“Me avergüenza recibir un premio que le fue negado a Borges, el más grande” – GENTE Online
 

“Me avergüenza recibir un premio que le fue negado a Borges, el más grande”

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El jueves, cuando –por teléfono y a las cinco y media de la mañana– le anunciaron que era el premio Nobel de Literatura 2010, el genial peruano de Arequipe y ciudadano del planeta, no dormía: leía, por insomnio y por pasión, El reino de este mundo, la inmortal novela del cubano Alejo Carpentier. Creyó que, luego de tantos años, tantos augurios y tantas frustraciones, “era una broma”. Pero no. A sus 74 años, con medio siglo de escritor a las espaldas, 20 novelas, 15 ensayos, 12 piezas teatrales, 14 grandes premios internacionales y centenares –o miles– de artículos de prensa, y a pesar de la contumacia de la Academia Sueca por premiar a escritores de izquierda, los laureles habían coronado su cabeza.

Pero aún así, no cedió en la crítica: “Me avergüenza recibir un premio que sistemáticamente le fue negado a Jorge Luis Borges, el mayor escritor de lengua castellana. Espero que me lo hayan dado por mi obra literaria, y no por otras razones”, arriesgó, sugiriendo que la Academia, después de tantos años y de tantos lauros a veces poco justificados, había cambiado el curso del timón. Y que ya, sus popes no creen que un hombre de pensamiento liberal es un enemigo de la Humanidad.

En 1993, a sus 57 años, Vargas Llosa escribió sus memorias: El pez en el agua. Seiscientas páginas que arrancan en la cuna y cierran el telón en su única incursión en política como candidato a presidente del Perú. Derrotado en 1990 y en segunda vuelta por Alberto Fujimori, no reincidió. Millones de lectores se lo agradecen… Lo que sigue son fragmentos de El pez…: Vargas Llosa por él mismo. La otra cara (o la misma) de la gran aventura de su vida.

ESE SEÑOR, MI PAPA. Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947.
–Tú ya lo sabes, por supuesto —dijo mi mamá.
–¿Qué cosa?
–Que tu papá no está muerto.
–Por supuesto.
Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto? Era una larga historia de folletín, truculenta y vulgar, que había avergonzado a mi familia materna y destruido la vida de mi madre cuando era todavía poco más que una adolescente. Tenía 19 años. Había ido a Tacna acompañando a mi abuelita Carmen desde Arequipa. Aquel 10 de marzo de 1934, en el aeropuerto, alguien le presentó al encargado de la estación de radio de Panagra: Ernesto J. Vargas. El tenía 29 y era muy buen mozo. En esa brevísima visita se hicieron novios.

El noviazgo fue epistolar; no volvieron a verse hasta un año después, cuando mi padre reapareció por Arequipa para la boda. Se casaron el 4 de junio de 1935. Fue un desastre. Después de la boda viajaron a Lima de inmediato. Vivían en una casita de la calle Alfonso Ugarte, en Miraflores. Desde el primer momento, él sacó a traslucir lo que la familia Llosa llamaría «el mal carácter de Ernesto». Dorita, mi madre, fue sometida a un régimen carcelario prohibida de frecuentar amigos y, sobre todo, parientes, y obligada a permanecer siempre en la casa. Las escenas de celos se sucedían por cualquier pretexto, y podían degenerar en violencia. Pero la verdadera razón no fueron los celos ni el mal carácter de mi padre sino la enfermedad nacional por antonomasia: el resentimiento y los complejos sociales.

Porque Vargas, pese a su blanca piel, sus ojos claros y su apuesta figura, pertenecía a una familia socialmente inferiornunca más la llamó MI INFANCIA. La familia Llosa se trasladó a Cochabamba, entonces una ciudad más vivible que el pueblecito minúsculo y aislado que era Santa Cruz, y se instaló en una enorme casa de la calle Ladislao Cabrera, en la que transcurrió toda mi infancia. En aquella casa fui engreído y consentido hasta unos extremos que hicieron de mí un pequeño monstruo. Mis diabluras obligaron a mi mamá a matricularme en el La Salle a los cinco años. Aprendí a leer poco después, en la clase del hermano Justiniano, y esto, lo más importante que me pasó en la vida hasta aquella tarde del malecón, sosegó en algo mis ímpetus. Pues la lectura de los Billiken, Peneca y toda clase de historietas y libros de aventuras fue una ocupación apasionante que me tenía quieto muchas horas.

LA INOCENCIA. Mientras estuve en Bolivia, hasta fines de 1945, creí en los juguetes del Niño Dios y en que las cigüeñas traían a los bebés del cielo, y no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban “malos pensamientos”. A poco de entrar al colegio, los hermanos Artadi y Jorge Salmón, una tarde en que nos bañábamos en las aguas ya en retirada del río Piura, me revelaron el verdadero origen de los bebés y lo que significaba la palabrota impronunciable: cachar. La revelación fue traumática: sentí repugnancia al imaginar a esos hombres animalizados, con los falos tiesos, montados sobre esas pobres mujeres que debían sufrir sus embestidas. Que mi madre hubiera podido pasar por trance semejante para que yo viniera al mundo me llenaba de asco. Pasó mucho tiempo antes de que me resignara a aceptar que la vida era así.

DEL SEXO Y DE SUS PRELUDIOS. En las fiestas se podía bailar cheek to cheek, ir juntos a la matinée del domingo y, en la oscuridad, besarse. También, caminar tomados de la mano, después del helado en el Cream Rica de la avenida Larco, e ir a pedir un deseo viendo morir la tarde en el horizonte marino desde el parque Salazar. Todos mis buenos recuerdos entre mis 11 y mis 14 años se los debo a mi barrio, que cambió de nombre cuando los periódicos empezaron a llamar así al jirón Huatica de La Victoria, “La calle de las prostitutas”.

El 28 de marzo de 1948, en una fiesta de cumpleaños, me obligaron a sacar a bailar a Teresita. Yo me moría de vergüenza y me sentía un robot, sin saber qué hacer con las manos y los pies. Pero a partir de ese día empecé a soñar románticas historias de amor con Teresita. Fue mi primera enamorada.

EL SEXO, POR FIN. Un día, con un compañero, nos confesamos que nunca nos habíamos acostado con una mujer, y decidimos ir a Huatica un sábado de junio o julio de 1950. Era la calle de las putas (polillas, las llamaban), y estaban en las ventanitas mostrándose ante los presuntos clientes. Las más caras eran las francesas: veinte soles. Luego, las tarifas declinaban hasta las putas viejas y miserables, ruinas humanas que se acostaban por dos o tres soles. Fumando como chimeneas para parecer más viejos, entramos y nos dejamos convencer por una mujer muy habladora, de pelos pintados, que sacó medio cuerpo a la calle para llamarnos. El cuarto era chiquito y había una cama y un foco envuelto en celofán rojo que daba una luz medio sangrienta. La mujer no se desnudó. Se levantó la falda y, viéndome tan confuso, se echó a reír y me preguntó si era la primera vez. Cuando le dije que sí, se puso muy contenta porque, me aseguró, “desvirgar a un muchacho trae suerte”. Pero no era francesa: era brasileña.

YO, PERIODISTA. Ese verano, mi padre me llevó a trabajar con él a su oficina: la International News Service. El radiooperador recibía las noticias, y los redactores las traducían al español y las adaptaban para enviarlas a La Crónica, que tenía la exclusividad de los servicios. De enero a marzo fui mensajero, llevando a La Crónica los cables y artículos. Comenzaba a las cinco de la tarde y terminaba al filo de la medianoche. En esos meses se me vino a la cabeza la idea de ser periodista. Esta profesión, después de todo, no estaba tan lejos de lo que me gustaba –leer y escribir–, y parecía una versión práctica de la literatura.

En enero del 52 entré a trabajar a La Crónica. Empezaron el periodismo y la bohemia… Conocí una Lima ignota, y por primera y última vez, hice vida bohemia, aún no cumplidos los 16 años. Me dieron un carnet con mi foto y un sello, que decía Periodista. Me tacharon las palabras inútiles (“Concisión, precisión, objetividad total, mi amigo”). Frecuentaba barcitos de chinos, viejísimos y hediondos, con techos tiznados y legañosos, y serranitos que echaban baldazos de aserrín para barrer más fácilmente los vómitos y los escupitajos de los borrachos. Había maricas, cafiches, rufiancillos, oficinistas de medio pelo. Y yo era ya periodista, y ése, el camino de la literatura y la genialidad.

LA CIENAGA POLITICA. Vargas Llosa no vivió a espaldas de la política. Militó en grupos estudiantiles, en fracciones de izquierda, fue (y es) un feroz enemigo de los dictadores y las dictaduras, pagó el precio de su reconversión, jamás perdonada por la ceguera de los fanáticos, y jugó su naipe más bravo contra Fujimori en 1990. Pudo ser presidente del Perú. Perdió. Y no por nada encabezó El pez…“También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios, y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando».

LA TIA JULIA. A fines de mayo de 1955 llegó a Lima, para pasar unas semanas de vacaciones en casa del tío Lucho, Julia Urquidi, una hermana menor de la tía Olga. Un mediodía caí por su casa, a la salida de la universidad. Ella estaba desempacando. Reconocí su voz ronca, su risa fuerte, su esbelta silueta de largas piernas. Hizo algunas bromas al saludarme (“¡Cómo! ¿Tú eres el hijito de Dorita, ese chiquito llorón de Cochabamba?”), y se sorprendió cuando el tío Lucho le contó que además de estudiante de Letras y Derecho escribía en los periódicos, y hasta había ganado un premio literario. “Pero, ¿qué edad tienes ya”?, me preguntó. “Diecinueve”, dije. Ella tenía 32, pero no los aparentaba. Al despedirnos, me dijo que si mis enamoradas me dejaban libre, la acompañara al cine alguna noche. Y que, por supuesto, ella pagaría las entradas… Muy pronto empezamos a ir al cine. Veíamos melodramas mexicanos, comedias americanas, films de vaqueros y de gángsters. Ya no me trataba como a un chiquitín, pero… Hasta que un día, bailando, la besé en la mejilla. Apartó la cara para mirarme, y la volví a besar, esta vez en los labios. Al día siguiente le dije que estaba enamorado de ella. Me dijo que había hecho muchas locuras en la vida, pero que ésta no la iba a hacer.

La peripecia de esa historia de amor, y no por regodeo ni capricho, ocupa cuarenta páginas de El pez en el agua. Verdad y novela al mismo tiempo, pasó por todos los cielos y los infiernos. Furias familiares, complicidades de amigos y parientes, alteración de los documentos de Vargas Llosa para eludir la minoría de edad, fugas nocturnas, y pasión refugiada en hoteluchos o piezas todavía peores. Se terminó, como todo o casi todo, pero le dictó al novísimo premio Nobel uno de sus libros más divertidos y prodigiosos: La tía Julia y el escribidor. Quien nada haya leído de M.V.Ll., debute en sus páginas. Se admiten reclamos por ventanilla, pero no los habrá. Se lo juro.

Primero de mayo, año 2000. Vargas Llosa en el hotel Alvear, en un día frío y lluvioso, después de una larga entrevista con GENTE. <i>“No quiero parecer un emperador”</i>, le dijo al fotógrafo. Pero ya, de las letras, lo era.

Primero de mayo, año 2000. Vargas Llosa en el hotel Alvear, en un día frío y lluvioso, después de una larga entrevista con GENTE. “No quiero parecer un emperador”, le dijo al fotógrafo. Pero ya, de las letras, lo era.

Con Norma Aleandro, protagonista de su pieza teatral La señorita de Tacna: gran éxito en Buenos Aires.

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La semana pasada en Nueva York, con Alvaro Toledo, presidente del Perú, que lo felicita por el Nobel. Más que un premio, un acto de justicia.

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