Josecito: Un joven de 93 años que se fue en paz – GENTE Online
 

Josecito: Un joven de 93 años que se fue en paz

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Su niñez en Villa Cañás. La partida inesperada de su padre y la mudanza obligada a Buenos Aires. El amor por el cine, sus películas y sus discípulos. Las mujeres de su vida. El día que desaparecieron a su hija Fernanda y el dolor por la muerte de la menor, Eugenia. Racing, su otra pasión. La relación con sus hermanas, Mirtha y Goldi. Sus años como presidente del Festival de Cine de Mar del Plata. La historia pública y privada de un hombre que cumplió sus sueños: “Desde pequeño soy lo que quise ser”.

De punta a punta
Vacaciones para la familia de los españoles José Martínez y Rosa Suárez. En el centro, el mayor de sus hijos, Josecito, y a la izquierda, las mellizas dos años menores que él: Rosa María y María Aurelia, luego Mirtha y Silvia Legrand.

"Un joven de 90: ése soy yo”, dice José Antonio Martínez Suárez en el documental sobre su vida grabado hace tres años. Y eso fue, hasta este sábado 17 de agosto, cuando murió en el CEMIC en horas del mediodía. Mucho más que el hermano dos años mayor de Mirtha Legrand, mucho más que el de Goldi. Josecito, como ellas le decían, fue de esos tipos que todos quisiéramos tener como amigo. Si supo que se iba, lo habrá hecho en paz porque, como contó, “desde pequeño soy lo que siempre quise ser”

Nació el 2 de octubre de 1925 en Villa Cañás, provincia de Santa Fe. Hijo del comerciante José Martínez y de la maestra Rosa Suárez (ocho años mayor que su marido, ambos españoles), desde que vio su primera película en el cine Dante de la Sociedad Italiana –el cortometraje mudo Entre dos platos– soñó con estar ligado a la pantalla grande. El hogar familiar estaba detrás del almacén de ramos generales de su padre, donde el número telefónico era el 71, algo que Josecito –dotado de una memoria prodigiosa– siempre recordó a la perfección. De aquella época, además de la casa, el dueño actual de la vivienda conserva algunos muebles –un escritorio y un perchero de madera–, y una pequeña colección de libros del padre, un anarquista que atesoraba tres tomos de El Capital y dos de Historia crítica de la teoría de la plusvalía, de Karl Marx, y cuatro manuales de electricidad.

Los tres hermanos –Josecito, Rosa María y María Aurelia– eran alumnos de la escuela 178, donde daba clases su mamá. 

De pequeños, los tres hermanos iban a la escuela 178, donde su madre daba clases, pero enseguida se trasladaron con ella a Rosario, para tener una mejor educación primaria. El cimbronazo se dio tres años después de ese cambio, el 20 de enero de 1937, cuando murió el padre –muy joven, a los 36– durante una operación en el hospital Español de Buenos Aires. El recuerdo de José sobre el tema abarca cinco décadas de su vida: No sabíamos por qué había pasado eso. Mamá nos vistió a los tres hermanos, nos llevó a ver al cirujano y le dijo: ‘Doctor Jáuregui, vengo a presentarle a los tres huérfanos que acaba de hacer’. Cincuenta años más tarde, una amiga de la editorial Plus Ultra me preguntó cómo se llamaban los nacidos en Villa Cañás, porque tenía un libro de un autor nacido allí. Lo conocí; se llamaba Guillermo Rodríguez. Nos hicimos amigos por correspondencia. Un día me escribió si le podía llevar el dinero de la venta de una casa al abuelo, porque era una persona mayor. Este hombre vivía en Belgrano. Fui un mediodía, me quedé charlando y le pregunté su profesión. Me dijo que era médico y llegamos a que había trabajado en el hospital Español y conocido a Jáuregui. Le conté sobre la muerte de mi padre, la fecha, y me dijo: ‘Mala praxis. Jáuregui cosía muy mal’. Así me enteré por qué había muerto mi padre”.

Sin el sostén del comercio vendieron la casa, dejaron Villa Cañás, los helados de Milano, el club Sportsman y el álamo que aún se yergue a la entrada del pueblo, y se mudaron a Buenos Aires, al barrio de La Paternal, a la calle Manuel Ricardo Trelles 2353. El cine continuó en la vida de Joselo (como también le decían, y así fue bautizado el Centro Cultural de su pueblo natal): esta vez, a las películas las iba a ver al Taricco, sobre avenida San Martín. Y aquí sumó otra pasión: Racing Club, que hasta sus últimos años siguió cada vez que jugaba de local. “Allá por 1935 –recordó alguna vez–, con mi amigo Ricardo Pezutti tomábamos el tranvía 69 a Constitución, y de ahí un camión, que nos dejaba a seis cuadras de la cancha, en Avellaneda”.

El 10 de marzo de 2018, los tres hermanos Martínez Suárez regresaron por última vez juntos a Villa Cañás. Fue un fin de semana lleno de emoción y reconocimiento. El Centro Cultural de la ciudad fue bautizado con el nombre de Joselo. Y el intendente, Norberto Gizzi, les entregó una plaqueta en la estación de tren.

Las hermanas –ya rebautizadas como Legrand– habían comenzado a filmar. Y Josecito empezó a oficiar de chaperón y a acompañarlas a los estudios Lumitón, donde rodaban. De tanto dar vueltas por el lugar le empezaron a pedir cosas. Y así se adentró en ese mundo, que hasta entonces había amado desde una butaca. Hizo de todo, hasta de extra en La casa de los cuervos, de 1941: tuvo que interpretar a un niño que moría. En el libro Fotogramas de la memoria, encuentros con José Martínez Suárez, de Rafael Valles, lo contó con su habitual picardía para las anécdotas: Por ahí me dijeron: ‘Pibe, ¿querés ganarte cinco pesos? Bueno, andá que te van a dar un pantalón y una boina y lo hacés’. Tuve que morir cuatro veces. Al terminar la cuarta toma, el director Carlos Borcosque dice: ‘Ese chico con la camisa a cuadros, ese que ya murió cuatro veces delante de cámara, ¡que no se muera más!”.

Así comenzó una carrera que duraría toda su vida. Peldaño tras peldaño, como autodidacta, recién en 1949, y como asistente de dirección en la película Un hombre solo no vale nada, pudo ver su nombre destacado en los títulos. En tres films trabajó junto a Daniel Tinayre, que en 1946 se había convertido en el marido de su hermana Mirtha, y sobre quien solía decir: Me gustaba, porque era hombre muy exigente. Definitivamente, era más fácil como cuñado”. En 1974, Tinayre filmó un guión suyo, el de La Mary, con Susana Giménez. La de guionista, contaba, era su tarea preferida dentro del cine.

Tuvo que esperar otros diez años, hasta 1959, para convertirse en director: el corto Altos Hornos Zapla fue su debut. En la década del ’60 fue parte del movimiento llamado Nuevo Cine Argentino, muy influido por el neorrealismo italiano; su opera prima con un largometraje fue El crack. Dos años más tarde, en 1962, filmó Dar la cara, protagonizada por Leonardo Favio, basada en una novela de David Viñas. Yo me permito suponer, como si la película fuera de otro, que si alguien necesita saber cómo se hablaba, cómo se vestía, cómo se comía, cómo se bailaba o cómo se hacía el amor en aquella época, hay que ver Dar la cara”, señaló en el documental sobre su vida llamado Soy lo que quise ser. Recién volvió a dirigir en 1975, cuando hizo Los chantas. Un año más tarde filmó Los muchachos de antes no usaban arsénico, primera película nacional estrenada tras el golpe militar, que llegó a las preliminares del Oscar, y cuya remake estrenó hace poco uno de sus más insignes discípulos, Juan José Campanella, bajo el nombre de El cuento de las comadrejas. Con la llegada de la democracia, en 1984, estrenó el que sería su último film, Noches sin lunas ni soles.

Luego se dedicó a enseñar. Entre sus alumnos se pueden citar al propio Campanella, a Lucrecia Martel y a Gustavo Taretto, entre otros.

“El cine da la posibilidad de vivir varias vidas a la vez. Cada película es una vida que uno hace. Hacer cine es hacer vida”

Con su vida privada, con su intimidad, era muy celoso. Su primera esposa se llamaba Marta Urchipía. Con ella tuvo dos hijas, María Alejandra y María Fernanda. Alguna vez reconoció haber sido un padre poco presente”, sobre todo durante los seis años en que vivió en Santiago de Chile. En una vida con más luces que sombras, dos recuerdos calan en el más absoluto dolor: uno, el 20 de marzo de 2012, la muerte de su hija Eugenia –de su segundo matrimonio con Delia Magda Lovera Bojanich, Nené, fallecida a su vez el 23 de febrero de 2013– y el secuestro de Fernanda, sucedido el 2 de marzo de 1977, y que una sola vez contó en una entrevista con el diario La Nación: “Yo ya estaba separado; vivía en Juncal 2940, piso 3, y a las nueve de la noche sonó el timbre. Era Marta, mi ex mujer. Cuando le abrí la puerta me dijo: ‘Secuestraron a Fernanda’. Corrí hasta la casa familiar de la calle Malabia, donde habíamos vivido. De ahí fui a la comisaría. Me atendió un oficial que me dijo: ‘Qué raro, no pidieron zona liberada hoy en la tarde para eso’. Y después le escribí una carta al almirante Massera, responsabilizándolo por el secuestro, y la llevé a su casa, porque sabía dónde vivía. Había una guardia de marinos abajo y me dijeron que no podía pasar, pero que ellos le iban a dar la carta. Después estuve en el Departamento de Policía, que ya estaba cerrado, donde un oficial me sugirió que volviera a la mañana siguiente. Nos quedamos esa noche en vela, sin saber qué se hacía en estos casos, y al otro día temprano volví al Departamento de Policía y me dijeron: ‘Por esta señora ya han pedido’. Eso quería decir que la carta que había llegado a manos de Massera había tenido su efecto. Junto con mi hija secuestraron a Julio, su marido. No se sabe dónde estuvieron; durante ese tiempo ella escuchó cómo torturaban a Julio, escuchó que alguien decía: ‘El pibe se nos va’, y escuchó que en su delirio Julio decía ‘tengo que ir al trabajo’. Fernanda apareció una madrugada. La dejaron en la General Paz, tal vez arriba de la estación Sáenz Peña. Nunca más se supo de él. Tenían dos hijos, una niña de tres meses y un niño de 4 años”. Sobre el escritorio de su departamento de la Avenida del Libertador –donde solía dar clases de cine y guion–, bien visible, tenía un recorte de diario que recordaba a su yerno, Julio Enzo Panebianco.

Todos los domingos por la tarde, cuando Mirtha regresaba a su casa después de los almuerzos, los hermanos –junto a algunos amigos de la diva– se reunían en su departamento a tomar el té, recordar Villa Cañás y hablar sobre la actualidad.

Los últimos años los pasó ligado, como siempre, al séptimo arte, desde su rol de director del Festival de Cine de Mar del Plata, al que le devolvió el brillo y lo convirtió, junto al Bafici, en el más importante de nuestro país. Allí sucedió una de las más divertidas anécdotas con su hermana Mirtha, a la sazón invitada de honor. José, micrófono en mano, le agradeció su presencia diciendo: Estoy muy contento de que acá esté mi hermana mayor”. La cara de la diva –dos años menor– se transformó, y el cineasta, conocedor de los tiempos del espectáculo, hizo una pausa y repitió: Estoy muy contento de que acá esté mi hermana mayor... mayor alegría no podría tener”.

Este año se hizo allí una retrospectiva con sus obras y se exhibió el documental sobre su vida. En una de las primeras escenas aparece viajando en taxi cuando recibe un llamado de Mirtha, y él le dice: “Estoy con la gente que hace mi película. No, no son mis alumnos. Mis alumnos hacen películas más interesantes”. Pero interesantes son sus conceptos sobre el arte que fue su pasión: “El cine da la posibilidad de vivir varias vidas a la vez. Cada película es una vida que uno hace. Hacer cine es hacer vida. Una forma de recobrar el pensamiento, la acción, la capacidad de un ser humano que no existe, pero que físicamente está visto en una pantalla que a veces nos emociona, a veces nos divierte, a veces nos preocupa (...) “Voy a seguir en el cine, porque es el sitio indicado para que uno se convierta en un pensador, en un hombre interesante para la vida y que la vida resulte interesante para él”.

Lector empedernido de Chesterton, Stevenson y Borges, dueño de una vitalidad única, a pesar de que Mirtha le había puesto un auto y un chofer a su disposición, prefería viajar en colectivo. SUBE en mano, el 102 era su medio de transporte favorito cuando debía ir, por ejemplo, a un curso sobre el propio Borges, con quien alguna vez trabajó. Ahí no fallaba (hasta llegó, en medio de un paro de transportes... ¡a dedo!), como tampoco a los tés en casa de su hermana los domingos por la tarde, cuando volvían a la Villa Cañás de su infancia, ese lugar del que decía: “Duermo pensando en él”. Aunque amaba a Mirtha (a quien llamaba Chiquita, jamás por su nombre artístico) no le gustaba que le remarcaran lo de “hermano de”. Decía: Yo tengo mi propia personalidad. Me molesta cuando dicen que soy ‘el hermano de Mirtha’. A veces la gente me reconoce, pero como me da vergüenza digo que se confundieron. Otras veces, que me agarran de buena gana, digo que soy yo”.

Cuando nada lo hacía prever, un accidente doméstico derivó en una fractura de cadera. Internado desde el 4 de agosto en el CEMIC y operado con éxito, una rebelde neumonía infecciosa que no pudo ser controlada terminó con su vida el 17 de agosto en horas del mediodía. Alguna vez, con ese humor invencible que tenía, contó cómo imaginaba su lápida: Aquí yace José Martínez Suárez. No se acostó con todas las mujeres con las que hubiera querido acostarse”. Y en otra oportunidad, cómo quería ser recordado: “Del modo en que me definió un escenógrafo amigo, Carlos Dowling: como un guacho tierno"

Fotos: Archivo Atlántida y Prensa INCAA



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