“La agresividad y la violencia son mi manera de hacer el bien y de salvar a la gente” – GENTE Online
 

“La agresividad y la violencia son mi manera de hacer el bien y de salvar a la gente”

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Detrás del muro metálico gris que oculta a medias la casa de San Isidro Labrador, Martínez –la casa de Fernando Peña– hay un mundo a imagen y semejanza de su dueño. Mil y un objetos. Rarezas. Antigüedades. Novedades. Lo clásico y lo kitsch. Muñecos (as) y floreros de vidrio soplado. Bar. Copas de colores: todo el espectro del arco iris. Cinco perros ambulan (dos, gruñen). Diez canarios campeones pían. En el fondo, casi un bosque de verdes cegadores, aterrizan horneros y palomas y abejas. La espera es corta. En punto a las doce del mediodía baja de su cuarto. Blusón a rayas, jean, descalzo. Un tácito acuerdo nos lleva al bar. Abre una botella de vino oscuro.

Empieza –empezamos– a hablar (nada importante, apenas tanteo), y –como siempre en toda entrevista–, le pido permiso para apretar el botón rojo del grabador, el testigo implacable. “Por supuesto. Yo no tengo off the record. ¿Sabés por qué? Porque me ahorra mucho tiempo. Los que me odian, seguirán odiándome, y a lo mejor un poco más. Los que me aceptan y me quieren, seguirán fieles a mí”. Le recuerdo un libro –Las 1001 películas que hay que ver antes de morir– y le pido que me cuente las mil y una cosas que hay que saber de Fernando Peña antes de morir, o de que él le diga adiós al mundo. Le gusta. Empieza:

Primero hay que saber que uso la transgresión, la rebeldía, la cosa agresiva, violenta, para hacer el bien. Es mi manera de transmitir, y existe desde antes, desde que era profesor de inglés y hacía cosas histriónicas para fijar mejor los conocimientos. Tratamiento de shock. También hay que saber que soy extremadamente tierno. No lo digo por pedantería, lo digo porque me conozco mejor que nadie. Tengo un corazón enorme, muy sensible, y a través de todos mis personajes me siento un salvador. También hay que saber que odio la crueldad, la estupidez, la mediocridad, la hipocresía, y sobre todo la falta de profundidad. Me molesta mucho que la gente no se dé cuenta de las cosas, que vaya tan rápido por la vida, que no se detenga a observar nada, que se quede en la primera lectura, que casi siempre es errónea. Fui comisario de a bordo catorce años, y te aseguro que nadie sabe quién es realmente el que va en cada asiento, ese gordo con cara de hosco, o ese medio negrito, o esa mujer nerviosa o melancólica . Siempre es una foto equivocada… Y, para que no me tomen una foto equivocada, también hay que saber que soy… No, no, no: detesto las palabras homosexual o gay. Soy… (usa la más dura, más rotunda: cuatro letras que estallan). Y gay, menos, porque quiere decir alegre, y no hay nada más triste que un… (otra vez la palabra). Tenemos nuestros momentos de alegría, pero somos contra natura, más allá de que estoy feliz con lo que soy, no lo cambiaría por nada del mundo, no me gustaría haber nacido normal o común. El… (la palabra, otra vez) no es hombre. Humana y biológicamente sí, pero nada más. El hombre cambia una goma, tira de una soga, es caballero, le gusta el fútbol, mata animales por placer. Pero nosotros no.
También hay que saber de mí que lo que dicen mis personajes no es lo que yo pienso. Pero ese error despierta el odio, la bronca injusta. Delia Dora de Fernández, una mujer que está muerta, cada tanto baja del cielo. Detesta a los negros, a los comunistas, a los maricas, a las lesbianas, a los travestis, y dice que los treinta mil desaparecidos son pocos, que deberían ser setenta mil. ¿Tengo que explicar que yo no pienso así, que es un desdoblamiento? Sin embargo, muchos lo creen. Estoy seguro de que las personas que me critican, que me dicen siniestro, asqueroso, bocasucia, me critican porque les muestro su propio espejo… También hay que saber que no soporto a los niños, los detesto, ¡y sobre todo en los restaurantes! Y que odio, odio, odio la mentira, porque de chico era tremendamente mentiroso y fabulador. Inventaba historias terribles y me divertía mucho, pero me fue como el c…, y a los veintiséis años me di cuenta de que no había que mentir en nada. Sí, este uruguayito sidoso (nací en Canelones el 31 de enero del 63), esta loca, no miente nunca. Por eso digo, y todo el mundo lo sabe, que tomo cocaína, aunque sea mala y me esté matando las neuronas. Me preguntás qué hago en Canal 7, cómo es posible que un artista como yo esté en el canal oficial. Y… es casi un milagro. A lo mejor me llamaron para domesticarme, para que el gobierno se apuntara un poroto. Cuando lo digo, me llaman paranoico, pero se equivocan: ¡es la política!
Mi papá (el polémico periodista Pepe Peña) me decía que la tele era traicionera, jodida, pero yo no le tengo ni miedo ni respeto: me parece una caja hermosa. No es basura, ¡es genial! Cada vez que termino de grabar es como parir quintillizos, porque editan cosas que no me sirven, ponen lo que quieren, y los camarógrafos me hicieron un paro. Como en toda institución estatal, la gente está aletargada, achanchada, hasta mi propio equipo se impregnó de esa siesta, y así pierdo chispa, vuelo, genialidad. Más de una vez tuve que agarrar la handycam y filmar yo… ¿Qué me preguntaste? ¿Por qué cosas vale la pena vivir? Hum… Una, el valsecito El berretín:
‘Berretín, de quererte mujer, de sentir de tu piel, la fragancia a jazmín. Berretín, el primer berretín, del que nunca en la vida, se olvida de ti’. ¡Qué hermoso! Otra, el teatro: pararse en una tarima y tener doscientas o trescientas personas hipnotizadas… Otra, el alcohol (en especial, el vino). Otra, la comida: huevos fritos con papas fritas –¡la única verdad!–, el asado, los guisos, las picadas completas con pan de campo, y haber visto en vivo a Lena Horne cantando Stormy weather. ¿Mi misión en la Tierra? Ser Fernando Peña, esta cosa tan rara que soy, este cuerpo tan difícil con este cerebro tan difícil. Pero me tocó ser Fernando Peña, porque los cuerpos nacen antes que las almas, y las almas vagan hasta que te eligen y te habitan, y aquí estoy…
¿Qué quiero? Que alguna vez me entiendan, y que los que me odian me odien por lo que tienen que odiarme. Porque siempre se equivocan: me odian por lo que no deberían. Si alguien, después de entenderme, me dice
‘igual me caés como el c…’, ¡chapeau!, lo aplaudo. Cuando logre instalar a Fernando Peña y su verdad, cuando en vez de aletear como un pequeño Juan Salvador Gaviota pueda planear, puedo morirme tranquilo. Me cuesta mucho levantarme a la mañana, pero me digo: ‘Vamos, loca, no te olvides que tenés que hacer que Fernando Peña salga digno de este mundo’, y entonces me levanto…
Te doy una primicia. En el 2008 largo todo, me compro un colectivo, meto a los diez de mi equipo, y me largo a hacer teatro por toda América latina. Paraguay, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador. En las ciudades, pero también en los pueblitos, donde a lo mejor tengo que actuar parado en una mesa. La gira va a durar no menos de un año, y no es joda: el que me acompañe se tiene que bancar lo que venga… ¿Sabés por qué me voy? Porque estoy podrido de Buenos Aires, de la estupidez, de la incomprensión, del aturdimiento, de la superficialidad. Algunos me dicen que no me haga la víctima, que no juegue al incomprendido. Se equivocan: ¡soy un incomprendido y soy una víctima!
¿Cómo me gustaría morir? De una manera muy, muy histriónica. En una habitación muy linda (como soy famoso me van a dar una…), con todos mis amigos, mucho vino, y decirles ‘bueno, chicos, voy a hacer el testamento’, y escribir en un papel lo que quiero dejarle a cada uno para que, después de muerto, vayan a mi casa y cada cual agarre lo suyo. Diana, su cuadro, otro, la colección de boleros, otro…, y después, adiós. Si, tenés razón, se parece al final de
All that jazz… Sí, quedáte tranquilo, Alfredo… Si me muero antes que vos, te prometo esa copa azul que está en la vitrina del bar. La que tanto te gustó…

Se va. Se va a comer asado en algún restaurante de Martínez. Después, de a poco, habitará los cuerpos de sus personajes en El parquímetro, en la radio Metro. En Isla flotante, cada lunes a las once de la noche en Canal 7 (“Le puse Isla flotante porque es un postre que no me sale nunca”). En los ensayos de La jaula de las locas, que estrenará en teatro, en enero, junto a Miguel Angel Rodríguez (“uno de los pocos actores que no detesto, porque se parece mucho a mí”). En el teatro El cubo, con dos obras: Gracias por volar y Ni la más puta. En El toque, el programa de Mario Mactas, donde hace su Milagritos López, pura sabiduría caribeña. Todo para no morir en deuda. Todo para dejar de aletear y poder planear. Todo para que lo comprendan, para que lo amen y también para que lo odien. Menos la indiferencia, lo que sea.

Fernando Gabriel Peña en un gesto que resume la intención de su arte: “<i>Todo lo que hago es un tratamiento de shock para despertar amor y odio por partes iguales</i>”.

Fernando Gabriel Peña en un gesto que resume la intención de su arte: “Todo lo que hago es un tratamiento de shock para despertar amor y odio por partes iguales”.

“<i>En mi vida no hay nada off the record. Todo lo que soy está a la vista. Todo lo que hago es para justificar mi paso por la Tierra</i>”

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“<i>Me cuesta mucho levantarme, pero me digo</i>: ‘Vamos, loca, no te olvides que tenés que trabajar para que Fernando Peña salga con dignidad de este mundo’”

Me cuesta mucho levantarme, pero me digo: ‘Vamos, loca, no te olvides que tenés que trabajar para que Fernando Peña salga con dignidad de este mundo’”

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