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Así viven los argentinos en las Islas

En la remota región de Lafonia, donde las Malvinas se convierten en un manto de hierba amarilla sobre un suelo de turba, se encuentran las ruinas de una casa de piedra. Nadie conoce la fecha exacta de su construcción, pero los guías de turismo saben quiénes fueron los improvisados albañiles: los gauchos argentinos que criaban vacas en el siglo XVIII. Los vacunos fueron reemplazados, casi en su totalidad, por ovejas: hay 600 mil lanares. Y los gauchos, a partir de la usurpación británica de 1833, por colonos ingleses. La historia oficial habla de ellos como “sudamericanos”, un eufemismo. Pero, sobre todo, los argentinos parecieron desaparecer de los registros oficiales de las islas tras la guerra de 1982. Sin embargo, el último censo, cuyos resultados finales se conocieron el 19 de febrero de este año, trajo una sorpresa: entre un total de 2.955 isleños, hay 29 argentinos que viven en las Malvinas. Muchos de ellos, todavía, prefieren que su nacionalidad no se conozca; eligen hacer silencio sobre su origen. Otros, en cambio, se adaptaron y no se ocultan. Sólo ponen una condición para exponerse: nada de hablar de política. Los salarios son buenos, y una palabra de más, creen, podría echar por tierra sus sueños en el Atlántico Sur.

Los más silenciosos son aquellos que se han mimetizado, como camaleones, con los habitantes locales. Por ejemplo, Lilian Wallace, que vive en la casa marrón del número 38 de Ross Road West, frente al mar, dice por teléfono: “Hace 31 años que vivo aquí, y éste es un año muy especial. Nací en la Argentina pero me crié en Stanley. No voy a hablar con ustedes, porque los periodistas argentinos escriben cualquier cosa…”. Y corta. Casada con Stuart, y pese a las tres décadas de permanencia, apenas un leve acento inglés empaña su castellano. Quienes han llegado en los últimos años son más abiertos.

RUMBO SUR. Uno de los pioneros de la última década es Sebastián Socado (27). En julio cumplirá seis años viviendo en Puerto Argentino, una ciudad que recorre a bordo de su Toyota Prado –que costó 16 mil libras (96 mil pesos) y el banco financió en un 90 por ciento– escuchando cumbia santafecina. Y su historia con las Malvinas, de algún modo, comenzó en 1982 aquí mismo. Reynaldo, el padre de Phoebe (27), su mujer –nacida en esta tierra– era argentino, y sacó a su familia de las islas por miedo a represalias. Se instalaron en Claypole, en el Barrio Don Orione. El hombre falleció ese mismo año. En la escuela Técnica Nº 3 de esa localidad, Sebastián conoció a su futura esposa. “Que viniera de Malvinas no me afectaba en nada”, sostiene. En 1999 se casaron, y dos años más tarde pusieron proa al sur. “Yo trabajaba en una papelera. Por hora, ganaba un peso con diez… nada –dice–. Lo hablamos y viajamos, aunque mi familia no estaba muy convencida”.

Cuando llegaron, Phoebe ya tenía el trabajo asegurado. Era sólo los domingos, en el Kelper Store, un autoservicio. Todavía trabaja allí, como asistente del manager. Entre los socios del negocio está Stuart, el marido de Lilian Wallace. Por su parte, Sebastián cuenta: “Estuve un mes y medio sin empleo. Conseguí en una granja. A los dos años, empecé en Any Job, donde se dedican a hacer de todo: construcción, pintura, arreglar cercos… Y al mismo tiempo estibaba pescados, algo que todavía hago. Ahora trabajo para el gobierno municipal y además soy bombero: corto árboles y mantengo limpia la ciudad”.

Por ese trabajo, “que me dieron por ser laburador, que sea argentino ni influyó ni perjudicó”, gana 12 mil libras por año, unos 72 mil pesos. Aunque su mujer –quizá por ser local habla con más libertad– dice: “Al primer jefe, la gente del gobierno le decía ‘ah, usted emplea argentinos’; pero él contestaba que vivíamos acá y teníamos nuestra familia”. Se refería a los hijos del matrimonio, Nicole (7) y Joshua (3), hincha de Boca. Los cuatro viven en una casa de dos habitaciones que les provee el gobierno, por la que pagan 284 libras por mes. Es barato: por lo general, un alquiler de una propiedad similar cuesta 700 libras, y comprarla, aproximadamente 70 mil libras. Otros gastos en su libreta son los de luz (60 libras por mes) y combustible (100 libras en kerosene para los radiadores de calefacción). Y aunque Phoebe redondea 900 libras mensuales por su empleo part-time, ambos se quejan de que es difícil ahorrar. Tampoco les es fácil hacer algo en el tiempo libre. Quienes no tienen tevé satelital sólo disponen de diez canales de cable (ESPN pasa los goles del fútbol argentino), y quienes ni siquiera tienen esa chance sólo pueden ver la programación de BFBS –un canal británico– o escuchar las dos estaciones de radio. ¿Cine? Sí, hay uno en la base militar de Mount Pleasant… pero hay que hacer 62 kilómetros de noche. Lo que no extrañan demasiado es la comida. Como Phoebe es quien se encarga de las compras del minimercado, pide a Chile productos argentinos. Allí, por ejemplo, el viernes había frascos de mermelada Arcor a 5 libras; en el West Store, champagne Chandon a 12,07 libras; en el Fruit Choice Farm Shop, hay bastante más: bizcochuelo Exquisita a 1,39 libras; Bon-o-Bon a 10 peniques (60 centavos); aceite Natura, a 4,30 libras por tres litros. Pero, a coro, los Socado dicen que extrañan los horarios argentinos. “Acá, a las nueve se corta todo. Si hasta los pubs cierran once y media”.

TODOS A BAILAR. The Globe y Deano’s compiten por ser el mejor pub de la noche malvinense. Los miércoles en el primero, y los jueves en el segundo, se lleva a cabo La Noche Latina. Es curioso: en The Globe, de un lado, un disc jockey pasa cumbia argentina, regaetton centroamericano, merengue caribeño. Y los chilenos, peruanos y argentinos bailan bajo una bola de espejos. La otra mitad tiene como techo banderas inglesas. Y una mesa de pool donde ignoran lo que sucede en el sector opuesto. No todos, en realidad. Allí está Melvin Clifton (26) el ex novio de Gladys Pennisi, una argentina que trabaja en el Standard Chatered, el banco de la ciudad. Ella está en Mar del Plata, donde asistió a la boda de su hermano. Melvin se lamenta, dice que la extraña, pero cuando cuenta sus vacaciones en La Feliz se entusiasma: “Una tarde fui solo a la playa… ¡por Dios, qué mujeres!”. Y sigue bebiendo cerveza, hasta que una campana anuncia que queda sólo una vuelta de bebida más.

Quien no está triste por la ruptura es la madre de Gladys, Bárbara Minto. El posible yerno, parece, no le gustaba. Ella es malvinense, pero vivió 31 años en Mar del Plata. Allí estaba durante abril de 1982, y por eso se muestra más reacia a hablar que los jóvenes. Su historia es una fotografía del corte que produjo la guerra entre ambas comunidades, y la pérdida de una posibilidad concreta de conseguir la soberanía en este territorio. “Mi marido era argentino, trabajaba en YPF. Lo conocí en 1974, y dos años más tarde viajamos a Mar del Plata, donde nos casamos en la Gruta de Lourdes, en el puerto. Después del conflicto no pude volver aquí durante 14 años. Hace algunos años él murió, y yo regresé. Allá no tenía trabajo, y me pasaba el día mirando a la pared”. Hoy limpia habitaciones en el hotel Malvina House, donde gana unas 14 mil libras anuales.

También baila en The Globe Carlos Rodríguez (44). Vive a cinco casas de Lilian, y trabaja en la limpieza de la escuela primaria y de 9 a 16, en el matadero local, del que luce una chomba azul con la leyenda Falklands Islands Meat Company. A comienzos de 2000 todavía vivía en el barrio El Cortijo, de San Miguel, en el oeste del Gran Buenos Aires. Si bien es reservado con su vida privada, cuenta que llegó aquí con su mujer Beth, nacida en Malvinas, y su pequeño hijo Axel, hoy de ocho años. “Tenía un buen trabajo, era fotógrafo y camarógrafo en la administración pública –cuenta mientras ceba mate–, pero me vine por el tema de la inseguridad. Con mi familia lo pensamos, vendimos todo y llegamos acá”. Los primeros tiempos fueron duros. “Primero alquilamos una casa del gobierno durante seis meses –continúa–. Después nos vinimos a vivir acá. Al principio fue difícil, porque no tenía trabajo. Por ser argentino me ponían cláusulas que no estaban en las leyes. Ahora es más accesible: hay que venir con 2.000 libras (unos 12.000 pesos) y uno puede intentar conseguir empleo durante un mes. Si no… te mandan de vuelta. Al final, me tuve que casar. Lo hice el 5 de mayo de 2001, y una semana después me dieron el permiso de trabajo.

–¿Costó la adaptación?
–No. Enseguida me acostumbré. En dos semanas tenía conocidos. Nadie me insultó, nunca escuché un “fucking argie”. Me preguntaban si era de Buenos Aires, por Maradona, Batistuta, y hasta Kempes. Pero como a mí no me gusta el fútbol, por ese lado no tenía tema. Amigos no tengo. Esos están en San Miguel, y estoy en contacto por mail y los veo en las vacaciones. Esa palabra es muy grande.

–¿Qué ganaste y qué perdiste?
–Lo mejor aquí es la tranquilidad, la seguridad. ¿Y qué extraño? Ni el ruido, ni a Buenos Aires… Lo único… a las mujeres argentinas.

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Hace cuatro años nació su hija Tiffany. Hoy, Carlos está separado, y alquila habitaciones en su casa. Hace ocho meses tuvo una sorpresa: llegó Matías, un hijo de un matrimonio anterior, de 18 años. “Vine a visitar a mi viejo, pero conseguí un buen trabajo y me quedé”, cuenta en un descanso de su trabajo de lavacopas en Falkland Brasserie, el restó fashion (si cabe aquí esa palabra) de Puerto Argentino. Su empleo, de 6 a 15 y de 18 a 22.30, le reporta 1.300 libras mensuales. “Estoy ahorrando todo –se entusiasma–, y algo le mando a Mirta, mi mamá, y a mis cinco hermanos”. El sueño de Matías es “terminar el secundario y comprarme una casa”. En el pub, las miradas de las chicas kelpers lo taladran. “En ese terreno me va bárbaro”, dice con una gran sonrisa, y señala a una rubia, Jermaine. Sí, lo pasa bien acá: “Siempre me trataron bien. Conozco gente mayor, y me aprecian. Si sos buena gente, no tenés problemas… Además, nosotros no hablamos de la guerra”. Matías, hincha de River, prefiere ir al pub a ver fútbol. “A veces pasan partidos de la Argentina. Y se ve la liga inglesa por Fox Sports con el relato del Bambino Pons…”.

A pesar de que su padre alquila habitaciones de su casa, él decidió vivir solo. Un cuarto le cuesta 300 libras mensuales. En la propiedad de Carlos hay un matrimonio peruano, y una argentina que llegó hace seis meses y, como los Socado, desde el Barrio Don Orione, en Claypole: Florencia Davino, de 26 años. Su primer contacto con las islas sucedió hace cuatro años, cuando llegó de vacaciones para visitar a su hermano Marcelo, que vivía aquí junto a su familia y hoy retornó, ya sin mujer ni tres hijos, al sur del Gran Buenos Aires. Florencia, en aquel momento, pasó seis meses “de tranquilidad”. Esa experiencia la llevó a enviar un currículum al hotel Upland Goose (ganso de Malvinas) a fines del 2005. En enero de 2006 le ofrecieron empleo, y un mes después ya estaba instalada aquí. “No le había dicho a nadie que había pedido trabajo –confía–. Pero esto es muy pequeño, todos se enteran de todo, y una semana antes de venir me llamó mi sobrina. ‘¿Es verdad que viajas, tía?’ Mi último trabajo fue en el aeropuerto de Ezeiza. Tenía que controlar pasaportes y ganaba 500 pesos. Salía de noche, y tenía que esperar, a las once y media, el micro en la rotonda de Firestone, en Llavallol. Una vez me asusté mucho: un tipo empezó a correr hacia mí. Menos mal que justo llegó la Costera. Y antes fui profesora de Matemáticas en una escuela de Glew. Faltaban vidrios, los chicos me decían ‘te espero a la salida’, estaba con miedo… Terminé un noviazgo, y me decidí a venir”.

Florencia dejó el trabajo en el Upland Goose, donde era moza del bar, y se empleó en el frigorífico, donde gana poco más de mil libras al mes (seis mil pesos) empacando carne de oveja, que entre otros destinos tiene el de alimentar a los presos de una cárcel inglesa. Allí conoció a su novio, Phil, flaco, barbado y de pelo largo (una rareza) y al que, lógicamente, apodan Jesús. Sin embargo, el plan de Florencia tiene un norte: quiere ir a Escocia y establecerse allí.

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De paso, o para toda la vida, en las Islas Malvinas ya hay 29 argentinos. Que no quieren hablar de política ni recordar que allí hubo una guerra hace 25 años. Pero que están. Y, por ahora, ya es bastante.

Sebastián Socado, argentino, y su esposa Phoebe, malvinera, ambos de 27 años. Se conocieron en Claypole y están en las Malvinas desde 2001. Con ellos, sus hijos Nicole (7), y Joshua (3), hincha de Boca. Phoebe luce un tatuaje bien “argento” que dice Seba.

Sebastián Socado, argentino, y su esposa Phoebe, malvinera, ambos de 27 años. Se conocieron en Claypole y están en las Malvinas desde 2001. Con ellos, sus hijos Nicole (7), y Joshua (3), hincha de Boca. Phoebe luce un tatuaje bien “argento” que dice Seba.

 Poco antes de esa hora se acaba el baile y cierran los pubs. Melvin en el pool. Malvinero, ex novio de la argentina Gladys Pennisi. Ella es bancaria en Puerto Argentino, una ciudad achatada por un cielo gris. El aspira a reconquistarla.

Poco antes de esa hora se acaba el baile y cierran los pubs. Melvin en el pool. Malvinero, ex novio de la argentina Gladys Pennisi. Ella es bancaria en Puerto Argentino, una ciudad achatada por un cielo gris. El aspira a reconquistarla.

 Vine a visitar a mi viejo, conseguí un trabajo y me quedé", dice Matías Rodríguez (18), hijo de Carlos. Va al pub a bailar y a ver los partidos de River por tevé. ">

"Vine a visitar a mi viejo, conseguí un trabajo y me quedé", dice Matías Rodríguez (18), hijo de Carlos. Va al pub a bailar y a ver los partidos de River por tevé.

Yo era profesora de matemáticas en una escuela de Glew, pero la inseguridad y los bajos sueldos me trajeron a probar suerte en Malvinas". (Florencia Davino, 26 años)">

"Yo era profesora de matemáticas en una escuela de Glew, pero la inseguridad y los bajos sueldos me trajeron a probar suerte en Malvinas". (Florencia Davino, 26 años)

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