A 13 años de la masacre, estos recuerdos y esta lucha por la verdad – GENTE Online
 

A 13 años de la masacre, estos recuerdos y esta lucha por la verdad

Tres vidas sobre 85 muertes. Tres militancias. Tres almas de pie. Tres (como tantos otros sobrevivientes del 18/7/94, hora 9.53), que sin olvidar, y repudiando cada día la ausencia de justicia, la impunidad, siguen diciendo, en nombre de los 85 caídos, “¡Presente!”. Estos son sus testimonios, sus vivos recuerdos, su lucha.

Tamara Scher.Hace 42 años que estoy en la AMIA. Empecé de chica, como alumna del seminario de maestros hebreos, y pasé mucho tiempo en el viejo, querido, entrañable edificio. Después de un tiempo, en 1964 entré a trabajar otra vez. Me tomaron para escribir cartas (hablo hebreo e idish) y otras tareas de secretaria. ¿Qué recuerdo del viejo edificio? Era el lugar al que acudía todo judío que tenía un problema. Había un mostrador para consultas; siempre se reunía allí una enorme cantidad de gente y nadie se iba con las manos vacías. En 1994 todo era entusiasmo, porque celebrábamos el centenario de la AMIA. Imagínese los preparativos, las emociones: algo inolvidable. En ese tiempo, la mayoría de la gente ignoraba qué era la AMIA: tristemente, se hizo célebre después… Para mí, el viejo edificio siempre fue mi casa. Uno se sentía acompañado, protegido, apoyado, y con sentimiento de pertenencia. El 18 de julio de ese mismo año, el 94, hacía un frío terrible. Mi horario empezaba a las nueve de la mañana, pero llegué a las nueve y veinte y subí corriendo. Mi oficina estaba enfrente de la del presidente, Alberto Crupnicoff. De pronto, me llamó Norma, otra de las secretarias (todos saben quién es: aquí murió su hijo, y después ella, enferma). Me dijo que habían instalado una máquina de café muy moderna y que fuera con ella a probarla. Me dispuse a salir, pero en ese momento me llamó el presidente por teléfono y me pidió, con urgencia, una carta. Le avisé a Norma que no podía ir con ella, y fui a la única oficina que tenía fax. Vino Ana María Chichevsky, una compañera, con su hija, que no trabajaba en la AMIA, pero ese día la llevó para que la ayudara, creo. Estábamos tratando de enviar el fax, cuando de repente se oyó un ruido atronador, espantoso, y todo quedó sumido en una profunda oscuridad. El edificio entero se estremeció. Alguien gritó: ‘¡Es una bomba, es una bomba!’. Y Ana María gritó: ‘¡Mi hija, mi hija, mi hija!’. No sé cuánto duró ese horror: es imposible medirlo. Sólo recuerdo la oscuridad, el ruido, el olor del explosivo: un olor asfixiante que no se puede comparar con nada. Me quedé dura, sentada al lado de un escritorio, sin reaccionar, sin pensar. De pronto, en la oscuridad aparecieron manchas amarillas, unos reflejos dorados que nos encandilaron, y después, una tenue claridad. Salimos, siguiendo esa luz, por la Tesorería, hacia la calle Uriburu. Ana María quiso hablar por teléfono, pero estaba muerto. Buscamos una escalera, pero no estaba: en su lugar había un enorme agujero negro. Los departamentos de enfrente estaban destrozados y había gente en estado desesperante. Desde el sótano salió el escritor Eliahu Toker, ensangrentado. Pidió a gritos un médico. Lo arrastramos hasta la Tesorería, el sector menos dañado, y entre vidrios rotos salimos al patio, gritando. En el borde de la terraza había un bombero con una escalera, pero era demasiado corta. Sin embargo, como pudo, rescató a Ana María, que corrió por la terraza con un solo zapato y gritando por su hija; después al escritor, y después a mí. En el rescate terminé con toda la ropa hecha pedazos y las rodillas ensangrentadas. El bombero me llevó hasta la calle, cubrió mis piernas, y recién desde allí pude ver el edificio de la AMIA totalmente destrozado, las ambulancias, el caos… La hija de Ana María había bajado al café de la esquina de Tucumán y Pasteur, encargó unos cafés, esperó al mozo en la escalera… y los dos murieron allí. Un muchacho de radio Rivadavia me prestó su teléfono, hablé a mi casa, y grité: ‘¡Estoy viva, estoy viva!’. Mi nuera me escuchó, vino a buscarme, me llevó a la casa de mi hija, me acosté, miré la televisión, y recién entonces tomé conciencia de la dimensión del atentado. Pero a pesar de todo, al otro día fui a trabajar a la sede de AMIA de Ayacucho al 600… Allí me crucé con el cardenal Quarracino, que se tomaba la cabeza con las manos y se persignaba con sus dedos mojados por las lágrimas. Desde entonces, nada volvió ni volverá a ser como antes. Pasaron 13 años, pero todavía, ante un ruido o una penumbra, me estremezco…”.

Ana Weinstein. Aquí, en la AMIA, donde estoy hace 20 años, para todos soy Anita. Tengo dos hijos y cuatro nietos. En el 94 trabajaba en los dos lugares de la mutual judía: Pasteur y Ayacucho. En aquellos días me habían nombrado coordinadora de los actos de celebración del centenario. Esa mañana, la del 18 de julio, después de estar en Ayacucho, vine para Pasteur. El día empezó como cualquier lunes: comentarios del fin de semana, y del Mundial de fútbol en los Estados Unidos, que acababa de terminar. Saludé a la gente de la planta baja, al mozo que servía el café, y me fui a una oficina prestada para seguir ordenando muchos materiales de la historia de la AMIA que habían aparecido en el sótano: libros de actas, documentos, esas cosas de tanto valor histórico para nosotros. Estuve allí unos pocos minutos, me levanté, crucé todo el piso hasta el fondo, y en ese momento sentí un horrible estruendo, quedé a oscuras, y oí que todo se caía… Se instaló en mí esa marca que llevaré para siempre: marca de horror, de desconcierto, de miedo. La falta de aire empezó a asfixiarme. Sólo respiraba el polvo de los escombros. Empecé a buscar una puerta. Perdí por completo la dimensión del tiempo. ¿Fueron segundos, minutos, horas? No sé… Y viví la extraña, inexplicable sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo: en medio del desastre, pero también afuera, viéndome a mí misma dentro de la tragedia. Me salvé por salir de la oficina. Sí, porque el techo de la oficina se desplomó por completo. Salí, con otros, por una puerta, a una especie de puentecito construido, justamente, como una posible evacuación de emergencia. ¡Quién diría que sirvió como tal! Trepamos por una escalera hasta el techo del edificio de atrás, gritándoles a los vecinos: ‘¡Llamen a los bomberos, llamen a los bomberos!?, como si fuéramos los únicos que estábamos enterados de la catástrofe. Recién cuando miramos hacia Uriburu comprendimos lo que había pasado. Gritos desesperados, gente clamando por sus hijos, sus esposos, sus esposas, todos blancos de polvo… y después, las muertes. Las 85 muertes. El mozo del café, el hermano del novio de mi hija, tantos cuyos nombres y sus rostros quedaron en un libro… porque alguien decidió nuestra muerte. Mis padres son sobrevivientes del Holocausto. Mi padre escapó, con otros, de un campo de exterminio, y mi madre se salvó, escondida en el granero de un polaco católico…” Pero nos sobrepusimos. No permitimos que la muerte derrotara a la vida”.

Daniel Pomerantz. Para mí, ese lunes fue un día que empezó como cualquier lunes: con la modorra del fin de semana y las obligaciones de siempre. Recuerdo la media hora previa a las 9.53. Estaba en la oficina con el encargado del área de Personal, Salo Loterstein, muy urgido por terminar asuntos impostergables, y quería irme a la mía, pero Salo me retenía: ‘Esperá, terminemos de redondear el tema, quedémonos un rato más’, me decía. Recuerdo que me levanté de la silla y me quedé parado debajo del marco de la puerta, entre quedándome y yéndome… y en ese exacto momento, ¡la explosión! Un terrible estertor, espantosa oscuridad, el piso que tiembla, el polvo en suspensión que envenena el aire, ceguera absoluta, y gritos, gritos, gritos. Unos segundos o minutos después (la noción del tiempo se pierde), vislumbro que en la parte de atrás hay una puerta de salida que da a una terracita. Salimos a la terracita, miré para adelante, me trepé a una especie de parapeto… ¡y el edificio de la AMIA no estaba, había desaparecido! Salté de terraza en terraza hasta salir a la calle Tucumán, donde me encontré con Luis Grynwald, que entonces era tesorero y hoy es presidente de la mutual, y recién en ese momento me di cuenta de que tenía cortes profundos en varias parte de la cara y del cuerpo. Me fui al Hospital de Clínicas, donde me suturaron. Dos días después descubrí que lo que había sido mi oficina… ¡no estaba! El techo se abrió, y el lugar quedó repleto de escombros. Si Salo no me hubiera retenido, hoy estaría muerto. Todo dependió de minutos, o tal vez de segundos… En esa época, yo no era part time: trabajaba hasta las tres de la tarde, a cargo de la administración. Recién en el 2002 tomé la dirección ejecutiva de la AMIA. ¿Cuánto tardé en ponerme de pie, en volver a la vida normal? Pronto, gracias a la hiperactividad: empecé (empezamos todos) a trabajar el día entero, para restituir a la AMIA, para revitalizarla, para no dejar abierta la menor posibilidad de que los asesinos creyeran que nos habían volteado. Les dijimos y les seguimos diciendo que estamos vivos, estamos presentes, y seguimos hacia adelante”.

 Julio 18, año 1994, mediodía. Esta tétrica imagen lo dice todo. Esta tétrica imagen y sus muertos siguen reclamando, como desde hace 13 años, justicia. Hasta hoy, sin más respuesta que el silencio…

Julio 18, año 1994, mediodía. Esta tétrica imagen lo dice todo. Esta tétrica imagen y sus muertos siguen reclamando, como desde hace 13 años, justicia. Hasta hoy, sin más respuesta que el silencio…

 De izquierda a derecha: Tamara Scher (veterana empleada de la AMIA), Daniel Pomerantz, director ejecutivo de la mutual, y Ana (Anita) Weinstein, encargada de asuntos educativos y culturales. Sus relatos reviven el horror, rinden homenaje a los 85 muertos y no pierden la esperanza de que haya justicia.

De izquierda a derecha: Tamara Scher (veterana empleada de la AMIA), Daniel Pomerantz, director ejecutivo de la mutual, y Ana (Anita) Weinstein, encargada de asuntos educativos y culturales. Sus relatos reviven el horror, rinden homenaje a los 85 muertos y no pierden la esperanza de que haya justicia.

 “Me salvé porque cuando ya iba a mi oficina, un compañero me retuvo para que redondeáramos un asunto urgente. Fueron minutos, o tal vez segundos, pero suficientes: lo que era mi oficina quedó sepultado por el derrumbe del techo” (Daniel Pomerantz)

“Me salvé porque cuando ya iba a mi oficina, un compañero me retuvo para que redondeáramos un asunto urgente. Fueron minutos, o tal vez segundos, pero suficientes: lo que era mi oficina quedó sepultado por el derrumbe del techo” (Daniel Pomerantz)

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