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Así mataron a Rucci

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Pasaron treinta y cinco años y casi dos meses desde aquel frío mediodía de una primavera apenas empezada. Las amenazas databan de algo más de un año antes, pero José Ignacio Rucci, de 49 años y escaso metro setenta, pelo oscuro y peinado con jopo, santafesino de Alcorta, domador de caballos en su provincia y obrero metalúrgico en Buenos Aires (fábrica de cocinas Catita, barredor de taller), sin ignorarlas, parecía no temerles. “Cuando te quieren matar en serio no te amenazan”, solía decir. Había llegado, casi desde la nada, hasta la timonera del más poderoso navío sindical: la CGT. Sólo se jactaba de un título: la lealtad a Juan Domingo Perón. Lealtad absoluta, sin dobleces, sin dudas, sin vacilaciones, y temeraria: “No creo que me maten”.

Sin embargo, cuando desde tantos sectores lo miraban como un blanco móvil y un muerto a corto plazo, empezó a protegerse. Le armaron un pequeño departamento en los altos de la CGT de Azopardo, un edificio casi inexpugnable, y aun así, tenía una vivienda, alternativa y prestada, en la calle Avellaneda 2953, ocupada por su mujer, Nélida Blanca Vaglio, y sus hijos Aníbal, el mayor, al borde de sus quince años, y Claudia, de nueve.

De allí salió, diez minutos antes de las doce, con dos destinos: el Canal 13, para un reportaje, y un encuentro con Lorenzo Miguel, un ya mítico dirigente sindical. Su chofer, Abraham Tito Muñoz, lo esperaba junto al Torino colorado de la CGT, chapa provisoria E-75885, que además llevaría a tres de los custodios de Rucci: Ramón Rocha, ex boxeador, Jorge Sampedro y Carlos Carrere, y sería seguido por otro Torino, pero gris, un Dodge blanco y un Ford Falcon gris. En total, trece hombres de custodia. Pero ese operativo fue sólo el preludio del último, feroz, sangriento último acto: desde dos ventanas de los edificios que flanqueaban la casa-chorizo de Avellaneda 2953 partió fuego graneado.

La primera bala, de fusil FAL, perforó el cuello de Rucci, y fue mortal. Las otras, más de veinte y de ametralladora, terminaron la negra ceremonia. Apenas dos días antes, Juan Domingo Perón había sido elegido presidente de la República por tercera vez (61,85 por ciento, casi siete millones y medio de votos), y su primera espada, casi el hijo que no tuvo, era un cadáver tirado en la vereda. O más: un cadáver tirado, simbólicamente, en el despacho presidencial del hombre al que Rucci había consagrado su vida. Entre los asesinos, el crimen, como repugnante sarcasmo, fue bautizado Operación Traviata, alusión a unas galletitas cuyo eslogan publicitario decía “la de los veintitrés agujeritos”.

Quizá nunca se sepa cuánto tiempo y cuántos hombres demandó el trazado del plan. Pero la fase final empezó a las nueve menos cuarto del mismo día, cuando dos jóvenes “de impecable aspecto”, según testigos, tocaron el timbre en Avellaneda 2951, la casa de Magdalena Villa viuda de Colgre, de sesenta y tres años, también dueña de la casa contigua, señalada con el número 2947, y ambas en venta. Los dos jóvenes, en dos visitas anteriores, se habían presentado como posibles compradores, y esa mañana le anunciaron que querían concretar la operación. Entraron, la recorrieron, y de pronto la sentaron en un sillón y la ataron. En ese momento entró un tercer hombre, y unos minutos más tarde otros tres, disfrazados de pintores y cargando dos bolsas y dos latas en las que habían ocultado las armas de fuego y algunas granadas. Tomaron posiciones en las ventanas del primer piso… y esperaron.

A treinta y cinco años del asesinato, el camionero Hugo Moyano, desde el mismo sillón de la CGT que ocupó Rucci, desató una tormenta: exigió la reapertura del caso. Por años, y hasta hoy, todo apuntó a los Montoneros. Pero puede haber llegado la hora de las confirmaciones, los nombres y la justicia. La hora de la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad.

Medianoche del domingo 23 de septiembre de 1973. Rucci llega a la Residencia Presidencial de Olivos para saludar a Perón, triunfador en elecciones por tercera vez. Al volante, Abraham Muñoz, el chofer del gremialista. Dos días después, el líder cegetista estaba muerto. Muñoz, gravemente herido, sobrevivió.

Medianoche del domingo 23 de septiembre de 1973. Rucci llega a la Residencia Presidencial de Olivos para saludar a Perón, triunfador en elecciones por tercera vez. Al volante, Abraham Muñoz, el chofer del gremialista. Dos días después, el líder cegetista estaba muerto. Muñoz, gravemente herido, sobrevivió.

Ricardo Otero, ministro de Trabajo, llora junto al féretro de Rucci. Poco después, quebrado por el dolor, se desmayó. El velorio fue un desfile incesante de <i>“peronistas de Perón”</i>, como definieron los dirigentes cegetistas, aludiendo así <i>“a los traidores”</i> (sic).

Ricardo Otero, ministro de Trabajo, llora junto al féretro de Rucci. Poco después, quebrado por el dolor, se desmayó. El velorio fue un desfile incesante de “peronistas de Perón”, como definieron los dirigentes cegetistas, aludiendo así “a los traidores” (sic).

Luego de que trascendiera la noticia, una multitud se congregó en Avellaneda 2953, la casa del sindicalista.

Luego de que trascendiera la noticia, una multitud se congregó en Avellaneda 2953, la casa del sindicalista.

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