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Perú: claves de la crisis política en un país sin partidos

En el más inestable de los países sudamericanos, el Congreso acaba de designar a un presidente para que complete el mandato hasta julio de 2021. ¿Cuáles son las causas de esta inestabilidad endémica? Por Carlos Meléndez.

Desde 2016, el Perú ha entrado en una crisis política permanente. El presidente elegido entonces, Pedro Pablo Kuczynski, renunció luego de dos intentos del Congreso fujimorista por destituirlo. El presidente sustituto, Martín Vizcarra, disolvió el Parlamento opositor, pero un nuevo Congreso elegido para culminar el período del anterior lo destituyó en un segundo intento.

El presidente del Congreso, Manuel Merino, juramentó como encargado de la presidencia el lunes 9 de noviembre, pero una inesperada ola de protestas de indignación ciudadana desestabilizaron su incipiente gestión, llevándolo a presentar su renuncia. El Congreso peruano acaba de designar a Francisco Sagasti como encargado del Ejecutivo, para que lo conduzca hasta el cambio de mando en julio de 2021. En las siguientes líneas buscamos entender los factores que explicarían esta inestabilidad endémica.

Francisco Sagasti, flamante presidente interino de Perú.

La crisis política actual se origina en una polarización, azuzada por dos ramas de la élite política que han sobrevivido a la desaparición de Peruanos por el Kambio (partido que ganara la elección presidencial en 2016) y a la pérdida de peso político del fujimorismo (Fuerza Popular pasó de 73 escaños en el Legislativo elegido en 2016 a 13 en el votado de manera extraordinaria para completar el período 2020-2021).

Ante la ausencia de partidos que organicen la competencia política, los protagonistas de la crisis permanente son dos “tribus” o familias políticas, articuladas sobre la base de premisas ideológicas y principios valóricos: conservadores o progresistas.

Quién compone la familia conservadora

La familia conservadora ocupó de forma oportunista el poder ante la vacancia presidencial declarada al mandatario reemplazante Martín Vizcarra (quien como vicepresidente asumió la máxima autoridad estatal luego de la renuncia del presidente elegido, Pedro Pablo Kuczynski, en el 2018).

Se trata de una red informal de políticos profesionales y tecnócratas trajinados, procedentes de una casta política tradicional que comparte valores sociales conservadores (en temas como educación y salud) y un estilo jerárquico en la administración pública. Programáticamente están inclinados hacia la derecha y han forjado vínculos con sectores católicos conservadores y militares reaccionarios.

La mayoría de ellos han ocupado cargos de responsabilidad pública, principalmente durante el gobierno de Alan García (2006-2011). En los últimos años, sus figuras más visibles se han manifestado públicamente a través de comunicados que firman como “Coordinadora Republicana”.

Quién compone la familia progresista

La familia progresista, por su parte, se opone a la anterior. Está conformada por políticos de izquierda, funcionarios de centros no gubernamentales, líderes de opinión en medios influyentes, académicos que comparten banderas sociales liberales (desde el respeto a las identidades sexuales hasta la reforma universitaria) y dominan la narrativa de la lucha anticorrupción desde ONGs especializadas en el tema.

La mayoría de los integrantes de esta tribu accedió a cargos importantes durante el gobierno de Ollanta Humala (2011-2016) y recientemente con Martín Vizcarra (2018-2020). En los últimos años han construido vínculos con funcionarios del sistema judicial y son influyentes en redes internacionales gracias a sus contactos con la cooperación, el sistema internacional de derechos humanos y redes internacionales de organismos de la sociedad civil.

Ambas tribus luchan por el poder incluso cuando no toca

Ambas tribus luchan por acceder al poder aun en contextos no electorales. El propio enfrentamiento entre ellas ha privilegiado la conveniencia a la institucionalidad política. No ha habido voluntad de los actores para conducir las reglas de juego vigentes para promover la estabilidad, sino el empleo de aquellas para confrontar. Así han terminado pareciéndose en ciertas pautas de comportamiento.

Primero, interpretan las normas constitucionales con altos grados de arbitrariedad. Los progresistas avalaron la “negación fáctica” de la Confianza al Consejo de Ministros que precipitó el cierre del Congreso por Martín Vizcarra en septiembre de 2019; los conservadores endosaron la causal de “incapacidad moral” con que procedió el Congreso para destituir a Vizcarra en noviembre del 2020.

Consecuentemente, emplean fácilmente la nomenclatura de “golpe de Estado” para cuestionar el escenario en el que resultan perdedores. Ninguna de las partes sostiene que las irregularidades subyacentes a ambos derrumbes institucionales (del Legislativo primero y del Ejecutivo después) son igual de perjudiciales para la institucionalidad democrática. Esto porque se alinean en bandos irreconciliables y así estigmatizan al oponente en términos éticos, empleando un glosario denostador (“gangsters de la política”, “mafias”, “golpistas”, etcétera).

Una sociedad polarizada entre “buenos” y “malos”

Esta polarización no se instalaría tan fácilmente en la sociedad si no viviésemos el apogeo del maniqueísmo discursivo a nivel global: “buenos” contra “malos”. Siendo así, la verdad pierde valor en sí misma y sólo funciona aquella narrativa que gana el estatus de superioridad moral. En este sentido, el discurso de la lucha contra la corrupción ha sido objeto de pugna, aunque el bando progresista cuenta con más recursos para explotarlo favorablemente. Ha impuesto su “verdad” a pesar de sujetarse en contradicciones.

Por ejemplo, pese a su defensa “principista” de los derechos fundamentales, no reclamaron por la falta de presunción de inocencia de políticos confinados a prisiones preventivas de hasta tres años, porque éstos pertenecían al campo ideológico rival. Este tipo de polarización ideológica entre las élites resiente el valor de la verdad de los hechos y relativiza la corrupción. Por eso ambos bandos toleran las sospechas de corrupción entre los cercanos programáticamente, mientras sancionan máximamente a los de la orilla contraria.

Al imponer su narrativa, la tribu progresista ganó la calle. La indignación dormida despertó en un sector importante de la ciudadanía ante la asunción del poder del gobierno interino de Manuel Merino, hasta entonces presidente del Congreso 2020-2021, elegido por el partido Acción Popular.

Existía en la sociedad peruana un malestar acumulado de tanta inestabilidad política que no toleró una crisis más. Sin dudas, éste es el motor de la protesta. Seguramente se suman también el descontento producido por la pésima gestión sanitaria y económica durante la pandemia, como sostenían los voceros del efímero gobierno interino, pero estas causas las considero menores, quizás complementarias.

Al respecto, el sector progresista ha elaborado una narrativa para desprestigiar al gobierno interino, señalando que se trata de una “coalición vacadora” (sic) que busca postergar las elecciones, pues en realidad son “mafias” las que han tomado el poder.

Al punto de dañar el equilibrio de poderes de la democracia peruana, señala el discurso progresista, y producto de acuerdos “dictatoriales” que llevarían a la liberación del sentenciado por rebelión Antauro Humala, líder de una de las bancadas que facilitaron la salida de Vizcarra.

La gestión de la pandemia

En esta historia se ha eximido de máxima responsabilidad a la administración de Vizcarra de la gestión de la pandemia de covid-19, aduciendo la histórica debilidad del Estado peruano. Este mismo guión consideraba precisamente a la pandemia una de las razones para no proceder con un cambio de gobierno que altere las políticas públicas respectivas.

El breve gobierno interino reaccionó a las imputaciones. En primer lugar mediante su primer Decreto Supremo confirmó el calendario electoral, y el premier Ántero Flores-Aráoz y la ministra de Justicia Delia Muñoz rechazaron la amnistía a Humala.

El nuevo ministro de Salud, Abel Salinas, anunció correctivos en la detección de contagios de covid-19 (el empleo de pruebas moleculares y no “rápidas” para este fin). Sin embargo, no gozaron de credibilidad ante la opinión pública.

Los emisarios no convencieron con sus mensajes, aunque algunos de éstos buscaron espantar fantasmas. De hecho, no consiguieron mantenerse en el poder más allá del sexto día, pues la protesta social obligó al Congreso a retirarle su apoyo.

Y esto último porque la composición del gabinete Flores-Aráoz no terminó siendo la consagración de una “repartija” (un acuerdo de la supuesta “coalición vacadora” o destituyente), sino el resultado de una combinación azarosa de congresistas con intereses particulares (algunos, sin duda, con negocios turbios) y de representantes amateurs, dominados por la ingenuidad (absolutos debutantes políticos que se estrenan en el Congreso Nacional).

De hecho, varios congresistas “vacadores” (sic) se sintieron “traicionados” por la conformación conservadora del gabinete y manifestaron su repentina oposición a la gestión interina. Incluso han salido a las calles a protestar.

La precariedad política es tal que quienes ostentaron brevemente el Poder Ejecutivo no provinieron de la componenda parlamentaria que vacó a Vizcarra hace unos días. Sólo Merino y un círculo de Acción Popular que lo acompañó han transitado del Palacio Legislativo al Palacio de Gobierno.

La mayor beneficiada fue la tribu conservadora que, con gran sentido de la oportunidad, aprovechó la carambola política y el vacío de poder para socorrer al presidente interino en las horas inciertas de montar un gobierno de transición. Y tenían los recursos para hacerlo: cuadros políticos experimentados a disposición, redes con poderes fácticos (económicos, empresariales, militares), pero sobre todo incentivos ideológicos: confrontar a sus rivales progresistas.

Entre el triunfo político y el moral

Mientras la tribu conservadora ha tenido los recursos para un triunfo político temporal, la progresista tuvo los recursos para un triunfo moral. En tiempos de necesidades morales insatisfechas, la calle es el combustible requerido para tentar también la victoria política. Sin embargo, la conexión entre la tribu progresista y la indignación ciudadana movilizada es absolutamente narrativa. La calle no tiene dueño político porque se basa en sentimientos anti-establishment, sin un norte político más allá de la renuncia de Merino.

El eje de la cultura política peruana del “no sé qué quiero, pero sé lo que no quiero” ha llegado a su máxima expresión. Pero precisamente para llegar a una salida se requiere de un pacto político entre las dos élites enfrentadas. Y en este paso, la ausencia de partidos políticos pasa factura.

Ante un escenario similar, las coaliciones partidarias chilenas lograron acordar un referéndum constituyente para amortiguar, en algo, el estallido social. En parte, el paulatino acercamiento programático entre ellas y los modales institucionales de sus cuadros permitieron encauzar –al menos temporalmente– la furia movilizada.

En Perú, las tribus ideológicas tienden a seguir azuzando la polarización, reproduciendo la inestabilidad ad infinitum. La familia conservadora apeló al cansancio de la movilización social; la progresista, a la intensidad de la protesta para desestabilizar a un gobierno incierto. La calle –ese inesperado actor del juego político peruano– decidió y el presidente interino Manuel Merino tuvo que renunciar. La incertidumbre peruana se mantendrá al menos hasta que las urnas, y no las componendas tribales, vuelvan a decidir quién ocupará el Palacio de Gobierno.

The Conversation

Carlos Meléndez es doctor en Ciencia Política por la Universidad Diego Portales. Este artículo fue originalmente publicado por The Conversation. Foto: Johnattan Rupire, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons.

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