“Nací actriz, y mi vida fue una larga comedia” – GENTE Online
 

“Nací actriz, y mi vida fue una larga comedia”

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Nadie más uruguaya. Nadie más argentina. Nadie más internacional. Pocas más cultas. Pocas más versátiles. Pocas con tanto sentido del humor. Pocas de sangre tan ilustre: hija del escultor José Zorrilla de San Martín y nieta del poeta Juan Zorrilla de San Martín. Pocas dueñas de tantas teclas sin pifiar ninguna: actriz todoterreno, directora, traductora, régisseuse de ópera. Pocas con tanta tabla bajo los pies y tanta cámara apuntándola: más de 50 películas, más de 60 piezas teatrales. Pocas tan premiadas: una docena de honores, diplomas, estatuillas. Pocas tan piadosas: enfermera en Londres durante los bombardeos nazis. Su vida fue mucho más que un largo nombre: Concepción Matilde Zorrilla de San Martín Muñoz del Campo, que redujo, discreta, a su sobrenombre: China. Mucho más que un largo inventario de títulos que van desde Shakespeare hasta las telenovelas de la tarde. Desde una heroína de Eugene O Neill hasta una vecina de barrio porteño en chancletas.

La vi por primera vez en 1957, a mis 18 años. Con un gran amigo la rastreamos por Montevideo. Sabíamos que en un teatrito se representaba la asfixiante pieza Días felices, de Samuel Beckett, y con cuatro pesos en el bolsillo nos embarcamos en el legendario Vapor de la Carrera. Primer deslumbramiento: China y su marido en la ficción, el actor Claudio Solari, se hundían lentamente en la arena de una playa mientras discurrían sobre ridículas cuestiones domésticas: feroz metáfora de la vida. Pasaron muchos, muchísimos años hasta que empecé a entrevistarla con frecuencia: por un premio, por un éxito, por un cumpleaños, o porque sí. ¿Acaso era necesaria una excusa? Vivía ya en su departamento de la calle Uruguay –dónde, si no–.

Había llegado a la Argentina perseguida por los milicos orientales: mujer, culta y acaso socialista, era un peligro para aquellos obtusos de uniforme. Amaba a los (sus) dos países. En nuestro primer encuentro resumió ese amor en el fragmento de un verso: “Por algo tienen los mismos / colores las dos banderas”. Le pidió café a su eterna asistente, una mulata oriental escapada de un cuadro de Pedro Figari:
–Hacé café. Si te sale rico, no importa.
Me contó su vida. Desde que, beba, paseaba en cochecito por París, llevada por sus padres. La escribí y me llamó:
–¡Qué nota te mandaste!
Y quedamos casi amigos. Una cruel noche de invierno me conminó a ir a La Boca a ver El fulgor argentino, obra de la que era madrina. Al salir, pasada la medianoche, decidí acompañarla a su casa. Le hizo señas a un taxi. En esos días, varios taxistas habían asaltado a pasajeros:
–Esperá, China. Llamemos a un taxi con radio. Es más seguro –le dije.
–¿Vos te creés que voy a privar de trabajo a un pobre hombre por miedo? ¡Cómo se te ocurre! ¿No tenés alma?
Y nos fuimos en un desvencijado Renault 12. El primero que pasó. Ella, fiel a sus dos odios: “La injusticia social, y las escaleras”. Poco a poco fui entrando en sus historias mínimas pero tal vez máximas. En su agenda, por caso, escrita a mano con letra muy chica, donde todavía conservaba el teléfono de un actor. “Trabajamos juntos en una oficina norteamericana, y nos hicimos amigos. Quería ser actor, pobrecito. Era petiso, feo, narigón, y le dije que le sería muy difícil triunfar. ¿Sabés quién era? ¡Dustin Hoffman!”.

Otro día me atreví a inquirir en sus amores. “Sí. Tuve un gran amor. Y nunca pude olvidarlo”. Le pregunté quién era. “No insistas. Ese nombre me lo llevo a la tumba. Vive, está casado, tiene hijos, y no tengo derecho a nombrarlo. Por respeto”. Entre café y bizcochos dulces fueron transcurriendo nuestras entrevistas. Una vez –¡qué lujo!– se sentó al piano y cantó, en inglés, con voz inolvidable. A partir del tercer encuentro opté por comprar una manzana en la frutería contigua a su edificio, lustrarla con mi pañuelo, y ponerla sobre su escritorio antes de que apareciera:
–¿Qué es eso?
–Una manzana.
–¿Para mí? ¿Por qué?
–Porque cuando yo era chico, en el Día de la Maestra le regalábamos una manzana. Y vos sos una maestra…
–¡Vos sí que sos loco!

Alma noble si las hubo, y a pesar de la guerra, de las envidias, del mal que había visto en su patria, en la nuestra y en el mundo, creía en la bondad de la especie humana. Y me reveló esta historia… “Un día tomé un taxi. El chofer me contó un drama espantoso. Estaba en la ruina, necesitaba dinero como el aire que respiraba, y yo acababa de cobrar más de 30 mil dólares por un juicio que gané. Le di todo, menos tres mil. Una fortuna. Me prometió que me los devolvería. Cuando se lo conté a Carlos Perciavalle, mi otro yo, me dijo que estaba loca. Que era incorregible. Que nunca vería esa plata. Pasaron veinte años. Una tarde, mientras jugábamos a la canasta uruguaya en mi departamento, alguien tocó el timbre. Era un hombre. Mi asistente lo hizo entrar por la puerta de servicio. ¿Sabés quién era? ¡El taxista! El pobre había juntado dólar sobre dólar… ¡y me los devolvió! Treinta mil, uno arriba de otro. Volví a la mesa de canasta y les dije a mis amigos: ‘Aprendan a confiar en la gente’”.

Ni diez ni cien notas alcanzan para contar sus anécdotas, sus viajes, su horror a los aviones –sus largas giras eran siempre sobre ruedas, más allá de la resistencia de sus huesos–, sus recuerdos. Cada tanto se levantaba, iba hasta una repisa en la que no cabía tanto bronce, tanto mármol, tanta piedra (sus premios), pero se detenía en el ganado en un festival de Moscú. “¿Te das cuenta? Y pensar que jamás entendí una palabra de ruso”. Es posible que muchos la recuerden por los grandes, gigantescos personajes universales que encarnó. O que para millones sea, eternamente, la vecina de Esperando la carroza o la que devoraba galletitas Boca de Dama en ese hit que fue Gasoleros.

Hasta que el miércoles 17 de septiembre, cuando llevaba ya dos años retirada en Montevideo y se rindió su enorme corazón a los 92 años, hubo luto en la legión de actores y actrices entre quienes pasó más de siete décadas de su vida. Pero más que luto, que consabidas lágrimas, que avalancha de recuerdos, hubiera sido justicia que su carne mortal fuera recordada con alegría. Porque eso, y bondad, y respeto sagrado por su profesión, y generosidad y talento infinitos, fue cuanto derramó sobre ellos desde el día en que, casi niña, decidió que sería lo que fue. Porque más de una vez dijo (y me dijo) “Mi vida fue una larga comedia”. Mientras pedía un café que “Si te sale rico, no importa”, y confundía –¡cuánto la comprendo!– las estridencias del timbre, el teléfono de pie y el celular. Tres artefactos que jamás cesaban de sonar en su refugio. Y por algo era… Ya no está. Ese concierto no volverá a sonar. Pero ella sigue en las dos orillas del Plata, por muy ancho que sea el gran río.

Pero millones los recordarán así: abiertos, pícaros, inteligentes, y siempre piadosos, porque su generosidad fue proverbial. Aquí, en su departamento eterno de la calle Uruguay.

Pero millones los recordarán así: abiertos, pícaros, inteligentes, y siempre piadosos, porque su generosidad fue proverbial. Aquí, en su departamento eterno de la calle Uruguay.

China como La Celestina, de Fernando de Rojas.

China como La Celestina, de Fernando de Rojas.

El miércoles 14 de marzo de 2012 a las diez de la noche, cuando bajó el telón del teatro Cervantes, donde China hizo los dos papeles protagónicos en la pieza Las de nfrente, de Federico Mertens, todo el elenco celebró sus 90 años con una gran torta, y el público, de pie, le tributó “la mayor ovación que recibí en mi vida”, dijo China. Aplausos, lágrimas y vítores que no sólo premiaban a una actriz: le hacían justicia a una vida apasionada.

El miércoles 14 de marzo de 2012 a las diez de la noche, cuando bajó el telón del teatro Cervantes, donde China hizo los dos papeles protagónicos en la pieza Las de nfrente, de Federico Mertens, todo el elenco celebró sus 90 años con una gran torta, y el público, de pie, le tributó “la mayor ovación que recibí en mi vida”, dijo China. Aplausos, lágrimas y vítores que no sólo premiaban a una actriz: le hacían justicia a una vida apasionada.

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