Una vida de dolor, pasión y genialidad. – GENTE Online
 

Una vida de dolor, pasión y genialidad.

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En 1953, la argentina Raquel Tibol (Basavilvaso, Entre Ríos, 1923) llegó a México como secretaria de Diego Rivera. Frida Kahlo, abatida porque pronto le amputarían una pierna, fue su anfitriona en la Casa Azul de Coyoacán (donde la gran pintora vivirá, amará, sufrirá y se dejará morir). “Era un reactor de alta potencia que emitía descargas constantes (...) Frida y Diego se comprendían, se admiraban y chocaban (...) hicieron un pacto de amor con cláusulas que nadie sino ellos pudieran concebirlas y practicarlas”, escribió Tibol en su libro Frida Kahlo en su luz más íntima. Así dio inicio el vínculo de la joven periodista con ambos personajes, que marcarían a fuego su travesía como escritora, museógrafa e investigadora.

Hoy es considerada como “la matriarca de la crítica de arte” en México y es una de las pocas personas que pueden contarnos cómo fue la legendaria pareja de la pintura mexicana, ahora que se cumplen cien años del nacimiento de Frida (6 de julio de 1907-13 julio de 1954) y cincuenta de la muerte de Rivera (8 de diciembre de 1886-24 de noviembre de 1957).

Hoy, en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, se realiza la mayor exposición dedicada a su vida y su obra: 65 óleos, 45 dibujos, 11 acuarelas, 5 grabados, 50 cartas y 100 fotografías presentan a una Frida sufriente por su cuerpo martirizado (la poliomielitis a los 6 años, la postración total, la fractura de la columna y el desgarro de su vientre en un accidente de tránsito a los 17, los cinco abortos provocados por malformaciones uterinas, las 35 operaciones, el corsé que se vio obligada a usar por tres décadas, la amputación de su pierna), también revelan a una Frida apasionada por la vida (“la llameante, llevada por las llamas”, como escribió en el epitafio Diego Rivera), y, por último, la muestran como una artista que deja el alma en cada pincelada (“mis pinturas son la expresión más franca de mi ser”, confesó).

A esta Frida admirada, única, que fascinaba a André Breton (“su trabajo es la mecha de una bomba”), a quien Picasso admiraba (“ni tú ni yo sabemos pintar retratos como Frida”, le dijo a Rivera), que enamoró a León Trotski, y a quien Rivera adoró hasta el final (“yo me he dado cuenta de que lo más maravilloso que me ha pasado en la vida es mi amor por Frida”), a esta Frida íntima y sin máscaras es a quien conoció la argentina Raquel Tibol.

–¿Cómo se siente recordando a Frida Kahlo y a Diego Rivera?
–Siempre he trabajado sobre uno y otro. Por lo tanto, son una presencia, no un recuerdo. El tiempo que conviví con ellos cambió mi percepción de todo. Más que maestros, fueron iniciadores. Mi deuda con ellos me inclinó a seguir indagando, una y otra vez, a personajes tan complejos. De eso se trata la diferencia entre recuerdo y presencia: nunca los he considerado muertos: están vivos en su obra.

–¿Vivía en Chile cuando conoció a Rivera?
–Sí. Llegué a Santiago en febrero de 1952 y me fui en mayo de 1953, acompañando a Diego. Viajamos a Bolivia y después a México. Diego había arribado para asistir al Congreso Continental de la Cultura, que fue presidido por Pablo Neruda. Me pareció un Buda: era grande, voluminoso. Neruda le pidió que pintara el retrato de Matilde, su novia. En esos pocos días, a Diego le entró la idea de hacer el Congreso Nacional de la Cultura en México. Yo sería su secretaria. Así fue como llegué a la casa de Coyoacán. Vivía allí con ellos. Pero no me gustaba ser enfermera de Frida ni secretaria de Diego. Como el Congreso no se pudo hacer, busqué y encontré trabajo como periodista y promotora cultural. Ahí me fui.

–¿Cuál fue su primera impresión de Frida?
–Del aeropuerto fui con Diego a la Casa Azul. Nos estaban esperando Frida, Ruth Rivera –una de las hijas de Diego–, Emma Hurtado –su amante, su “casa chica”–, dos amigas íntimas y gente de confianza. El grupo hizo una pequeña consulta y decidió que me alojaría allí. En ese tiempo, venir de la Argentina y entrar en la casa de Coyoacán, llena de piezas prehispánicas, era impactante. Miraba a mi alrededor y me mareaba.

–¿Cómo estaba Frida en ese entonces?
–Tenía una drogadicción avanzada. Ya le habían avisado que le amputarían la pierna. La atmósfera era tensa. Ella estaba muy estresada, aunque como toda gente habituada a las drogas, a las medicinas y a las operaciones, salía de estados depresivos y entraba en estados muy normales, de simpatía e incluso de alegría. Alguna vez le inyecté Demerol, que es muy fuerte. Usaba los atuendos de siempre, con sus joyas y arreglos. No le gustaba estar en la cama, aunque ya casi no podía levantarse. En un pie tenía una herida, una secuela del accidente de 1925, que no había cerrado. Ese pie tenía que estar alumbrado todo el tiempo, bajo un foco. De todas maneras, la gangrena avanzaba y en agosto le amputaron la pierna.

–¿Llegó a conocerla íntimamente?
–Sí. Durante las semanas que duró mi estancia en la casa le hice una entrevista. “Oye, Frida. Díctame los títulos de tus cuadros más importantes, porque acá hay pocos”, le pedí. Por su manera de hablar, por su chispa, se me ocurrió decirle que me relatara su biografía. Como pronto me fui de la casa, la conversación quedó interrumpida, pero el material valía para publicarlo en vida de Frida, en México en la Cultura (suplemento del diario Novedades). “Oye, mis hermanas se enojaron por eso que dije de que mi mamá era analfabeta y que ahogaba a los ratones en una tina”, me comentó después.

–¿Y qué significó para Frida dar testimonio, por primera vez, de su vida y su obra?
–Fue muy agradable. Hubo entendimiento, hasta que tuvo un desliz de tipo lésbico. Para mí fue muy violento. Frida tomó mi mano y se la llevó al sexo. Yo la saqué. Fue una ofensa brutal. Ya no me aguantó. Después, cuando le amputaron la pierna, la llamé y me dijo que fuera a verla. Era un momento de angustia feroz. Vivía encerrada en la oscuridad, no quería ver a la gente. Estaba desesperada. Volvió a vivir cuando, convaleciente de una bronconeumonía, salió para unirse a una manifestación en contra del ataque al presidente Arbenz en Guatemala. A partir de entonces tuvo una recaída y murió poco después.

–¿Qué sabía de ellos como artistas?
–Tenía idea de la obra de Rivera, porque había leído libros. Cuando formalicé la entrevista con Diego en Chile, me dijo: “Antes que hablarle de mí, le voy a contar de mi mujer, Frida Kahlo”. Admiraba muchísimo a Frida, la pintora. Lo primero que vi de ella fue lo que había en su estudio: una naturaleza muerta, Los hornos de ladrillo, y su retrato dentro de un girasol, que luego raspó. El gran artista David Alfaro Siqueiros me dijo que cuando la cremaron, al entrar al horno, las llamas levantaron sus cabellos. Parecía que estaba dentro de un girasol.

–¿Era Diego tan irresistible como dicen? En su diario íntimo, Frida escribió: “A los 18 años, cuando vi a ese hombre enorme y feroz pintando un mural y a caballo de un andamio, supe que ya nada podía separarnos”.
–Era de una simpatía desbordante y de una cultura infinita. Frida le decía de mí: “¿Verdad que Raquel es una salvaje?”. Es que yo no sabía nada de ese mundo, ni de drogas, lesbianas o chistes crueles entre ellos.

–¿Cómo era el matrimonio de Rivera y Frida, tan lleno de pasión como de infidelidades?
–Cuando Diego estaba públicamente rendido de amor por María Félix, la actriz fue a visitar a Frida a la casa de Coyoacán. Escuché a Frida afirmar: “Tú no estás enamorado de María. ¡Estás enamorado de su hermano!”. Frida era amiga de todas las novias de Diego. Después de divorciarse en el 39 y de volver a casarse en el 40 (la última de tres veces), hicieron un trato: ya no tendrían relaciones sexuales, evitarían los celos, los gritos, los portazos y todo lo que constituía la vida pasional, y se portarían civilizadamente. Además, desde el 46, Diego tenía su “casa chica” con su amante Emma Hurtado. Según me decía, de todas las mujeres que había tenido, Lupe Marín seguía siendo el cuerpo que más le había impresionado. Pero la mujer que sexualmente más lo había satisfecho era Emma Hurtado.

–Diego le hacía confidencias...
–Sí, pero de cualquier forma ambos sabían las cosas de uno y otro. Tanto, que en alguna carta Frida le pregunta: “¿Dónde vas a dormir hoy? ¿En Coyoacán, en la casa de Emma o en el estudio de San Angel?”. Ellos tuvieron vidas abiertas, a la sexualidad y a muchas cosas. Diego no era bisexual: “Cuanta hembra se cruza a mi paso, está advertida”, decía. Frida sí lo era. Fueron seres de gran talento y muy complejos.

–¿Qué piensa de quienes afirman que Frida hizo del dolor una puesta en escena?
–Es ridículo. Basta ver su diagnóstico. El jefe de traumatólogos de la Plaza México (la mayor plaza de toros de la ciudad) recorrió hospitales buscando su historia clínica y escribió un artículo muy bueno. El doctor es muy claro: un cuerpo al que se le atraviesa un tubo que le rompe la columna, le rompe la pelvis, le rompe la matriz, le rompe los labios del sexo y le provoca una herida que nunca cierra... yo quisiera ver si se puede inventar más dolor que ése.

–Se habla de la monumentalidad y el carácter público de la obra de Diego en contraste con las pequeñas dimensiones y el tono personal de los cuadros de Frida...
–Pero Diego tiene muchísima obra de caballete. Es un gran retratista y un gran paisajista. Las obras de Diego y las de Frida no dialogan. Cuando ella se pone en contacto con él pinta muchachitas sentadas en sillas de palma, cositas así, pero luego se aleja : no era su temperamento. Cuando llega a los Estados Unidos y está en un medio cosmopolita, salta la Frida con un talento muy propio. Hay una etapa que se menciona poco: la estridentista. Allí pinta obras estupendas. En una aparece su grupo de la preparatoria, los Cachuchas. Y eso antes de conocer a Diego.

–Aparece el líder de los Cachuchas, Alejandro Gómez Arias, su primer novio...
–Frida no era rencorosa. Si lo hubiese sido, habría mandado por un tubo a Gómez Arias. El aceptó que fueran jóvenes amantes. Y ella pensaba que iban a ser marido y mujer. El aprovecha el accidente –del que sale con unos pocos raspones y Frida medio muerta– y se pinta (se escabulle) hacia Alemania diciéndole que va a estudiar y a visitar a una tía. Ni la tía existe ni él estudió nada. Y ella escribe y escribe cartas. Por suerte encontró a Diego. De otro modo no hubiera nacido la gran pintora. Frida decía que Diego había sido su “segundo accidente”. Ella ya pintaba, pero era una obra, digamos, hecha en Coyoacán. Cuando entra en el universo de Diego, de la gran intelectualidad, ocurre algo increíble. En aquel entonces, Diego se vendía en los Estados Unidos más caro que Picasso. En vez de arrodillarse ante ese mundo, ella se levanta y asume su personalidad como pintora, con sus vestidos y su carácter extraordinario. Gómez Arias sigue por ahí como amigo. Fue abogado de Rivera en varias ocasiones. Frida nunca le cerró las puertas a ninguno de sus novios. Los novios le cerraron las puertas a ella, que es otro cantar.

–¿Cómo se trabaja la obra de dos personas con las que se ha tenido un lazo personal y afectivo tan importante?
–Del mismo modo en que Frida creció al llegar a los Estados Unidos, yo puse un pie en la casa de Coyoacán, en el estudio de San Angel y en México, y vi cosas desconocidas. Ellos me abrieron el mundo.

“<I>Mis pinturas son la expresión más franca de mi ser</i>”, confesó Frida. A los 37 años, en la Casa Azul de Coyoacán, donde nació y murió, pintó este retrato con la imagen del espejo.

Mis pinturas son la expresión más franca de mi ser”, confesó Frida. A los 37 años, en la Casa Azul de Coyoacán, donde nació y murió, pintó este retrato con la imagen del espejo.

El famoso Autorretrato con chango y loro (1942, colección del empresario argentino Eduardo Costantini).

El famoso Autorretrato con chango y loro (1942, colección del empresario argentino Eduardo Costantini).

Una escena histórica: Diego Rivera mira cómo Frida pinta uno de sus retratos. Fue en 1942, en México. El accidente que sufrió cuando tenía 18 años –el camión en el que viajaba fue atropellado por un tranvía–  la condenó a años de dolor y morfina. “<i>El pasamanos me atravesó como la espada a un toro. Perdí la virginidad</i>”, confesó.

Una escena histórica: Diego Rivera mira cómo Frida pinta uno de sus retratos. Fue en 1942, en México. El accidente que sufrió cuando tenía 18 años –el camión en el que viajaba fue atropellado por un tranvía– la condenó a años de dolor y morfina. “El pasamanos me atravesó como la espada a un toro. Perdí la virginidad”, confesó.

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