“La vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda” – GENTE Online
 

“La vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda”

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El martes 6 de marzo festejó sus 80 años. Pero el 2007 se abre a otros aniversarios: seis décadas de su primer cuento publicado, cuatro de Cien años de soledad –su cumbre, su Quijote– y un cuarto de siglo del Nobel. Números redondos, dignos de ficción más que de realidad… Pero hubo mucho más que un soplo sobre ochenta velas. En Madrid, José de la Concordia García Márquez y su obra fueron honrados en el Palacio Linares por ochenta personalidades (políticos, artistas, periodistas) que leyeron, sin pausa, quince minutos y siete páginas cada uno, hasta la madrugada, Cien años de soledad, la fascinante historia de siete generaciones de la familia Buendía que –vaya paradoja– fue rechazada por seis editoriales y llegó al mundo gracias al buen ojo del entonces editor de Sudamericana. Gracias a la Argentina, partera de esa colosal novela hoy traducida a 35 idiomas y dueña de un récord de ventas pocas veces alcanzado: más de 30 millones de ejemplares.

Pero dejemos hablar al genio. Lo que sigue son fragmentos de su vida, narrada por él en sus memorias. En el imprescindible libro Vivir para contarlo.

Mi nacimiento: “Fue así, y allí donde nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el 6 de marzo de 1927, a las 9 de la mañana y con un aguacero torrencial. (...) Estaba a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical, pues la partera de la familia perdió el dominio de su arte en el peor momento. (...) El riesgo más grave no era el cordón umbilical, sino una mala posición de mi madre en la cama. (...) No fue fácil reanimarme, de modo que la tía Francisca me echó el agua bautismal de emergencia”.

Mi madre (Luisa Santiaga Márquez): “Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Había encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y atónitos detrás de los lentes bifocales (…) pero todavía conservaba la belleza romana de su retrato de bodas, ahora dignificada por el aura otoñal”.

Mi padre (Gabriel Eligio García, telegrafista en Aracataca): “Una foto de esos días (anteriores al casamiento con su madre) lo muestra con un aire equívoco de señorito pobre. Llevaba un vestido de tafetán oscuro con un saco de cuatro botones, muy ceñido a la moda del día, con cuello duro, corbata ancha y un sombrero canotié. Llevaba además unos espejuelos de moda, redondos y con montura fina, y vidrios naturales. Quienes lo conocieron en esa época lo veían como un bohemio trasnochador y mujeriego, que sin embargo no se bebió un trago de alcohol ni fumó un cigarrillo en su larga vida”.

La perdida de la inocencia (a los 14 años, en Aracataca, en 1941): “La mujer que de verdad me quitó la inocencia no se lo propuso ni lo quiso nunca. Se llamaba Trinidad, era hija de alguien que trabajaba en la casa, y empezaba a florecer. (…) Tenía unos trece años, pero todavía usaba los trajes de cuando tenía nueve, y le quedaban tan ceñidos al cuerpo que parecía más desnuda que sin ropa. Una noche que estábamos solos me sacó a bailar con un abrazo tan apretado que me dejó sin aire. (…) No sé qué fue de ella, pero todavía hoy me despierto en la mitad de la noche perturbado por la conmoción, y sé que podría reconocerla en la oscuridad por el tacto de cada pulgada de su piel y su olor de animal”.

Mi vocacion de escritor (diálogo con la madre, con quien se reencuentra luego de años de no verse):

“–La mala situación se te nota de lejos. Yo pensé que eras un limosnero. Y sin medias.
–Es más cómodo –le dije–. Dos camisas y dos calzoncillos: uno puesto y el otro secándose. ¿Qué más se necesita?
–Un poco de dignidad.
–(…)
–Es que yo voy a ser escritor. No quiero ir a la universidad ni ser abogado. Voy a ser escritor y no quiero otra cosa”.

Mi primera gran ciudad: “Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre en donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del Siglo XVI. Me llamó la atención de que había en la calle demasiados hombres de prisa. (…) En cambio no se veía una mujer de consolación, cuya entrada estaba prohibida en los cafés sombríos del centro comercial, como la de sacerdotes con sotana y militares uniformados. En los tranvías y orinales públicos había un letrero triste: ‘Si no le temes a Dios, témele a la sífilis’”.

Mis trabajos periodisticos (en El Heraldo de Bogotá): “Me pagaban tres pesos por nota diaria y cuatro por un editorial cuando faltaba alguno de los editorialistas de planta, pero apenas me alcanzaban. Traté de hacer un préstamo, pero el gerente me recordó que mi deuda original (por adelantos) ascendía a más de cincuenta pesos.”

Macondo (nombre que le dio a la aldea en que transcurre Cien años de soledad): “El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en un portal: Macondo. Esa palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética”.

Mi abuelo (inspirador del coronel Aureliano Buendía, uno de los protagonistas de Cien años de soledad): “Estábamos en la Ciénaga Grande (…) La había navegado varias veces, cuando mi abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía –a quien sus nietos llamábamos Papalelo– me llevaba de Aracataca a Barranquilla para visitar a mis padres”.

Mi regreso a Aracataca (su pueblo natal, transformado en Macondo en la novela): “Lo primero que me impresionó fue el silencio. Un silencio material que hubiera podido identificar con los ojos vendados entre los otros silencios del mundo. (…) La vieja estación de madera y techo de cinc con un balcón corrido era como una versión tropical de las que conocíamos por las películas de vaqueros. (…) Los almacenes, las oficinas públicas, las escuelas, se cerraban desde las doce (…) Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo detrás de la iglesia (…) Todo era idéntico a los recuerdos, pero más reducido y pobre, y arrasado por un ventarrón de fatalidad: las mismas casas carcomidas, los techos de cinc perforados por el óxido. (…) Todo transfigurado por aquel polvo invisible y ardiente que engañaba la vista y calcinaba la piel. (…) Y de noche es peor, porque se siente a los muertos que andan sueltos por esas calles”.

Mi amor prohibido (Mercedes Barcha, con quien tiempo después se casaría, en esos días pupila y estudiante en un colegio de monjas. Los padres de Mercedes se oponían a la relación de su hija “con ese escritorzuelo de mala muerte, que no tiene futuro”): “Mi mejor recuerdo de aquellos días no es lo que hice, sino lo que estuve a punto de hacer, gracias a la imaginación delirante de mi viejo compinche Orlando Rivera, Figurita. En una borrachera de las nuestras, Figurita me reveló que había preparado con su esposa y por su cuenta y riesgo un plan magistral para sacar a Mercedes Barcha de su internado. Un párroco amigo, famoso por sus artes de casamentero, estaría listo para casarnos a cualquier hora”.

Si no leyó Cien años…, léala. No sólo es una de las mayores aventuras literarias de este mundo: hace cuarenta años que está esperándolo a usted, lector. No eluda esa cita. Sería una distracción imperdonable.

En 1982, cuando le otorgaron el Nobel de Literatura, García Márquez dijo que escribía para que lo quisieran. Un amigo lo refutó: le dijo que era un hombre muy querido. Respuesta: “<i>Es que en materia de amor soy insaciable</i>”.

En 1982, cuando le otorgaron el Nobel de Literatura, García Márquez dijo que escribía para que lo quisieran. Un amigo lo refutó: le dijo que era un hombre muy querido. Respuesta: “Es que en materia de amor soy insaciable”.

Carlos Gustavo XVI, rey de Suecia, felicita y le entrega el Premio Nobel de Literatura a García Márquez en 1982: un millón de dólares y la consagración definitiva.

Carlos Gustavo XVI, rey de Suecia, felicita y le entrega el Premio Nobel de Literatura a García Márquez en 1982: un millón de dólares y la consagración definitiva.

Gabo agradece con una reverencia. ¿Su rebeldía? Se negó a usar ropa de gala, y asistió a la ceremonia con la tradicional guayabera colombiana.

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