“Sólo en un escenario me siento realmente vivo” – GENTE Online
 

“Sólo en un escenario me siento realmente vivo”

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Mar del Plata, julio, 1972. La noche anterior, Alfredo puso de pie a la platea en el final de Las brujas de Salem, de Arthur Miller, dirigida por Agustín Alezzo (otro prócer de las tablas), al subir al cadalso gritando: “¡Soy John Proctor, y lo único que tengo es mi nombre! ¡Pueden matarme, pero jamás me quitarán mi nombre!”

Al otro día me encuentro con él en una plaza: entrevista, claro. Empezamos, y de pronto sus ojos negros, de fuego, descubren un columpio. Como un niño de 43 años, corre hasta una silleta vacía, se impulsa, y alcanza –cree él– los cielos. Me llama, voy, ocupo una silleta, y el reportaje sigue y termina en un insólito va y viene...

Primero de varios encuentros, es el recuerdo que, a las siete de la mañana del viernes 11 de abril, apenas prendida la radio, me anuncia –como un mazazo– su muerte, y me instala frente al teclado para escribir el adiós. Algo que jamás hubiera querido hacer, porque él, Alfredo Félix Alcón Riesco, llegado al mundo en Buenos Aires el 3 de marzo de 1930, tenía un rasgo de eternidad. Un rasgo que tuvo hasta poco antes de su muerte, mientras encarnaba al protagonista de la feroz pieza teatral Final de partida, de Samuel Beckett. Que, acaso como una sombría premonición, lo obligaba a estar en un sillón y cubierto por un lienzo que –ahora lo supe– sugería un manto funerario. En pleno éxito, las funciones fueron suspendidas, y él, internado “por problemas respiratorios”, según las crónicas de entonces. El camino hacia el final de partida...

LOS DOTES DEL CIELO. Nació para lo que fue. Intensamente. Con más de un metro ochenta, una planta física privilegiada, cara perfecta –un escultor griego del remoto pasado la hubiera elegido–, ojos llameantes, y por si poco fuera, una voz inolvidable: un órgano afinado hasta la perfección. Bien lo saben Mirtha Legrand y las miles de almas que vieron –asombrados– su debut en el film El amor nunca muere (1955), bajo la batuta de Luis César Amadori.

EL UNICO TRAJE. Confesión en aquella mañana marplatense: “Fui muy pobre. Cuando entré al Conservatorio de Arte Dramático tenía un solo traje. Era azul, y te juro que evitaba apoyarme en las paredes para no gastarlo, porque no sabía cuándo podría comprarme otro”. Traje que lo acompañó en sus primeros barrios, Liniers y Ciudadela.

EL ALUD DE LA VIDA. Aquel marinero trashumante que se fingía millonario en El amor nunca muere no podía pasar inadvertido. Tanto, que entre ese film y el último (El exilio de San Martín, documental, 2005) transcurrieron ¡45 películas! en las que fue San Martín, Güemes, Martín Fierro, Saverio el Cruel (personaje de Roberto Arlt), el pistolero conocido como El Pibe Cabeza, y el Diablo en Nazareno Cruz y el lobo, dirigido por el genio de Leonardo Favio. Entre las dos puntas, en 1960, el director Leopoldo Torre Nilsson –del que Alfredo fue actor-fetiche– se desvelaba buscando al actor que le diera vida a Ecuménico López, feroz matón a sueldo de un caudillo según Un guapo del 900, memorable pieza teatral de Samuel Eichelbaum. Y no lo encontraba, hasta que alguien le dijo: “El guapo es Alfredo Alcón. Sí, ya sé: es demasiado lindo. Pero te juro que nació para ese papel”. Y así fue: el galán sentimental ante el que suspiraban madres y novias... logró, por supuesto, un Ecuménico colosal.

LA HORA DE LA TELE. La incipiente televisión de los 60’ –blanco y negro, y todo a pulmón– también le echó el ojo. Y Alfredo, no demasiado convencido, entró en esa vorágine de escaso tiempo, pocos ensayos y febriles grabaciones. Pero, plástico y adaptable como el agua al recipiente, abordó, entre tiras más o menos olvidables, a Shakesperare (Hamlet y Romeo y Julieta), y a Federico García Lorca en su desgarradora Yerma. El gran repertorio latía ya en su mira de actor apasionado, lector impenitente y hombre que en el futuro recogería el guante de inmensos desafíos. Porque, más allá del paréntesis (cine y tele), se sabía animal de teatro hasta el tuétano. Honrada carne de tablas. Y redoblador de apuestas.

Entre Buenos Aires y Madrid, ¡50 protagónicos! Autores, los máximos: Shakespeare, Ibsen, Lorca, Osborne, Synge, Miller, Albee, Beckett, Bergman, Valle Inclán, Marlowe, O’Neill, Sartre... Pero una vida no es un mero inventario. En todo caso es recuerdos a saltos. El mío quedó fijado en Cuento del zoo, de Edward Albee, y en aquel marginal desesperado que le gritaba al burgués y convencional ocupante de un banco de plaza: “¡Usted lo tiene todo! Casa, mujer, hijos, perro, gato, loro... y además quiere este banco!”. Y lo recuerdo arrastrándose, reptando casi, hasta agotar su furia.

ALFREDO, EL HOMBRE. Aunque es difícil –o casi imposible– separarlo del actor, también en la vida real, la vida off-escenario, fue un largo y coherente ejemplo. Era el primero en llegar a su camarín y el último en irse. Según el productor español Pablo Bueno, que rigió el teatro Avenida: “¿Por qué no serán todos como él? En escena suda como un caballo, se da una ducha, se va a comer un bife... ¡y nos hace ganar una fortuna!”.

Fue discreto –poco o nada se supo de su vida privada, salvo su fugaz matrimonio con Norma Aleandro–. Jamás un escándalo de los que hoy están en boga y en pantalla. En las entrevistas, firme en su ideología moral y pacifista. En la soledad de su departamento de Palermo, lectura incesante. Generoso, alentaba a principiantes de mayor o menor talento: “Perseveren, estudien, no se dejen arrastrar por las malas corrientes, y tal vez lleguen a ser buenos actores. El teatro es un camino de recato y silencio. La voz, el cuerpo y la inteligencia no deben desperdiciarse en tonterías mundanas: deben derramarse en un texto, sobre un escenario, y bajo las luces necesarias. Si no comprenden que es una comunión, algo sagrado, perderán su tiempo y su energía”.

Nadie, jamás, le oyó un comentario cruel o insidioso sobre un colega, aunque acaso se lo mereciera. Trabajando con principiantes, no lo hizo desde la Torre de Marfil que ocupaba con justicia. Ante ellos todo era humildad, estímulo, noble impulso y crítica sabia: “No te desanimes, ya lo vas a lograr”. Vivió, en ese mundo de envidias y hasta venganzas, incólume. Como si caminara en puntas de pie... Recuerdo una anécdota. En Andamio 90, la sala de Alejandra Boero, y mientras se representaba Final de partida, un espectador se desmayó. Ajetreo, una camilla, rescate... Alfredo, mudo. Y cuando todo terminó, dijo: “Gracias por la paciencia y la comprensión, que nos permitieron seguir remontando el barrilete”. Porque eso fue su vida. Remontar el barrilete hasta el cielo, “en ese juego donde un actor juega a ser otro ante un público que juega a tomarlo por ese otro”. Sí: la luminosa definición es de Borges.

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Se murió solo, a las cinco de la mañana. Esa extraña hora entre la noche y la salida del sol, donde el músculo y la ambición descansan, como escribió Alfredo Le Pera y cantó Carlos Gardel. Pero la soledad del final será, en adelante, de infinito recuerdo. Porque Alfredo era de todos. De los millones que se estremecieron ante sus personajes y de la religión que signó su existencia: el teatro. Que según Jacinto Benavente (dramaturgo español, 1866-1954), “no está el toque de una comedia en haberla vivido, sino en darle vida”. Lo que hizo desde su debut el hombre que nos dejó a sus 84 años, pero que entró en el Parnaso de los inmortales.

...entre clásicos. Alfredo en Enrique IV, del dramaturgo italiano Luigi Pirandello. Por personajes semejantes, entre Martín Fierro, Konex y galardones internacionales, fue laureado con 24 grandes premios. Irrepetible.

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San Martín en El santo de la espada.

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Cuando se conocieron él tenía 20 años, y ella... ¡14! Una década más tarde, y durante cuatro años, fueron pareja. Siguieron como entrañables amigos hasta el fin.

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