años. Después de la muerte de María Antonia él sufrió una gran depresión. A veces me quedaba hasta las nueve de la noche, hablaba con él, y en una de esas charlas me dijo: ‘Me siento atraído por vos’. Poco después, el domingo 7 de marzo del ’99, al mediodía, me invitó a su casa de Palermo Chico, Dardo Rocha 2965, y me confesó que estaba enamorado de mí”. No tardaron en ser pareja, pero en secreto absoluto: ni siquiera salían juntos de la Fundación. Por fin, un mes antes de su muerte “decidimos no ocultarnos más (Nota: a partir de entonces, Favaloro empezó a presentarla como su novia). Pero el 28 de julio…”.

EL ULTIMO ACTO. … el 28 de julio salimos del trabajo a las seis de la tarde, hicimos las compras en una quesería de Entre Ríos y Venezuela, fuimos a su casa y me quedé a dormir. El 29 nos levantamos normalmente, y al mediodía fui a mi casa para buscar una valija con ropa, porque íbamos a casarnos. René pensaba visitar a su sobrino Coco en La Plata. Cuando volví, me extrañó que no estuviera su auto, pero pensé que había llegado temprano y lo había guardado. De pronto recordé algo: en enero de ese año, el 2000, cuando volví de un viaje por Africa, me dijo: ‘Me voy a suicidar. No puedo vivir sin esta relación, pero tampoco puedo sacrificarte’. Se refería a la diferencia de edad. Hablamos y decidimos seguir, le pedí que nunca más hablara de suicidio, y me lo prometió. Pero la situación de la Fundación lo angustiaba. ‘No tiene arreglo’, decía. Los últimos balances fueron negativos, y el 28 de julio se le murió un paciente que operó ese mismo día. Para colmo, me mostró una lista del personal de la Fundación que sería echado: la mayoría, amigos entrañables que empezaron con él. En mi casa, Misiones al 300, esperé a mi hermano Pedro, cargamos dos valijas y la computadora, y a las cinco menos cuarto de la tarde llegamos a la casa de René. Las llaves estaban puestas por dentro. Lo llamé dos veces por mi celular, pero respondió el contestador automático. Toqué el timbre muchas veces. Por fin, Pedro pudo empujar la llave, y entramos. René estaba muerto. Yo no sabía que tenía un arma…”. (Nota: cinco meses antes, en febrero, pidió permiso de portación alegando sus continuos viajes a La Plata y alrededores, lugares que consideraba peligrosos).

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Días después del suicidio, Diana Truden pidió retirar del departamento algunos objetos personales. Una batidora, 850 pesos, regalos, ropa, su libreta de estudiante, su PC, una cámara de fotos, una lapicera Montblanc con las iniciales RF, los manuscritos de un libro que estaban escribiendo juntos (casi listo, y aceptada su impresión)… y dos alianzas de oro en un estuche rojo guardado en la mesita de luz. Siete cartas dejó el hombre antes de enfrentarse al espejo –a su cara, a su propia vida, y en soledad–, apretar el gatillo y liberar esa bala calibre 38 que le partió el corazón. Siete cartas. La última decía: “Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento, como decía Don Ata. No puedo cambiar. No ha sido una decisión fácil, pero sí meditada. No se hable de debilidad o valentía. El cirujano vive con la muerte, es su compañera inseparable, y con ella me voy de la mano. Sólo espero que no se haga de este acto una comedia. Al periodismo le pido que tenga un poco de piedad. Estoy tranquilo. Alguna vez, en un acto académico en los Estados Unidos, se me presentó como a un hombre bueno que sigue siendo un médico rural. Perdónenme, pero creo que es cierto. Espero que me recuerden así. A mi familia, mis colaboradores, mis amigos, recuerden que llegué a los 77 años. No aflojen: tienen la obligación de seguir luchando por lo menos hasta alcanzar la misma edad, que no es poco. Reitero la obligación de cremarme sin perder tiempo. Queda terminantemente prohibido realizar ceremonias religiosas o civiles. Un abrazo a todos. René Favaloro”.

EPILOGO. La vida, pasión y muerte de René Gerónimo Favaloro no fue otra cosa, además de genio, que la cuarta acepción de la palabra corazón: voluntad, amor. Amor al taller de su padre carpintero y a las herramientas de tallar que mucho después trocaría por el sutil y estricto bisturí. Amor al barrio El Mondongo, a la primera mujer, a la última mujer. A los años de la soledad pampeana de Jacinto Arauz y sus pacientes, aquellos que le pagaban con pollos y huevos frescos. A la fundación donde arriesgó todo sin que nadie, cuando los números pasaron del azul al rojo, le tendiera la mano. Su héroe fue José de San Martín, otro bravío corazón que dijo: “Vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte”. No lo supo don José, claro. Un siglo y medio los separaron. Pero cuando lo dijo, acaso pensó en un hombre como Favaloro.

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Hoy, Diana Truden sigue allí, en la Fundación. En el lugar de su corazón.

Eso fue René Favaloro. Prócer por toda su obra, su pasión por el país, su devoción por la enseñanza, su vocación de médico. Cotidiano, porque los honores y la gloria no lo envanecieron jamás ni lo tentaron al dorado retiro.

Eso fue René Favaloro. Prócer por toda su obra, su pasión por el país, su devoción por la enseñanza, su vocación de médico. Cotidiano, porque los honores y la gloria no lo envanecieron jamás ni lo tentaron al dorado retiro.

María Antonia Delgado. Se conocieron en la escuela secundaria. Se casaron en 1951. Los dos tenían 28 años. Ella lo acompañó durante casi medio siglo: murió de cáncer en 1998, tras estar postrada mucho tiempo. No tuvieron hijos.

María Antonia Delgado. Se conocieron en la escuela secundaria. Se casaron en 1951. Los dos tenían 28 años. Ella lo acompañó durante casi medio siglo: murió de cáncer en 1998, tras estar postrada mucho tiempo. No tuvieron hijos.

Diana Lucía Truden. Llegó a la vida de Favaloro como asistente de una secretaria en 1994. Trabajaron codo a codo. El quedó viudo, y no mucho después le dijo: “Estoy enamorado de vos”. Estaban a punto de casarse cuando René se suicidó. Le dejó cartas conmovedoras.

Diana Lucía Truden. Llegó a la vida de Favaloro como asistente de una secretaria en 1994. Trabajaron codo a codo. El quedó viudo, y no mucho después le dijo: “Estoy enamorado de vos”. Estaban a punto de casarse cuando René se suicidó. Le dejó cartas conmovedoras.

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