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A 60 años de de Hiroshima

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Las manos. Esas manos. Sus manos. Están envueltas en las de su hijo mayor,
Alejandro, que es abogado, en la casa de Olivos, encima de un librito que dice "Hiroshima"
en la tapa, que tiene algunas fotos. De todo lo que Yoshie alguna vez conoció.
Las manos chiquitas, en sus 77 años, y los ojos valientes perdidos lejos, a
quince mil kilómetros de distancia, en las décadas que pasaron. Tenía puesto un
pantalón oscuro, blusa blanca, diecisiete años de edad. Fue en una parada de
colectivo. Y el viento...

"Ese día yo caminando, y no viene colectivo. Llego a parada, en puente
Koojin, 8.10 de mañana, yo iba a trabajo, en oficina de Gobernación de
Hiroshima. Yo escuché avión, arriba, muy arriba. Y después, no sé, fue todo
rápido. ¿Qué sabía yo, qué me vino encima? Ráfaga fuerte pasó. Me tiró cuatro
metros para atrás, rodé por el suelo. No sentí ni frío ni calor, nada. Pero mi
ropa quemada, mi cara quemada, brazos quemados, todo quemado... Después, yo supe
qué era. Pobrecita Hiroshima, mi gente, tanto sufrimiento
". Fue a veinte
cuadras del epicentro de la explosión, de la energía negra liberada, el 6 de
agosto de 1945, a las 8.15 de la mañana. El viento, Yoshie, y el día que ya no
es día: "¿Sabe? Se puso todo oscuro, como noche, negro negro. Y yo me
levanté, mucho no podía. Mi cuerpo sentía que pesaba mucho, pero yo chiquita. Yo
no tenía fuerza, muy débil. Vi gente sangrando, casi desnuda, ropa rota,
corriendo.
'¡Médico, médico!', gritaban por ayuda. Tenían el pelo blanco.
Vi los cuerpos muertos. Después, viene fuego. Hiroshima es todo fuego. Las casas
eran madera
".

La señora Kamioke no llora cuando habla, cuando recolecta lo que quedó de ese
día, lo que el viento nuclear no pudo llevarse. Es, para ella, sesenta años
después, una montaña amarga en su pecho. Cuenta, cuenta. Que su hermano mayor
era un soldado estacionado en Manchuria, China, y que muchos de los jóvenes de
Hiroshima estaban por ahí, en el mundo, peleando. Que no había mucha comida, que
su papá había muerto un mes antes, que sus dos hermanas menores resultaron
ilesas, y que había miedo, confusión, en su ciudad tan linda, de gente de clase
media, con parques y fuentes. Que había desesperanza. Después, tres horas para
las treinta cuadras que caminó hasta su casa, que todavía estaba en pie:
cadáveres de cara al cielo recién muerto, y los muertos vivos. Daba unos pasos,
se caía. No había fuerzas. El horror y su galería. Al final llegó: "Ahí vi a
mi mamá. No estaba quemada la casa, rota sí, poquito. Se podía dormir. Yo no me
podía sacar ropa. Mi mamá me la corta con tijera, y me pone clara de huevo en la
cara. Eso hace bien. No pude caminar por mucho tiempo. Yo débil. Boca muy
cerrada, comer poquito arroz. Tardé un año en recuperarme. No podía trabajar.
Ahora, yo estoy bien. ¿Sabe qué soy yo?
".

-Dígame, Yoshie.
-Soy milagro. Estoy viva. Yo no sé por qué. Es milagro.

Yoshie es una hibakusha, el término empleado en Japón para designar a los
sobrevivientes. ¿Cuántos son? Es una cifra que jamás se termina de precisar: la
radiación sigue matando hasta hoy, sigue en las células. Para diciembre de 1945,
140 mil personas habían muerto en la ciudad. Antes de la bomba, los habitantes
eran 350 mil, más 40 mil soldados estacionados. Para los hibakushas, los
náufragos, la memoria viviente, fue la tarea de la reconstrucción. Del mundo que
conocieron, porque, dice ella, los japoneses son gente trabajadora, que sabe que
hay que mirar para adelante. Y la reconstrucción de sus propias vidas. La señora
Kamioke llegó a Buenos Aires en 1959.

-¿Cómo fue?
-En Hiroshima, en todo Japón, mucha pobreza. Acá en Argentina, cosas muy
bien. Una tía mía me arregló matrimonio por correo. Era con un muchacho que
estaba acá, Gunzo, mi marido, que era de Hiroshima también y había llegado acá
en 1937. El tenía mi foto, yo tenía su foto. Primero vivimos en calle
Corrientes. Después, vinimos a Olivos, pusimos tintorería Nueva Hiroshima.
Idioma me costó aprender. Pero yo feliz. Tuve a mis hijos, Alejandro, y María
Rosa. Muy feliz, muy lindo. Ahora tengo nieto, Christian, hijo de María Rosa.
¡Muy feliz! Pero de bomba nunca me pude olvidar… Tanto sufrimiento imposible
olvidar…

Su marido murió hace cinco años. Ella cerró la tintorería. No quería trabajar
más. Ahora, cuando la casa está limpia y el jardín arreglado, se pone a mirar la
tele. Se abonó al NHK, el canal estatal japonés: "El otro día pasaron una
historia. Era chico de Hiroshima, que se había ido a estudiar afuera. Sus papás
tenían casa justo donde cayó la bomba. Chico nunca quiso volver, pensaba que no
había vida, que nada iba a crecer. Ahí también estaban los huesos de sus papás.
Un día, planta creció. Raíz no había muerto. Y chico, ya grande, volvió. ¿Ve?
Esa historia es como la mía. Vida sigue. Porque bomba destruyó todo, pero no
paró la vida
".

Yoshie volvió a Hiroshima tiempo después. Lo hizo varias veces, con su
marido, con sus hijos. "Todo lindo", dice ella, "árboles, todo verde.
Vida volvió, pero recuerdo no se va. Cuando yo muera, ahí se va recuerdo. Muchos
países tienen bomba todavía. ¿Por qué la tienen? Eso me da mucho miedo. Sembrar
miedo no sirve. Y gente muere. Guera no sirve. Mata inocentes. Amigos, hijos,
hermanos. Todos mueren. En guera no gana nadie
".

-¿Cuál es la lección, Yoshie?
-Que bomba no pase más. ¡Nunca más! Hoy, donde cayó bomba, ahora hay
monumento, con jardín. Ahí, en pared, todos los nombres de los que murieron,
mucha gente. Eso es recuerdo. Para que haya paz.

Ofrece café, muy rico por cierto. Y se sienta, con su hijo al lado. Sabe, la
señora Kamioke, que el recuerdo, la lección, son cosas vivas, que caminan con
ella. Cuando va a ver a su nieto, cuando va para el almacén, cuando habla cada
vez que le preguntan de la bomba. En agosto de 2006, serán 61 años, y ella
volverá a Hiroshima, invitada por el gobierno japonés. Quiere llevar flores.

Yoshie posa para GENTE en su casa de Olivos, con un libro conmemorativo de la masacre. Junto a ella, el retrato de Christian, su nieto, un símbolo del bien sobre el mal.

Yoshie posa para GENTE en su casa de Olivos, con un libro conmemorativo de la masacre. Junto a ella, el retrato de Christian, su nieto, un símbolo del bien sobre el mal.

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