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Primero el box, luego el rock

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Pregunta: ¿qué hace Bob Dylan un soleado sábado a la tarde en Buenos Aires? Por la noche, eso sí era de público conocimiento, tenía que trabajar: a las 21.30 debía enfrentar al público en la cancha de Vélez. Pero esa misma tarde el hombre quería entregarse a una rutina física, un hábito que lo ocupa en los últimos tiempos. Apenas llegó a la recoleta mansión del Four Seasons preguntó si había gimnasio. Le dijeron que sí, claro. “¿Hay más gente?”, quiso saber. También le dijeron que sí, claro. Malas noticias. Y es que a Bob no le gusta mucho eso de darse con los demás mortales. Así que cerca de las 13.30 se camufla en un gorrito de lana, oculta sus ojos azules detrás de unos anteojos espejados y parte en una van, rodeado de fornidos guardaespaldas, rumbo al Almagro Boxing Club.

Así que sí, vecinos y vecinas del barrio de Almagro, ese señor que entró al tradicional gimnasio, y que una hora después lo estaba abandonando para regresar a su hotel, no es que era parecido…, era el mismísimo Bob Dylan. (Unas semanas antes, en el DF mexicano cumplió exactamente el mismo rito, sesión de guantes y bolsa incluidos, sólo que desapareció sin dejar rastros para convertir la anécdota más en mito urbano que en un dato de la realidad).

Y así pasaron las horas hasta que llegó el sagrado show time, el momento esperado por las 25 mil personas que en Vélez matizaban la espera con León Gieco a cargo de la apertura. Se notaba entre el público la presencia de padres e hijos; había claramente dos generaciones: los de más de 45, fieles de Dylan desde los años ’70, cuando su música se compraba en forma de vinilos y/o casetes, y sus hijos, los que hoy se bajan a Dylan al MP3.

Hasta que suene esa voz en off que (en inglés) dirá “… con ustedes, un artista del sello Columbia: ¡Bob Dylan!”, todo lo que se ve es un escenario pelado. Sólo equipos e instrumentos. Ni pantallas ni escenografías; cero efectos especiales. Toda una declaración de principios: lo que estás por ver es un artista y sus canciones, parece ser el mensaje. Y ahí está él, trajeado como un Hank Williams del siglo XXI, con un sombrero negro de ala ancha y ese bigotito fileteado que define su look Dylan “modelo 2008”.

Como viene repitiendo en los últimas escalas de lo que él mismo ha bautizado como el Never Ending Tour (eso de la Gira de Nunca Acabar podrá sonar presuntuoso, pero no lo es si se piensa que la inició en 1988 y está cumpliendo ¡dos décadas on the road, con un promedio de 100 conciertos por año!), no habrá Dylan folk, el clásico de guitarra acústica y armónica. De hecho, arranca los tres primeros temas en plan rocker, empuñando una Fender Stratocaster y, de ahí hasta que termine el show –dos horas más tarde–, se convertirá de The Piano Man. Tema tras tema, seguirá tocando los teclados de pie (nunca se sienta), de costado al público, y con todos sus sentidos puestos en cada canción y en el bajista Tony Garnier, su auténtico lugarteniente dentro de la banda. (Paréntesis dylanómano: mientras la mayoría de sus músicos van quedando en el camino, Garnier lo viene acompañando en vivo desde 1995, todo un récord).

Lo decíamos la semana pasada, cuando adelantábamos este show tras verlo en México: así como, desde siempre, Dylan ha vivido reinventando al “personaje Dylan”, en vivo, Dylan ha vivido reinventando sus clásicos. Y eso pasó en Vélez cada vez que sonaron joyas como Rainy Day Women, Lay, Lady, Lay, Masters of War, Just Like a Woman o All Along the Watchtower. El tempo, el ritmo, los arreglos, cada tema suena distinto a las versiones originales. Y no podría ser de otra manera si se piensa que –más, menos– son clásicos que vieron la luz entre 1963 y 1968. O sea, ¡más de 40 años han pasado! Más de cuatro décadas en las cuales este artista de 66 años que aún sigue cantando, tocando el piano y conmoviendo con su armónica, ha producido 31 discos de estudio y se ha convertido (junto a los Beatles, claro) en la figura más influyente de ese universo etiquetado bajo el rótulo rock & pop. Y sobre todo, el tipo que demostró que el rock, además de ser una música divertida, podía ser seria, podía tener mensaje.

Pero su característica voz nasal de ayer, hoy es una voz quebrada y arenosa, que más que cantar dice las letras, y que nos hace acordar a la aspereza vocal del último Goyeneche en el mundo tanguero, o al Sabina más reciente. Después de todo, hace muchos años ya, el mismo Lennon avisó: “No hace falta oír lo que dice Dylan, lo importante es cómo lo dice”, dijo.

Y sí, esas canciones son las de siempre, pero, ¡ay!, suenan tan distintas, que se percibía un poco de impotencia en Vélez cuando los fans no lograban corear estribillos inconfundibles como “How does it feel, how does it feel…” en Like a Rolling Stone, o aquello de “The answer my friend…” en Blowin’in the Wind, dos clásicos inoxidables, y los dos picos de éxtasis en la noche de Liniers. (¡Ah!, por cierto, y de nada servirá aprenderse estas nuevas versiones. Porque cuando vuelva, y quizá vuelva –por algo el Never Ending Tour se llama así, ¿no?–, estas nuevas versiones serán viejas).

Por último, y volviendo al principio, otra pregunta: ¿qué hace Bob Dylan una noche de domingo en Buenos Aires, un día después de haberse presentado en Vélez? Decide cenar en la mansión del Four Seasons. Marca room service y ordena “una sopa de vegetales, un wok de salmón y cuatro bizcochos de grasa”.
Buen provecho, Bob.

Sábado 15, tres de la tarde, Bob Dylan (“camuflado” con gorrito de lana y anteojos espejados) sale del Almagro Boxing Club, después de una sesión de entrenamiento en el gimnasio. En 1975, grabó el tema Hurricane, dedicado al boxeador Rubin Carter, encarcelado bajo cargos de homicidio.

Sábado 15, tres de la tarde, Bob Dylan (“camuflado” con gorrito de lana y anteojos espejados) sale del Almagro Boxing Club, después de una sesión de entrenamiento en el gimnasio. En 1975, grabó el tema Hurricane, dedicado al boxeador Rubin Carter, encarcelado bajo cargos de homicidio.

Izquierda: Dylan “modelo 2008”, con su actual look de vaquero folk y guitarra en mano; a partir del tercer tema, pasará a tocar el piano durante las casi dos horas de concierto.

Izquierda: Dylan “modelo 2008”, con su actual look de vaquero folk y guitarra en mano; a partir del tercer tema, pasará a tocar el piano durante las casi dos horas de concierto.

La noche había comenzado con León Gieco como telonero, su más claro heredero dentro del rock nacional. En el cierre de su actuación, León invitó a Charly García y a Gustavo Santaolalla para tocar El fantasma de Canterville.

La noche había comenzado con León Gieco como telonero, su más claro heredero dentro del rock nacional. En el cierre de su actuación, León invitó a Charly García y a Gustavo Santaolalla para tocar El fantasma de Canterville.

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