Fue abusada por su padre, lo denunció y ganó el juicio: “Tenía la loca idea de que tal vez yo tenía la culpa de lo que me había pasado» – GENTE Online
 

Fue abusada por su padre, lo denunció y ganó el juicio: “Tenía la loca idea de que tal vez yo tenía la culpa de lo que me había pasado"

Ayelén Salazar pasó su infancia viendo situaciones de violencia de parte de su progenitor hacia su mamá. Fue trasladada al Hogar María del Rosario de San Nicolás. A un año de haber dejado esa casa, trabaja, estudia y volvió a tener proyectos.

Luego de años de sufrimiento y maltrato, en los que el miedo era su emoción más frecuente, por fin alguien la escuchó. El destino de Ayelén Salazar (22) cambió cuando llegó al Hogar María del Rosario de San Nicolás, que recibe a niños, niñas y adolescentes judicializados. Recibió un abrazo y la contención para reconstruir su vida. La alentaron para que llevara hasta el final el juicio por abuso. La acompañaron en el proceso de descubrir su valor. 

Ayelén cuenta su historia entre lágrimas y sonrisas. Va y viene de un pasado que desearía no haber atravesado a un presente que le permite mirar hacia adelante con esperanza. Evita quedarse en los lugares oscuros del relato, pero no los niega: sabe que también son parte de la joven que es hoy. Su voz se calma y su mirada se ilumina en un momento del relato: el momento en que empezó a perder el miedo. 

No era tan chica cuando llegué al hogar”, recuerda. Poco sabía, cuando cruzó la puerta del Hogar María del Rosario de San Nicolás a los 14 años, cuánto iba a cambiar su vida. “Desde que llegué me sentí tranquila. Ya no estaba en riesgo. A veces me levantaba a la noche con miedo de estar nuevamente en la casa de mi progenitor y que todo hubiera sido un sueño”, dice. Y en silencio repasa las pesadillas que vivió despierta.

Pedazos de una infancia rota, marcada por la violencia

Mi mamá se había separado de mi progenitor porque la golpeaba. Siempre que él volvía, venía para maltratarla. Los únicos recuerdos que yo tenía de él eran golpeándola. Vivíamos frente a la plaza Giordano Bruno, en Caballito. Luego del divorcio y un montón de trámites, pusieron custodios para que él no se acercara, pero siempre merodeaba la zona y nos iba a buscar”, cuenta Ayelén. 

Ella nos decía –a mí y a mis hermanos, dos varones más grandes que yo y Chiara, mi hermana cuatro años menor– que a la noche tenía que salir. Siempre tenía una excusa distinta: dentista, algún trámite, lo que fuera, pero siempre de noche. Un día mi abuela me habló de las cosas que hacía mi mamá de noche: básciamente era prostitución. Nadie la ayudaba, no tenía ayuda de mi progenitor. Él era un desastre. Recuerdo haber ido un montón de veces a pedir comida con ella. Se esforzaba mucho por que nosotros estuviéramos bien”, explica antes de llegar al hecho que convirtió su historia en una película de terror. 

Una noche nos vino a buscar mi progenitor y nos contó que mi mamá había tenido un accidente. Nosotros estábamos encerrados en un departamento, porque mi mamá cuando se iba cerraba y se llevaba la llave. Él vino con la llave y nos sacó del departamento”, relata. “Nos mudamos los cuatro a su casa. Estuvimos ahí una semana más o menos, antes de que mi mamá falleciera. Yo tenía 12 años”.

En esos días Ayelén escuchó una llamada telefónica, en la que hablaban de cuerpo y morgue. Supo que su mamá había fallecido. “En ese momento sufrí un montón, pero no quería que nadie me viera llorando”, reflexiona. Le pesaba ver a sus hermanos ilusionados con la vuelta de su mamá. 

A partir de ahí pasaron un montón de cosas horribles con mi progenitor”, rememora. Cierra los ojos y hace referencia a cómo él manoseaba su cuerpo púber. “Era muy doloroso. Me acuerdo que gritaba un montón y los vecinos escuchaban. Mi abuela por parte paterna también estaba ahí y escuchaba”.

La noche infinita: denuncia e incertidumbre

Un día. mi hermano mayor volvió tarde del trabajo y me encontró temblando, con poca ropa, al lado de una silla. Mi progenitor estaba enfrente y me decía: ‘Si te sentás, yo te fajo’. Yo agarraba la silla porque no daba más de los golpes y la paliza que me había pegado porque me había resistido a que me violara. Mi hermano me encontró así, demacrada. Me llevó a un lugar donde no estaba él, me preguntó qué había pasado y le conté todo”, suelta el aire, respira profundo y continúa el relato. 

Ese día pasaron un montón de cosas. Hubo una pelea que terminó en la calle, con mi progenitor echando a mis hermanos y ellos tirando piedras a la casa. Intenté irme pero no pude. Y después ya no los vi más. Yo estaba con mi hermanita, muerta de pánico porque no sabía qué me iba a pasar. Estábamos solas”, su mirada se ensombrece, como entonces se opacó su cotidianeidad. “Tratábamos de ni siquiera cruzarnos a nuestro progenitor, porque sabíamos que en cualquier momento le pintaba y chau nosotras. Uno o dos días después, la Policía golpeó la puerta. Abrí y no entendía nada. Me preguntaron un montón de datos y nos llevaron al Hospital Penna”. 

Mientras la subían al patrullero para trasladarla al centro de salud, vio cómo la Policía agarraba a su progenitor. Esa noche terminó en el parador Nueva Vida, una de las cinco casas abiertas que hay en la Ciudad para la atención integral de menores en situación de calle. “Cuando llegamos teníamos mucho hambre. Por suerte nos dieron de comer. Esa noche estábamos felices pero asustadas. Pensábamos que volvíamos con nuestro progenitor o íbamos a terminar en la calle. No sabíamos nada, pero sabía que estaba con mi hermanita”, comenta. 

Un nuevo amanecer en un hogar lleno de amor

La siguiente escala fue el Hogar María del Rosario. La asistieron para que siguiera estudiando, conoció amigas y encontró espacios para hablar con libertad. “En los años del hogar hubo un cambio rotundo: me volví a sentir tranquila. No sentía miedo al irme a dormir. Antes era como estar en peligro constante. Las pesadillas ya no eran más que eso: pesadillas. Me sentí libre, ya no estaba en riesgo”. Pudo compartir su historia, la misma que contó tantas veces en terapia, en cámara Gesell y luego ante un tribunal durante el juicio a su progenitor. 

Muchas veces pensé en tirar la toalla. Fue muy desgastante. Siempre tenía que ir a algún lugar a repasar todo. Encima no sabía si iba a terminar todo bien o todo mal. No sabía si iba a haber justicia. Hablaba con las chicas del hogar que habían pasado situaciones similares y me contaban que en la mayoría de los casos ni siquiera habían llegado a un juicio. Ellas decían que tenía que aprovechar la oportunidad. Estuvo bueno que me hayan empujado para seguir”, señala. El juicio duró tres años e implicó repasar mil veces las escenas más dolorosas de su vida. 

Ante el tribunal conté más de lo que había contado en cámara Gesell, porque la primera vez sentía mucha culpa. Tenía la loca idea de que tal vez yo tenía la culpa de lo que me había pasado. Él nunca debió acercarse ni hacerme lo que me hizo. Me llevó mucho tiempo darme cuenta. Ese día conté todo. Lo venía guardando mucho. Me escucharon. Los jueces me dijeron que no iba a terminar bien para él y después supe que le habían dado una sentencia de 10 años. Para mí fue una liberación. Me escucharon”, enfatiza. 

Hoy no quiero saber nada de él”, piensa en voz alta. “El miedo se terminó para mí. Ya no soy vulnerable. Cada vez que tengo una de esas pesadillas sueño las mismas cosas pero mi actitud no es la misma, no me quedo esperando a que pase sino que lo pateo o corro. Ya no tengo miedo. Esa sentencia me devolvió mi derecho vulnerado”, exclama, convencida de que el juicio no fue en vano, no sólo por la sentencia sino porque en el proceso adquirió herramientas para plantarse mejor y reconocer su valor. 

El egreso del hogar y la búsqueda de nuevos horizontes

Por mucho tiempo me negué a pensar que iba a tener que dejar el hogar. Estaba muy cómoda”, asegura Ayelén. El mismo año que terminó el colegio, en 2017, comenzó a configurar, sin saberlo, su plan de egreso: entre los 18 y los 21 años los jóvenes deben dejar estos hogares. 

En ese momento hice un curso para buscar mi primer empleo. En el Hogar me ayudaron a armar mi CV y me guiaron en el proceso. Quería trabajar para comprarme cosas”, comenta y confiesa que enseguida cambió de idea. “Me di cuenta de que un día me iba a tener que ir y no tenía nada. Empecé a ahorrar todo lo que podía”. 

Las cosas se acomodaron de forma tal que Ayelén hizo un egreso escalonado. En enero de 2019 comenzó a mudar sus cosas a la casa de su novio, Cristian, y en febrero se despidió de sus compañeras. Meses más tarde consiguió un trabajo compatible con la carrera de Contador Público que comenzó a cursar en la UBA. 

–¿Qué le dirías a la pequeña Ayelén, que asustada le abrió la puerta a la Policía?

–Que se quede tranquila. Que todo va a mejorar. Y que un día será libre.

Carolina Varangot, presidenta de la Fundación María del Rosario de San Nicolás y Ayelén Salazar.

Sembrar, cuidar y dejar que la vida se abra camino 

Me regalaron macetas cuando me fui del hogar”, cuenta Ayelén. Y Carolina Varangot, presidenta de la Asociación Civil María del Rosario de San Nicolás, acota que “las plantas tienen que ver con el proyecto personal de quienes pasan por el hogar. Desde pequeños pueden sembrar, ver el crecimiento y los frutos”.

Destaca que cada proceso es único. Cuenta la felicidad que sintió al cruzarse a Ayelén trabajando en un centro comercial, un año después de que egresara. “Me contó que hubiera querido estar más acompañada cuando salió del Hogar, que se había dado cuenta de que cuando te vas a vivir solo hay cosas que tenés que saber (de finanzas personales y del valor del tiempo, entre tantas cosas), y fue la confirmación de que es necesario acompañar a los jóvenes un tiempo más. Ayelén vino a confirmar a la Asociación María del Rosario de San Nicolás la necesidad de fortalecer el proyecto egreso como continuación del proyecto hogar”, remata. 

Fotos: Alejandro Carra y gentileza Ayelén Salazar

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