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La última entrevista al último hippie

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Sentado en la mesa bajo el árbol más alto de su jardín, Carlos Alberto Dumas,
el Gato, ve llegar a los periodistas de GENTE. Es marzo de este año, hace apenas
un mes y medio, y su casa del country Carmel fue testigo de esta entrevista, la
última entrevista que, tal vez, haya concedido y que hasta hoy no había sido
publicada.

El pasado viernes 14, cerca de la cinco de la tarde, producto de una afección
pulmonar, el Gato, cocinero, se fue para siempre. Tenía 66 años, cinco hijos,
entre ellos Olivia, de cinco años, que llegó después de que él y su esposa
Mariana agotaran medios y energías, hasta encontrar el tratamiento que les
cumplió el sueño de ser padres. Cocinó desde su infancia más remota: una foto
con gorro y delantal, a los tres años, lo demuestra largamente. Nos dejó la
memoria de un personaje entrañable. Nos dejó, también, esta charla inédita.

-¿Cómo es su vida hogareña?
-En esta casa todos somos completamente libres, personales y originales. Todos
somos fantásticos y delirantes en mi universo.

-Entonces la pregunta debería ser: ¿cómo es su universo?
-Hoy por hoy, el centro de mi vida pasa por mis cuatro hijos mayores, mis
nietos, mi mujer Mariana, y mi pequeña hija Olivia. Desde que Olivia nació,
todos mis pensamientos pasan por ella. Fue muy buscada, sabés: luego de varios
intentos frustrados, de dejar de creer en Dios, de un tratamiento y de otro,
logramos concretar nuestro sueño, tuvimos a la nena, y recién ahí recuperé mi
fe.

-Olivia se la devolvió…
-Sí, ella es algo mágico. Desde que nació soy otra persona. No me acuerdo de que
haya existido otra vida antes que ella.

-¿Cómo son los Dumas hoy?
-Simple: somos los últimos hippies del siglo XXI, y eso me pone orgulloso.

-¿Y cómo recuerda que fueron antes?
-Cuando era chico iba de un lado a otro. De mi casa de Montevideo y Vicente
López a la quinta de San Miguel; lo que más me gustaba era la quinta y la bodega
del Turco Lagos, que antes de ser mi abuelo era mi ídolo. Era un excelente
cocinero y yo era su pinche, aún guardo los manuscritos de los menúes escritos
por el intendente de Luis XV que heredó.

-Su abuelo lo marcó para siempre, se ve.
-Y… él fue quien me enseñó a cortar, con mis manitos y un enorme cuchillo, mis
primeros cuadraditos de zanahorias. En aquella época ni soñaba con ser cocinero,
pero antes de irme a vivir a Inglaterra mi abuelo me llevó a su casa y abrió la
última botella de cognac que le quedaba en la bodega. Brindamos por la despedida
y yo jamas olvidaré aquel olor maravilloso del licor bien estacionado; creo que
el recuerdo de ese perfume me hizo volver a la cocina, y a interesarme por las
salsas, los ingredientes y el borgoña.

-¿Siente que ahora tiene la madurez suficiente como para disfrutar la
paternidad?
-¿Madurez? No creo en la madurez. De joven no sabía disfrutar lo que me daba la
vida. Lo que yo tengo ahora es tan maravilloso: soy feliz, tengo tanto trabajo
gracias a Dios, y no paro de pensar en llegar a casa para estar con mi familia.

-¿Y quién cocina en su casa?
-Siempre me preguntan quién cocina en casa. Y yo siempre respondo: la cocinera.
En mi casa nunca cocino.

-Usted es de buen comer…
-No, yo como hamburguesas congeladas, pollo al horno, un plato de ravioles, lo
que la cocinera haga. Porque Mariana y yo tenemos que hacer muchas otras cosas y
no es posible que lleguemos los dos a preparar la comida. De todas formas, en mi
casa, la vida es bella.

El Gato tenía 21 años cuando revoleó por el aire las maquetas que le exigían en
la facultad de Arquitectura, y se fue a Londres a estudiar cocina. Un detalle:
en 1959 estudiar cocina no suponía lo que supone hoy: era un oficio que carecía
por entonces de la impronta fashion que ahora llena locales en Palermo Viejo,
era vista más bien como una actividad relegada a matronas de buena mano. Fue un
volantazo inspirado en su abuelo, Alberto Lagos, un escultor amigo de Rodin y
amante de la buena cocina, y que le sirvió al Gato para demostrar que las ollas
y las sartenes podían ser útiles en el sutil universo de la creación. Siempre
despreció la voz "chef", por impostada, y prefirió, exigió, que lo llamaran
cocinero. Fue el creador de algunos de los más prestigiosos restaurantes de
Buenos Aires: Clark's y Hereford llevaron su sello.

Su corpachón de hombre robusto y la voz ronca, por lo general vociferante, lo
volvían una figura de inocultable carácter, indisimulable en la imposición de su
presencia pero, a la vez, despachaba una rara alegría de hombre satisfecho.

Fue enterrado en la mañana del sábado, en un cementerio privado de Pilar. Cuando
volvíamos de la ceremonia, en un gran cartel, al costado derecho de la
Panamericana, una fotografía del Gato Dumas en el aviso de una marca de
colchones nos tomó por sorpresa. Ahí estaba el mismo Gato de siempre, la media
sonrisa cruzándole la cara ancha, y un slogan que había dejado de ser un slogan,
y de pronto se había vuelto una piadosa despedida: "Mi mejor receta: dulces
sueños
".

por Alejandro Seselovsky y Pablo
Procopio

fotos: Maximiliano Vernazza, Alejandro Carra y Archivo Atlántida

Una tarde de sol de este otoño, en el jardín de su casa, en el country Carmel. Junto al mítico cocinero, Mariana, su esposa, y Olivia, su hija de cinco años. Arriba, la mañana del entierro, en un cementerio privado de Pilar. Muchos amigos fueron a despedirlo.

Una tarde de sol de este otoño, en el jardín de su casa, en el country Carmel. Junto al mítico cocinero, Mariana, su esposa, y Olivia, su hija de cinco años. Arriba, la mañana del entierro, en un cementerio privado de Pilar. Muchos amigos fueron a despedirlo.

El Gato sostiene la foto donde se lo ve a él mismo, pero a los tres años, vestido de cocinerito, junto a su abuelo Alberto Lagos, aficionado a la buena cocina, y quien marcó su destino.

El Gato sostiene la foto donde se lo ve a él mismo, pero a los tres años, vestido de cocinerito, junto a su abuelo Alberto Lagos, aficionado a la buena cocina, y quien marcó su destino.

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