«Así combatimos en Monte Longdon» – GENTE Online
 

"Así combatimos en Monte Longdon"

Estaba de guardia en mi posición, casi en el centro de la parte más alta de Monte Longdon, mirando hacia el norte. Desde ahí oía la radio del subteniente Juan Baldini, mi jefe, que tenía su carpa en una olla, en el centro de su tropa. Escuchaba Radio Colonia, que repetía la transmisión de la visita del papa Juan Pablo II a Luján... De golpe se hizo silencio y empezaron los tiros y los gritos en inglés... Yo no veía nada, había una niebla tremenda. Lo único que hice fue agarrar mi ametralladora, una FAP, y pensé: ‘Sonamos’...”.

Felipe De Luca está allí, en el mismo lugar que ocupaba el 11 de junio de 1982 a las diez y media de la noche, como miembro de la Primera Sección de la Compañía B del Regimiento 7 de La Plata, cuando empezó la batalla más cruenta de la guerra de Malvinas. Un combate que duró nueve horas, costó la vida a 31 argentinos y 23 ingleses y dejó 167 heridos de ambos bandos. Una lucha cuerpo a cuerpo, terrible y a bayoneta calada entre 450 ingleses y 278 argentinos, que tiempo después hizo decir al comandante de la 3ª Brigada de Paracaidistas británica, brigadier Julian Thompson: “Estuve a punto de sacar a mis muchachos de allí. No podía creer que esos adolescentes disfrazados de soldados nos estuvieran causando tantas bajas”.

Sin embargo, la mirada que tienen De Luca (44, casado con Claudia –la primera persona que lo abrazó al regresar a La Plata– y con tres hijos, Santiago, de 15, Julián, de 9 y Lucía, de 3) y Eduardo Antonio González (44, casado con Sonia, que tiene a Fabricio, 3 y Martina, de 7 meses), 25 años después y sobre el mismo suelo de piedra, no se concentra sólo en el heroísmo de aquella jornada. Para ellos, la batalla de Monte Longdon no fue una película. La única música que tuvo fue el siseo de las balas trazantes, el estruendo de las bombas y las súplicas de los heridos. Les pasó por adelante, por arriba. Ellos conocían a los muertos. Por eso, en el libro de visitas ubicado bajo la cruz que recuerda a las víctimas, escribieron: “No a la guerra”.

Ahora caminan entre los restos de trincheras, las balas todavía desparramadas, la cocina de la Compañía B destruida por un mortero, los agujeros terribles que dejaron las bombas que lanzaban, sin respiro, desde los barcos ubicados en el mar, que se divisa sin dificultad desde los 500 metros de altura del monte. Y recuerdan, sí, cada instante de aquel terrible día.

BAJO FUEGO. De Luca y González se conocían desde los 17 años. Uno de Olmos, el otro de La Plata, iban a los mismos boliches. La arbitraria bolilla de la colimba los envió al mismo destino. Y el martes 13 de abril –nada menos– se embarcaron rumbo a las Malvinas. Llegaron un día después y caminaron, mochila y arma al hombro, los 14 kilómetros entre el aeropuerto y el lugar donde combatieron. También acarrearon –entre otras cosas– un cañón de 105 milímetros, que sigue en el monte, totalmente herrumbrado, y que, dicen, jamás funcionó. A cada uno le tocó una sección distinta. Estaban a 70 metros de distancia, pero en los 60 días que estuvieron en las islas jamás se vieron. Cuando los ingleses llegaron, ya habían librado una batalla contra el hambre, el frío y el agua. Estaban agotados. De Luca, quien estaba ubicado en el mismo frente –el lugar donde, repasa, cuatro de sus compañeros fueron estaqueados por su superior–, gira hacia su izquierda y señala al horizonte, por la ladera oeste, desde donde suponían que llegarían los ingleses y donde habían enterrado 1.500 minas antipersonales, de las que sólo explotaron dos porque –según escribió Peter Cuxson en su libro Twilight Warriors: Inside the World’s Special Forces– “el resto estaban congeladas”. Y cuenta: “El día anterior al combate estaba despejado, y veíamos cómo, por todo el frente del Monte Longdon, los helicópteros transportaban cañones y tropas. Eran los ingleses que avanzaban”.

No eran las piedras donde está, que miran hacia el norte, las de su posición original. El lo sabe, y se le nubla la mirada cuando recuerda: “En el cementerio de Darwin está la tumba que iba a ser mía. El 8 de junio, el subteniente Baldini intercambió mi posición con la de Omar Quintana, más al frente. Quintana fue herido y murió cuando los ingleses lo trasladaban al hospital. Su cuerpo es, creo, el único identificado de Longdon”. Entonces retoma el relato de la noche del combate y ya sólo lo interrumpen las eternas ráfagas de viento de las Malvinas: “Nosotros no veíamos nada. Por ahí tirábamos una luz de bengala; parecía que se había hecho de día, pero no veíamos a los ingleses: se escondían. Al rato se apagaba la luz y empezaban los tiros. Pasaban las balas trazantes, era terrible. Si no tenías la posición bien cubierta, te daban enseguida. Abajo, al oeste y al norte, había compañeros nuestros, y fueron los que peor la pasaron. Algunos corrieron y alcanzaron a cubrirse, pero otros no pudieron. Los ingleses venían a matar. Esa noche fue casi imposible rendirse. Además, los de la segunda sección, que estaban más cerca de Puerto Argentino, al este, empezaron a tirar para nuestro lado, y no sabías de dónde podía llegar el proyectil. Yo tuve la suerte de quedar en mi posición, que estaba bien cubierta. Pensé: ‘Si me salvo, me salvo acá’. Si corría para atrás, por ahí mis propios compañeros me daban. Mi FAP disparaba ráfagas de 20 tiros, pero no funcionaba: tenía que cargar y tirar, cargar y tirar... Empecé a disparar al frente y al medio de la olla, porque los gritos ya se escuchaban en la posición de Baldini. Allí cayeron la mayor parte de los muertos, los nuestros y los de ellos. En un momento pensé: ‘No tiro más’, porque no quería disparar sobre algún compañero. Dije: ‘Me agacho, me meto en el pozo y, si me salvo, que sea porque Dios quiere’.
Este lugar tenía una laja encima, y éramos tres, mudos, esperando que no nos encontraran. Pasaron la una, las dos, las tres de la mañana. Y el combate, acá, duró hasta casi el amanecer. Se peleaba posición por posición. Algunos estaban bien cubiertos, veían ingleses y tiraban... Yo fui uno de los últimos que hicieron prisioneros. Al amanecer no se escuchaban más tiros. Y nos descubrieron. Salimos con las manos en la cabeza; nos desnudaron, nos cambiamos y empezamos a caminar hacia la olla. Al llegar vi el cadáver del subteniente Baldini. Estaba descalzo, sin borceguíes, que eran buenos y se los quedó un inglés. Para mí lo sorprendieron en su carpa, una grande, donde tenía mucha comida
”.

DESDE LA TRINCHERA. Cuando la Primera Sección fue superada, el combate se trasladó hacia la posición de González, hacia el este y Puerto Argentino. Su relato es una historia aterradora de la improvisación con que se encaró la guerra: cuando comenzaron los disparos, estaba desarmado. “Creíamos que nos atacarían un día antes. Por eso a muchos pibes los sorprendieron durmiendo en sus posiciones, porque se habían pasado todo el día anterior despiertos. Ahí empezamos a sentir el miedo. No sabíamos si debíamos irnos, tirar, qué hacer... Estábamos a la buena de Dios, éramos carne de cañón. Había algunos que no teníamos con qué tirar, además. Cuando llegué tenía un fusil FAL que no andaba... Me pusieron como apuntador de ametralladora MAG y me dieron una 9 milímetros.
Estaba entre las piedras, con un compañero llamado Aldo Ferreyra, que manejaba la MAG y al que mataron. Estábamos de guardia cuando escuchamos a los ingleses venir. Entonces, Ferreyra le fue a avisar a un sargento primero que estaba a unos cuantos metros. Le di la pistola para que no fuera desarmado. Y volvió. Pero solo… ¡porque estaban todos durmiendo! Eran como las once de la noche. Y los ingleses estaban cada vez más cerca. Regresó a buscarlos, y ahí no regresó más. Me quedé sin nada. Tenía unos prismáticos infrarrojos. Y estaba así cuando empezaron los tiros... Yo veía las siluetas, pero no se puede estar con los prismáticos y tirar al mismo tiempo. Ellos tenían la mira infrarroja en los fusiles. Nosotros disparábamos al bulto. Había niebla y llovía. El tiroteo empezó cuando arrojaron una bengala que iluminó todo. Me fui gateando entre las piedras hacia un recoveco junto a un precipicio, con un muchacho llamado Guillermo Romano. Si me preguntás cómo llegué ahí, no tengo ni idea. Pero estuvimos 9 horas tirados entre las piedras. Los dos ocultos, en silencio. Yo me vine a esconder, no me quedó otra. Los ingleses pasaban por delante nuestro, se arrastraban. Acá teníamos balas para hacer puré, pero no teníamos armas...
El 12 a la mañana bajamos del monte hacia el norte, caminando. Eramos siete... entre ellos, un cabo, Linares. Y ahí nos rendimos. El cabo nos ordenó mostrar una bufanda blanca, y le dijimos: ‘Estás loco. Acá somos todos iguales. Sacáte las tiras ...’. Y él lo hizo. El combate ya nos había sobrepasado, y seguía mucho más adelante... Llamamos a un inglés que vimos caminando y tenía una radio. Aparecieron por todos lados, apuntándonos, y nos llevaron con las manos en la nuca. Mientras tanto, nuestras propias tropas tiraban para ese sector, así que hicimos cuerpo a tierra. Llegamos otra vez sobre el monte, y nos pusieron a sepultar a nuestros compañeros...
”.

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La batalla continuó hasta la mañana del 12. Cincuenta argentinos fueron tomados prisioneros. Al día siguiente cayó Wireless Ridge y Moody Brook, y el 14, el día de la rendición, el monte Tumbledown, los últimos escollos que, desde Longdon, tuvieron los ingleses hasta Puerto Argentino. De Luca y González fueron llevados prisioneros a Fitz Roy, San Carlos y se reencontraron en el buque Canberra. Desembarcaron en Puerto Madryn, con 13 kilos menos cada uno, el 19 de junio de 1982.

Hoy retornaron al antiguo campo de batalla, dejaron por unos días sus trabajos (curiosamente, ambos trabajan en sendos jardines de infantes de La Plata) y sus palabras cierran este relato. González dice: “Cumplí un sueño. Cuando me fui de Malvinas, prisionero, prometí regresar. Cuando llegué al lugar donde combatí reconocí la piedra donde me oculté para salvar mi vida. Y ahí recordé a los compañeros que ya no están...”.

A De Luca se le cierra la garganta, mira por la ventanilla de la camioneta, ya de regreso a Puerto Argentino, y sintetiza: “Con este viaje cerré una herida que tenía 25 años...”.

De Luca y González, miembros del Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas de La Plata, en la cima del Monte Longdon, coronada por una cruz que recuerda a los 54 muertos.

De Luca y González, miembros del Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas de La Plata, en la cima del Monte Longdon, coronada por una cruz que recuerda a los 54 muertos.

González y De Luca, hoy, en lo que llamaban la “olla” del Monte Longdon –una hondonada entre dos pequeñas cumbres– tuvieron la tarea, junto a otros prisioneros, de cargar a los muertos. En el mismo lugar combatió y murió el severo jefe de la Primera Sección de la Compañía B del 7º Regimiento, el subteniente Juan Baldini. Abajo, derecha, un inglés custodia a los prisioneros en Longdon.

González y De Luca, hoy, en lo que llamaban la “olla” del Monte Longdon –una hondonada entre dos pequeñas cumbres– tuvieron la tarea, junto a otros prisioneros, de cargar a los muertos. En el mismo lugar combatió y murió el severo jefe de la Primera Sección de la Compañía B del 7º Regimiento, el subteniente Juan Baldini. Abajo, derecha, un inglés custodia a los prisioneros en Longdon.

Tres soldados durante la guerra de 1982 en una de esas trincheras.

Tres soldados durante la guerra de 1982 en una de esas trincheras.

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