“La libertad y la igualdad son ideales por los cuales siempre estuve dispuesto a morir” – GENTE Online
 

“La libertad y la igualdad son ideales por los cuales siempre estuve dispuesto a morir”

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Si yo tuviera el tiempo en mis manos, haría lo mismo otra vez”

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Nació príncipe, descendiente de los reyes de la tribu, y su verdadero nombre –Rolihlahla– se puede traducir coloquialmente como “el que hace lío”. Y Nelson Mandela –así lo nombró una maestra de su infancia– se lo tomó tan en serio que nunca dejó de “hacer lío” para revolucionar a su país y, de paso, establecer algunos de los mensajes más poderosos que conoció la Humanidad. Amar –o al menos perdonar– a tu enemigo. No guardar rencor con aquellos que fueron capaces de privarte de la libertad –y humillarte, día a día, sin escrúpulos– durante 27 años y medio. Dar todo por un principio que, a pesar de su evidente valor y certeza, no existía en la tierra en la que creció: todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos. Tender la mano a los oprimidos sin esperanza. No aferrarse al poder con egoísmo. Creer en la utopía de desbaratar el apartheid, uno de los sistemas más crueles que conoció el planeta. Mandela murió el jueves 5 de diciembre a los 95 años, en su casa de Johannesburgo, sin cadenas, con una Sudáfrica pacificada aunque todavía terriblemente desigual. Y en el mismo momento en que bajó los párpados, el mundo se levantó para reverenciarlo. Mandela hizo lo que dijo, siempre, con la dignidad de un príncipe, la entereza de un soldado y la visión de un estadista. En paz descansa. Y vive por siempre.

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“Los verdaderos líderes deben estar dispuestos a sacrificarlo todo por la libertad de su pueblo”.

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Aprendió en los llanos y colinas de la pequeña villa donde nació (Mvezo). Se perfeccionó en las calles y escuelas, gracias a sus estudios de leyes y su acercamiento a la problemática político-social de su entorno. Se curtió tras las rejas de una diminuta celda, en la cárcel de Robben Island. Este aprendizaje forzoso fue el más brutal que pudo haber imaginado. Pero lo convirtió no sólo en un hombre excepcional, sino en algo más poderoso: una bandera. El rostro sonriente de Nelson Mandela siempre será eso: la bandera que flamea en favor de los desesperados, un remedio contra aquellos que se empeñan en creer que todo está perdido. Nació el 18 de julio de 1918, en el sudeste de su país, con sangre de Thembu –la tribu a la que pertenece– y un futuro marcado sin dobleces. Su gente le allanó el camino, enviándolo al colegio y a la única universidad reservada a los negros. Para aquellos que no sepan de qué se trataba el apartheid: el país dividía a la gente según su origen étnico, y la ecuación era bastante sencilla. Los blancos, a pesar de ser minoría, tenían todos los privilegios: votaban, gobernaban, manejaban la economía y les prohibían a los negros el acceso a todo lo imaginable. Mandela nunca hizo carne este desprecio: aprendió a no sentirse menos que nadie. Jamás. A los 26 años –ya estudiante de Leyes– se afilió al Congreso Nacional Africano, partido político fundado en 1912, que buscaba restablecerles a los negros sus derechos mancillados. Curioso (o no tanto): durante la Guerra Fría, Margaret Thatcher no dudaba en tildar de “terrorista” al CNA, del cual Mandela se convertiría en figura mítica. El gobierno de los Estados Unidos mantuvo durante años a Nelson en el listado de terroristas internacionales, hasta que Bush (hijo) se dignara a sacarlo, en 2008. Para entonces él ya tenía 90 años...

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“La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”.

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Mandela fue un estudiante díscolo, brillante, que pronto abrió un bufete de abogados para defender a los negros, algo inédito en la Sudáfrica de aquellos años. Huyó de su tribu –porque quisieron imponerle una novia– y se instaló en Soweto y Johannesburgo. Su retórica y modales pronto impresionaron a todos en el partido, que buscaba un nuevo referente. Al mismo tiempo que se interesaba por la problemática social, despuntaba el vicio practicando su deporte favorito: el boxeo. Inquieto, organizó una nueva rama en el Congreso Nacional Africano: la Liga Juvenil, de la cual se hizo líder. Mandela seducía, convencía, encantaba... Alto y pintón, vestía con suma elegancia, impactando a todos. Siempre declaraba, ante la mezcla de asombro e incredulidad de sus oyentes, que algún día se convertiría en el primer presidente de una Sudáfrica libre.

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“La pobreza no es natural: es creada por el hombre y puede erradicarse mediante acciones de los seres humanos. Erradicarla no es un acto de caridad, sino un acto de justicia”.

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Pasados sus 30 años, ya hombre de acción y político lanzado, empezó a tener problemas con la ley. La ley de los que gobernaban con mano dura y desprecio por los derechos humanos más elementales. Para ese entonces, al filo de la década del ’60, ya se había casado dos veces: con la enfermera Evelyn Mase, en 1944, y con la activista social Winnie Madikizela, en 1958. Con la primera tuvo cuatro hijos (dos varones y dos mujeres, una de ellas fallecida a los nueve meses); con la segunda, dos hijas, y un largo y tumultuoso divorcio que fue seguido por todo el país. Mandela volvería a casarse por tercera y última vez en 1998, con la mozambiqueña Graça Machel, quien hoy llora la muerte de su célebre marido.

Pero volvamos a los 60’, época de ebullición y revoluciones. El joven Mandela, cansado de los ultrajes del gobierno sudafricano, que llegó a asesinar a 69 manifestantes pacíficos en 1961, creyó que sus acciones debían ir más allá. Y organizó, ya en la clandestinidad, el brazo armado del CNA, Lanza de la Nación. Fue así como se convirtió en el Comandante Mandela. Se sucedieron viajes. Encuentros. Más aprendizaje. Un acercamiento al comunismo. Hasta que en 1962 es detenido por salida ilegal del país e incitación a la huelga. Tipos como él, que pensaban por sí mismos y buscaban alterar el orden establecido, debían ser corridos del panorama. Fue durante su juicio que Mandela explicaría con brillante elocuencia qué quería para Sudáfrica. Sus palabras aún resuenan y son la piedra fundamental de un pensamiento vivo, inmortal, que en aquellos años sonaba a utopía. Dijo en 1964, poco antes de ser encarcelado: “He dedicado mi vida a esta lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca, y he luchado contra la dominación negra. Y alenté el ideal de una sociedad democrática y libre, en la cual todas las personas viven juntas y en armonía y con oportunidades iguales. Es un ideal para el cual espero vivir y ver realizado. Pero, mi Señor, si hiciera falta, es un ideal para el cual estoy preparado para morir”.

Desde 1964 hasta 1990, acusado de sabotear al régimen y a punto de cumplir 44 años, Mandela vivió en prisión, como el reo número 46664, confinado a una celda diminuta y a trabajos forzados en una cantera de piedra caliza que lastimaría su vista. Pero Nelson no perdió tiempo en lamentos y utilizó cada hora de encarcelamiento en una rutina de aprendizaje. Jamás perdió sus modos principescos. Y su bronca contenida la transformó en misericordia. Conversó con sus guardianes. Se inmiscuyó en su cabeza, para tratar de entender sus torcidos razonamientos. Y pulió su enorme faceta de negociador, que luego llevaría a la práctica como estadista. Afuera, su nombre se transformó en un emblema, en un canto de libertad. El famoso Free Nelson Mandela, que se hizo himno. El apartheid se fue pudriendo en su propia esencia, al mismo tiempo que crecía la popularidad y el prestigio del líder encarcelado. Los racistas empezaron a negociar con él. Un par de veces le ofrecieron la libertad a cambio de concesiones en su pensamiento político. Naturalmente, se negó. En 1982 fue transferido a la cárcel de Pollsmoor, en Ciudad del Cabo; y a fines de 1988, a Victor Verster, donde, en mejores condiciones de alojamiento, siguió recuperándose de una tuberculosis. Los gobiernos sudafricanos, imposibilitados de sustentarse ante el descontento general y una severa crisis política y económica, tragaron saliva y se jugaron la última ficha: liberar a Mandela.

Ocurrió el 11 de febrero de 1990, ante una audiencia mundial nunca vista. El ya anciano líder, de 71 años, emergió con un mensaje de reconciliación y amor. Recibió el Nobel de la Paz en 1993. Y fue elegido presidente en las primeras elecciones libres y democráticas en la historia de Sudáfrica, en 1994. Su tarea no fue sencilla: tomó un país de 40 millones de habitantes cuya mitad se encontraba bajo la línea de la pobreza, un 33% de desempleo y 13 millones de analfabetos. Hizo lo que pudo, focalizado en la titánica labor social. Su gran tarea ya estaba hecha: darle esperanza a un país desesperado. No quiso la reelección. Ya anciano, se dedicó a ser la cara y la conciencia de decenas de organizaciones. Y en 2005 sufrió un duro golpe: perdió a su hijo Mandla, de 46 años, por la plaga del sida (el tercero que no lo sobrevivió, además de Makaziwe y Makghato). Su última aparición pública se produjo en el Mundial de Fútbol de 2010, disputado en su tierra. Todos lo adoraban.

Se dirán muchas cosas más sobre Mandela. Le dedicarán poemas y canciones. Y lo citarán, una y otra vez, para encontrar la fórmula de la paz, en su sencilla alquimia de misericordia: “Si quieres llegar a la paz con tu enemigo, tienes que trabajar con él. Entonces, se convierte en tu compañero”.

Su elocuencia y carisma fueron marca registrada, desde su juventud hasta su madurez. Abogado, político y luchador social, no habrá otro líder como él.

Su elocuencia y carisma fueron marca registrada, desde su juventud hasta su madurez. Abogado, político y luchador social, no habrá otro líder como él.

Nació en una pequeña villa en el sudeste de su país y estaba orgulloso de sus orígenes.

Nació en una pequeña villa en el sudeste de su país y estaba orgulloso de sus orígenes.

En su celda de Robben Island, donde permaneció 18 de los 27 años que duró su encarcelamiento.

En su celda de Robben Island, donde permaneció 18 de los 27 años que duró su encarcelamiento.

La última aparición pública de Mandela se produjo con motivo del Mundial de Fútbol de 2010, disputado en su tierra. Naturalmente, fue ovacionado.

La última aparición pública de Mandela se produjo con motivo del Mundial de Fútbol de 2010, disputado en su tierra. Naturalmente, fue ovacionado.

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