“Acompáñenme a conocer mi mundo” – GENTE Online
 

“Acompáñenme a conocer mi mundo”

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Adormilada bajo el polvo ardiente, desvencijada, triste, envuelta aún en su mortaja de recuerdos mágicos, Aracataca, donde alguna vez llovieran florcitas amarillas y de donde partió un tren militar para arrojar tres mil cadáveres al mar, teje ahora la leyenda de su resurrección con las hebras de la fama que el relato de su muerte produjo en todo el mundo. En su ocaso lo perdió todo, hasta el nombre. Hoy le llaman Macondo.
Pero al mismo tiempo, en esa caída profetizada muchos años antes por un remoto gitano que exhibía el hielo y los imanes como si fueran las maravillas del mundo, adquirió la dignidad de un sitio que existe, más allá de las cenagosas tierras del norte colombiano, en las imaginaciones deslumbradas de millones de personas que al leer la novela de su historia casi se han quemado las manos al tocar ese trozo de hielo y que al lado de ese inolvidable viejo, José Arcadio Buendía, se han lanzado también en busca de tesoros con los lingotes imantados, obras maestras del gran Melquíades.

–¿Vienen a lo de Gabito?
–Sí, a eso…
–Bueno, vamos.

ERA UN ADOLESCENTE MULATO, con la cara empedrada de granos y la camisa llena de agujeros. Uno de los muchos que malpasan la vida contando a los forasteros la leyenda de la leyenda. Echó a caminar sin esperar respuesta, muy erecto, con ese aire ausente que tienen aquí todas las cosas. Había en pleno llano, como quien va de la carretera a la plaza, una absurda glorieta a medio construir. “¿Y eso?”, preguntamos. “Un lujo que nos dimos, qué vaina”, respondió el muchacho. No agregó más.

Por la calle de los Turcos nuestra presencia despertó la misma curiosidad, aunque más sosegada, que la que hace muchos años concitaron los viajes de las esteras voladoras cargadas de niños. De las casas de tablas con techos de zinc, cerradas con tranca como siempre, asomaban rostros de niños negros con el pelo rubio y los ojos azules, senos descubiertos de mulatas gordas y lustrosas, ojos inquisidores de ancianos que se contaban mentiras mientras bebían, a sorbitos, vasos de guarapo tibio.

Uno de éstos preguntó a nuestro guía: “¿Argentinos?”. Este movió la cabeza. “No, mexicanos, don Antenor”. El viejo mostró su dentadura de pianola. “Uh, eso está al otro lado del mundo”, comentó. Y volvió a cerrar la boca lo mismo que volvieron a cerrarse puertas y ventanas, para que la calle de los Turcos, donde de éstos sólo quedan dos que ya ni se toman el trabajo de abrir sus tiendas porque nada tienen que vender, quedara otra vez solitaria, envuelta en el polvo ardiente, entregada al sopor del mediodía.

GABRIEL GARCIA MARQUEZ, GABITO, como aquí le llaman todos, nos había dicho al saber que íbamos a Aracataca: “Fíjate bien cómo ésa es otra gente. Piensa distinto. Es gente a la que le salen flores por las orejas”. El había venido quince días antes con el escritor mexicano Manuel Echeverria, pero tuvo que disfrazarse con sombrero de palma, lentes oscuros y barba postiza, además de llevar muletas, para evitar que se repitiera lo que pasó un mes antes, cuando volvió a Aracataca después de no verla en veinte años.

El alcalde, Luis Torgo, supo que Gabito llegaría y llamó a los principales del pueblo. “Tenemos cinco mil pesos”, dijo el tesorero mientras buscaba y rebuscaba en la polvorienta caja fuerte, mil veces más grande que esa cantidad. “Sí, pero ¿qué hacemos?”. Hubo muchas propuestas. Unos querían pagarle el enganche de un automóvil, otros organizar una ceremonia con niños uniformados, los más construir un monumento en la plaza. Al fin, el alcalde pronunció la palabra final: “Ron”. Fue así que los principales pasaron esa tarde repartiendo botellas de ron de casa en casa. “Para lo de Gabito”, decían simplemente. Y el día que Gabriel llegó se integró una hilera formada por los 2.574 adultos que habitan el pueblo, y uno por uno, en procesión primero austera, luego eufórica, después tambaleante, pasaron a brindar con Gabito hasta que éste resistió, que fue bastante.
Ese día trataron de cambiar oficialmente el nombre de Aracataca por Macondo. El rechazó la idea por frívola.

“ES UNA GENTE DISTINTA”
, nos había advertido García Márquez. Y nosotros lo descubrimos desde la madrugada misma mientras el Forcito que se había atrevido a llevarnos pujaba por los polvosos caminos de la ciénaga con la radio a todo volumen. Eran las 3:45. Y el locutor gritó: “¡Ese Jaramillo, que ya se levante porque lo esperan en el trabajo!”. Y luego de algunas cumbias, volvió a gritar: “La señorita Libia Martínez solicita al señor Ramón Rivera que sea padrino de su boda el día 27 en Aracataca”.

El chofer sonrió: “Libia fue novia de Ramón”, dijo.

Y luego, mientras soltaba una carcajada y apretaba el acelerador a fondo, saliendo y volviendo a entrar al camino, exclamó en un relincho eufórico: “¡Ah, carajas viejas ...!”

RUTH IRIARTE, LA DEL CUERPAZO y el vestido naranja pegado al cuerpazo, la que trabaja en la oficina de rentas, la que está por casarse, nos dijo simplemente: “Aquí nació Gabito”. “No, no fue allí, sino allá”, señaló su abuela.

Era igual. Lo que señalaban ambas eran rincones diferentes de una misma habitación que ya no existe. Sólo queda un piso de cemento y una pared grisácea, poblada de manchas, que muestra los adobes desnudos en varios sitios. “Pero si aquí estuvo el canasto”, replicó Ruth. “El no tuvo canasto”, refutó la abuela. Gabriel vivió allí hasta los ocho años. Hasta esa habitación enorme, entonces alumbrada solamente por unas cuantas velas, llegaba todas las noches su abuela para contarle historias de terror.

Se sentaba, recuerda él, a la orilla de la cama.

Y allí el niño, inmóvil bajo las sábanas, con los ojos bien abiertos, escuchaba los relatos del baúl enviado por correo en el que venía un cadáver con olor a pólvora y de la niña que llegó de quién sabe dónde trayendo en las manos una bolsa en la que guardaba los huesos de sus padres. Y esperaba, trémulo, con miedo, el momento en que al salir la vieja de la habitación, el parpadeo de las velas hiciera luciferinas las muecas de los santos de yeso que había sobre una repisa dorada y las imágenes de tantas noches llegarían para impregnársele en los párpados, que trataba de cerrar, en la mente, de donde ya jamás los podría extirpar.

GABRIEL HABLA ASI DE AQUELLOS AÑOS: Tuve una infancia prodigiosa. Mis abuelos tenían una casa enorme, llena de fantasmas. Era una gente con gran imaginación y superstición. En cada rincón había muertos y memorias, y después de las seis de la tarde la casa era intransitable. Había conversaciones en clave”.

Y nos dijo también: “Yo nunca me puse a investigar historias, ni me interesa hacerlo ahora. Las llevaba dentro, es decir, todo lo de mis novelas y lo de mis cuentos estaba ya dentro de mi mente. Son cosas que uno oye, que llegan a uno transformadas, que uno vuelve a transformar. Quizá sean usadas o no, pero a veces, ¡explotan, salen! Eso pasa”.

Ruth Iriarte señaló: “Allí estaba el laboratorio de José Arcadio Buendía, donde después el coronel Aureliano hacía los pescaditos de oro y donde Aureliano, el último, descifró los pergaminos del gitano Melquíades”.

Lo dijo como si lo viera.

“Sí, allí estaba”, agregó la abuela. “Sólo que el coronel se llamaba Nicolás Márquez Inguarán, un viejito muy fregado, muy recto, que era el abuelo de Gabito”.

“Yo hablaba de la novela”, dijo Ruth.

EL LABORATORIO ES SIMPLEMENTE UNO MAS de los cuarteles de madera carcomida por los años y las termitas, que rodean a un patio semejante al que tienen todas las casas de la ciénaga. Patios plantados de mamones y de papayas, de wamas y de jazmines, de jobos y de limoneros, donde cualquier velorio es pretexto para que docenas de personas se reúnan durante nueve días con sus noches a beber ron y café negro sin azúcar, para relatarse una vez más, siempre transformadas y con nuevos detalles, las historias en bruto que aparecen ya pulidas en Cien años de soledad.

En esos velorios se saben cosas… Que Melquíades, por ejemplo, era en realidad Don Emilio, un hombre venido de Bélgica que trajo a Aracataca la soldadura, cuestión mágica que maravillaba a los habitantes que se reunían horas y horas para verlo construir jaulas más hermosas que las más hermosas vistas hasta entonces, bacinillas con baños de plata para las damas más encopetadas de la población, bicicletas cuya rueda delantera era mucho más grande que la posterior.

Se sabe allí que Don Emilio rentó una habitación a cierto hombre que puso cierta fotografía y que, por las noches, estaba empeñado en fotografiar a Dios.

Se sabe allí que Pietro Crespi fue en realidad un italiano que vendía pianolas, pero que no murió de amor por ninguna mujer, sino por otro hombre.
Se saben, en fin, muchas cosas...

EN ESE PATIO DE LA CASA que primero fue de los Márquez Inguarán y luego de los García Márquez, queda aún el castaño donde José Arcadio Buendía estuvo atado hasta su muerte. Y también el corredor de las begonias, aunque ya sin begonias y casi sin corredor. Hecho apenas un caño en el que se revolcaban cuatro cerdos, mientras Ruth Iriarte nos decía: “Esto es todo lo que queda de la casa de Gabito”.
“Nosotros la compramos hace 16 años”, dijo la abuela. “¿Y los muebles?”, preguntamos.

Gabriel García, el papá de Gabito, se los dejó encargados a Francisco Anaya, el de la tienda. Pero apenas llegó la fama de Gabito, Francisco agarró los muebles y se fue. Ahora anda por ahí, con un circo. Las exhibe como cosas raras”.

“Y sí son ¿verdad?”, agregó Ruth.

FRENTE A ESA CASA HAY UNA FARMACIA. Es, tal vez, la farmacia más vieja del mundo. Tiene siete puertas y nueve ventanas pero todas las ventanas y todas las puertas, salvo una, están tapiadas. “No dejes de ir allí”, nos había dicho Gabito. “Trata de hablar con la señora Barbosa. Ya verás”... La señora Adriana Barbosa, gruesa, vestida de negro, con lentes cuyos cristales estaban llenos de huellas, estaba inmóvil sobre una mecedora, tras el mostrador cubierto con una lámina llena de salientes, y frente a un anaquel aparecía el inventario de madera que alguna vez fue pintada de verde. En el anaquel aparecía el inventario completo de la farmacia: dos frascos antiquísimos de pastillas Penetro; un frasco de potasa, un paquetito con una etiqueta: “Té hindú”, otro de incienso. Y cuando llegamos, tenían a la venta, además, dos chivos.

¿La señora Barbosa?”, preguntamos.

Ella nos miró fijamente sin pestañear:

–Sí, yo soy la viejita Barbosa que ha quedado inútil y mal ... Desde la muerte de él he quedado desquiciada.
–Somos periodistas y ...
–No, no les puedo contar nada… Desde la muerte de él he quedado desquiciada, he quedado mal, todo me da palpitaciones... Mire, cuando usted entró, el corazón me empezó a dar palpitaciones... No, no le puedo decir nada, váyanse por favor ...

Entonces, en un llanto repentino, se dobló sobre sí misma y empezó a repetir: “Váyanse... Váyanse... Váyanse”.

Luego habríamos de preguntar a García Márquez:

–¿Quién es esa señora?
–Esa es la casa donde se suicidó el médico que aparece en La hojarasca, aquel médico al que no querían sepultar. Ella es una dama muy amable, no sabía que estuviera mal. Lo curioso es que las puertas y las ventanas de esa casa nunca estuvieron cerradas, como digo yo en la novela. Las cerraron hasta que apareció ésta. Desde entonces, más o menos por 1956, no las han vuelto a abrir.

El muchacho de la cara empedrada de granos camina siempre frente a nosotros sin mirarnos y sin abrir la boca. Por las calles solitarias se cruzaron, avenida de por medio, dos negronas.

–Oye, Ana ¿vas pa’ bajo?, gritó una de ellas.
–Voy pa’ rriba.
–Vamos.

LUEGO NOS ALCANZO UN HOMBRE
que vestía de casimir y llevaba una campera comprada el último sábado en Fundación, el pueblo cercano a Aracataca donde realmente ocurrió en 1928 la matanza de trabajadores que determinó la salida de las compañías norteamericanas, el fin de la fiebre del banano, el declinamiento de Aracataca y el principio de Macondo. “Soy Juvenal Herrera Martínez”, se presentó el hombre. “Fui compañero de banco de Gabito. Era muy bueno para el dibujo”.

Comenzó a caminar junto a nosotros. “¿Ya fueron donde la vieja Tomasa Martínez?”, dijo. “La vieja Tomasa murió”, dijo el guía sin mirar a nadie, lentamente, con todo el coraje de un guía herido por la nueva presencia.

“¿Pero cómo que murió?”, dijo Juvenal.
“Sí, murió…”.
“No puede ser cierto, si lo fuera yo se lo habría escrito luego luego a Gabito”

“Pues mejor se lo escribe ya, porque por aquí mismo pasó el entierro y yo mismo fui a los cafés”.
Juvenal quedó desolado. “Qué lástima”, comentó. “Esa vieja Tomasa les hubiera contado mucho. Ella era la Petra Cortes del libro, cuyo amor hacía reproducirse hasta el infinito a los animales”.
Eso no es cierto”, dijo el guía sin mirarlo. “La vieja Tomasa era Pilar Ternera y el domingo próximo iba a cumplir cien años”. Entonces se detuvo, miró a Juvenal y le dijo escuetamente:
Y usted mejor se va, porque aquí yo sólo puedo contarles mejores cosas aquí a los señores”.

NOS LLEVO POR CALLES TAN EMPEDRADAS como su propio rostro. Por calles llenas de pedruscos enormes como huevos prehistóricos y de fantasmas tan viejos como la imaginación de los más viejos del lugar. Visitamos el cuartucho donde funciona una escuela particular cuya maestra, Isabel Manjares, en vez de la foto o el grabado tradicionales de la bandera o del presidente, colgó la fotografía de su hijito, que acababa de cumplir seis años. Fuimos a la iglesia de San José de Aracataca, un edificio color marfil donde el padre José del Carmen Sánchez se quejó de la poca fe de los lugareños y se negaba a dejarse tomar una foto con flash porque estaba en ayunas y podía hacerle daño. Caminos por la ribera de aquel río por el cual José Arcadio logró hacer llegar desde el mar una balsa remolcada por veinte hombres y donde ahora, a pleno sol, nadaban varios niños cuyas barriguitas redondas sobresalían sobre las aguas ocres como los cocodrilos recién nacidos. Estuvimos en la estación, gris muy igual a las que hay en México, adonde llegara aquel tren cargado de putas francesas. Y luego, ya de salida, fuimos obligados a beber nueve cervezas tibias, bajo una enramada en el centro de un círculo de nueve chóferes que querían saber cosas del otro lado del mundo y que gritaban: “¡Espérense, carajo!”, cada vez que los pasajeros que atestaban otras tantas camionetitas desvencijadas, veían saltar la tapa de una Bretaña y gritaban a su vez:

“¡Ya vámonos, ya vámonos ...!”

Pasó el tiempo. Pasó el día.

Y luego, cuando nuestro guía, siempre silencioso y muy erecto, recibió sin inmutarse el billete de 10 pesos que le ofrecimos, nos dijo secamente con obstinado orgullo que ha saltado de generación en generación, de familia en familia, de leyenda en leyenda, de Aracataca a Macondo: “Y no se les olvide decir que aquí, alguna vez, se bailó la cumbia a la luz de las antorchas hechas con billetes de cien pesos”.

Gabo con Gabriel Eligio García –su padre–, Luisa Santiaga Márquez –su madre–, Gonzalo –el menor de sus dos hijos–, y el autor de esta nota, en el patio de la casa familiar, en Barranquilla.

Gabo con Gabriel Eligio García –su padre–, Luisa Santiaga Márquez –su madre–, Gonzalo –el menor de sus dos hijos–, y el autor de esta nota, en el patio de la casa familiar, en Barranquilla.

Fundado en 1885, Aracataca, este pueblo en el litoral atlántico del departamento de Magdalena, es más conocido en el mundo por el nombre con que García Márquez lo rebautizó: Macondo. Por sus polvorientas calles se respira el realismo mágico que el escritor colombiano plasmó en varias de sus novelas, fundamentalmente en su obra maestra, <i>Cien años de soledad</i>. Hace pocas semanas, el domingo 25 de junio, los aracateños fueron convocados a un plebiscito para saber si querían que su pueblo agregara Macondo a su nombre para así promover el turismo. Pero como no votó la cantidad mínima requerida, Aracataca seguirá llamándose sólo Aracataca.

Fundado en 1885, Aracataca, este pueblo en el litoral atlántico del departamento de Magdalena, es más conocido en el mundo por el nombre con que García Márquez lo rebautizó: Macondo. Por sus polvorientas calles se respira el realismo mágico que el escritor colombiano plasmó en varias de sus novelas, fundamentalmente en su obra maestra, Cien años de soledad. Hace pocas semanas, el domingo 25 de junio, los aracateños fueron convocados a un plebiscito para saber si querían que su pueblo agregara Macondo a su nombre para así promover el turismo. Pero como no votó la cantidad mínima requerida, Aracataca seguirá llamándose sólo Aracataca.

Nicho, García Márquez y Mercedes caminan por Cartagena de Indias, donde aún hoy el escritor tiene una de sus residencias, en el área histórica de la ciudad.

Nicho, García Márquez y Mercedes caminan por Cartagena de Indias, donde aún hoy el escritor tiene una de sus residencias, en el área histórica de la ciudad.

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