«Hacía años que soñaba con ser mamá» – GENTE Online
 

"Hacía años que soñaba con ser mamá"

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"Ser madre es lo que más deseo en el mundo. Y no voy a descansar hasta
lograrlo
". Corría junio de 2002 y Claudia Cordero Biedma le confiaba a una de
sus amigas más íntimas el mayor anhelo de su vida. Atrás habían quedado doce
años de amor junto al periodista Bernardo Neustadt, con quien hizo lo imposible
para tener un hijo. "Con Bernardo lo intentó todo, soñaba con ser mamá y formar
una hermosa familia con él. Si hasta se fue al exterior para hacerse una
fertilización asistida, pero no tuvo suerte. Después se separó, y el tema de los
hijos siempre fue una herida abierta en su corazón. Una herida que hoy, gracias
a Dios, pudo cerrar
", recuerda alguien que siempre la apoyó en cada una de sus
decisiones.

"Les juro que no hay nada que me interese más en la vida que ser mamá. Siento
que tengo mucho para dar. Sólo les pido que me apoyen en esta lucha que empiezo
hoy para intentar cumplir con este sentimiento que no puedo frenar. Es algo
incontenible que siento acá, bien adentro
", les dijo Claudia a sus padres, allá
por julio de 2002.

Dicen que nunca va a borrar de su mente aquella fría mañana, cuando envió el
primer mail a la Organización Americana de Adopción -cuya sede está en los
Estados Unidos-, en el que manifestaba su deseo de convertirse en madre. Una
amiga de ella que vive en Los Angeles le había dicho que existía esta
institución, y le aclaró que era muy seria. Cuando terminó de redactar aquel
mensaje supo que a partir de ese instante su vida iba a cambiar para siempre, y
comenzó a llorar. Así lo relata alguien muy cercano a su familia: "Mirá, la
verdad es que Clau antes de tomar esta decisión lo intentó todo. Charló con
mucha gente acá en la Argentina para poder adoptar, pero siempre se enfrentó con
una palabra: ¡No! Acá exigen que tenga una pareja conformada, y todos sabemos
que ella en enero pasado se separó de John, su último amor. Mirá, es muy
sencillo: en la Argentina, si no tenés un marido es casi imposible adoptar. Y
Claudia se propuso vencer cualquier obstáculo para cumplir con su sueño más
preciado".

Claudia habló con abogados, jueces y asistentes sociales en la Argentina. La
respuesta siempre fue la misma: "Mandá cartas a todos los juzgados, pero siendo
una mujer sola es muy difícil… Pueden pasar muchos años antes de que tengas una
respuesta".

Claudia les dijo que ella no esperaba adoptar un bebé, que quería chicos de
nueve o diez años, que la edad "me juega en contra y deseo ver crecer a mis
hijos para darles una mamá que ellos puedan disfrutar, tanto como yo sueño
disfrutarlos a ellos"
. La respuesta fue siempre la misma: "Es muy difícil". Por
esos días, una de sus mejores amigas tuvo un problema que terminó de sacudir a
Cordero Biedma. Ella había adoptado un bebé dos años antes, y un pariente del
chiquito -enterado de la buena situación económica de la señora- ahora se lo
reclamaba. El caso, obviamente, estaba en tribunales y la angustia de su amiga
era enorme: "Me lo van a sacar y hace dos años que es mi hijo", repetía entre
sollozos. Aseguran los más íntimos que Claudia "sintió pánico" por primera vez
en su vida: "Yo me muero si llega a pasarme una cosa así", habría confesado.
Eso, finalmente, la decidió a buscar la adopción fuera del país.

Por eso hizo la consulta a la Asociación Americana de Adopción. Grande fue la
sorpresa cuando a los pocos días de su consulta, recibió un listado extenso de
informes que debía completar. "Empezaba el trámite más gratificante de su vida",
recuerdan sus allegados. Después de completar todos los datos requeridos,
Claudia les señaló que creía que lo ideal para ella sería adoptar chicos de unos
siete años. Principalmente porque sus dos sobrinos tienen más o menos esa edad y
ya se los imaginaba jugando con ellos. "Ella estaba en cada detalle, pensando en
lo mejor para esos chiquitos, para que se sintieran bárbaro
", explica su amigo.

A la semana, tuvo una segunda sorpresa cuando abrió su casilla de e-mail . Lloró
frente a la computadora: la organización le hablaba de dos hermanitos de siete y
ocho años nacidos y criados en Kazajstán, una ex república soviética. Claudia
entendió que la tarea no iba a ser sencilla. Pero, según cuentan, al recibir esa
comunicación, ya se sintió madre de esos niños. "Fue increíble -recuerda una de
sus amigas-. Yo estaba junto a ella el día que recibió la comunicación. Te
cuento que la conozco desde hace más de treinta años, de cuando éramos chicas, y
nunca, pero nunca, observé un gesto de felicidad en su rostro tan impactante. Se
sintió la mamá de esos pequeños kazakos, como yo los llamó cariñosamente".

En la intimidad, Claudia gritaba entre sollozos: "Todavía no tengo nada, pero
estoy viviendo el momento más feliz de mi vida".
Aún no era consciente de que a
partir de ese momento comenzaría a vivir una verdadera aventura repleta de
dificultades y satisfacciones.

Lo primero que hizo fue enviarle al orfanato donde estaban internados los
chicos, fotos propias, de su casa, de su familia, y una carta en la que les
contaba que soñaba todas las noches con convertirse en su mamá. Los niños, Mirko,
de ocho años, y Masha, de siete, eran dos hermanitos con padre ruso y madre
rumana. El gobierno se los quitó cuando tenían apenas tres años, y desde
entonces, deambulaban por diversos institutos para menores. Cordero Biedma se
conmovió con su historia. Y sintió desesperación por estar lo más pronto posible
junto a ellos. No fue todo, a los pocos días, recibió de ellos dibujos y un par
de cartas conmovedoras. "Ya me siento la mamá de estos chicos. No te puedo
explicar lo que estoy viviendo, es demasiado fuerte
", le confió a la amiga que
la acompañaba aquella tarde en su casa de San Isidro. Era todo tan emocionante
para ella que empezó a destinar su tiempo al cúmulo de papeles que debía
completar. Transcurría diciembre de 2002 cuando al encender su computadora
advirtió que había recibido un nuevo correo electrónico de la Organización
Americana de Adopción. Estaba feliz, shockeada. Su corazón deseaba que le
pidieran que viajara a buscarlos. Pero la noticia era devastadora. Le pedían
disculpas, y le explicaban que habían advertido que el trámite era imposible
porque entre la Argentina y Kazajstán no existían relaciones internacionales, y
ni siquiera había un consulado. Entonces le decían que lo que sí podía hacer era
adoptar niños de Rusia, pero los hermanitos no podían adoptarse. Claudia sintió
que ya no podía romper el fortísimo vínculo que había generado con quienes ella
apodaba "mis kazakitos" . Volvió a llorar, pero esta vez de tristeza. Y cuando
secó su última lágrima juró que no iba a bajar los brazos. "Ya es demasiado
tarde. Yo me siento la madre de esos chicos, por eso les quiero avisar que
decidí viajar a buscarlos. Siento que me necesitan, y no me podría perdonar no
hacer todo para que reciban el amor que les falta. Quizá les parezca demasiado,
pero soy capaz de dejar la vida en el intento. Es lo que siento y no pienso
reprimirme"
, le confesó a su familia que la escuchó con emoción. Su padre se
ofreció a acompañarla. Pero Claudia le dijo que iba a ir sólo con su profesora
de ruso, idioma que había empezado a estudiar apenas inició los trámites, porque
los pequeños hablaban esa lengua. Le costó mucho conseguir la visa para viajar a
Moscú, pero lo logró. Llegó en abril, con veinte grados bajo cero de
temperatura, lluvia y nieve. Pero nada le importó: su primer objetivo estaba
cumplido. Sabía que el viaje era más que incierto, pero una única idea rondaba
su cabeza: ser madre. En Rusia tuvo la suerte de ser atendida por el ministro
Alejandro Piñeiro Aramburu, funcionario de la embajada argentina en ese país.
Claudia le contó toda la historia, le mostró todos los mails y los trámites que
había realizado. Conmovido, Piñeiro Aramburu le consiguió una audiencia con el
embajador de Kazajstán porque querían otorgarle la visa correspondiente para
visitar ese país. Tres días más tarde se entrevistó con el embajador y durante
tres horas le contó de las cartas, las fotos, los dibujos. El hombre la escuchó
en silencio, y al finalizar la entrevista Claudia consiguió su visa.

Todo empezaba desde cero una vez más. Tuvo que esperar el único vuelo semanal
para llegar a Astana, la capital de Kazajstán. Nada era fácil. Y de allí, miles
de kilómetros más, para arribar a Ust-Kamenogorsk, la ciudad donde se
encontraban Mirko y Masha. Viajó horas en un avión chiquito y bastante precario.
Hoy sus amigos recuerdan en qué condiciones aterrizó la nave: "Nos dijo que se
movía todo. Finalmente llegó hasta un hangar, el resto de los pasajeros se fue,
y ella quedó sola con un chico que cuidaba el lugar. Ni siquiera tenía un tengué,
que es la moneda de ellos, y le dio un dólar para que le prestara el teléfono.
Era ya la medianoche y tuvo la suerte de que la coordinadora del orfanato la
atendiera. En un inglés precario, le dijo que no se preocupara, que la irían a
buscar. A los diez minutos, el marido de esta señora estaba allí, y accedió al
primer pedido de Claudia: 'Sé que es tarde, pero le ruego que me lleve a la
puerta del orfanato'. El hombre cumplió aquel deseo con una sonrisa".
Sus
íntimos dicen que cuando llegó quería quedarse en la puerta del lugar hasta el
amanecer. Pero accedió a esperar las primeras horas del nuevo día en un hotel semiabandonado, que luego cambió por otro al que llamó "Mi palacio de
Kazajstán
". Era su "palacio" porque allí estuvo muchos meses, porque sintió que
la reja que lo rodeaba la protegía, y porque convirtió a las14 pequeñas
habitaciones en el lugar de hospedaje de todas las parejas de norteamericanos
que viajaban para hacer los trámites de adopción. Además, en la cocina le
permitían hacer "comida argentina", como milanesas y albóndigas para todos los
huéspedes.

El primer día que visitó el orfanato, el chofer de la combi la miró asombrado
cuando la vio con varios bolsos con ropa, juguetes y calzado. Como la adopción
aún era un trámite improbable, ella debía entrar -por consejo de la
organización- en carácter de una visita humanitaria con donaciones. La directora
del orfanato, Valentina Sergevna, que conocía bien la historia y se sentía
emocionada por la tenacidad de esta mujer argentina que le había dicho "no voy a
dejar que la burocracia les rompa el corazón a dos chiquitos",
la recibió con
los brazos abiertos. Pese a que sabía que a Claudia se le había negado la
posibilidad de adoptar en ese país, igual permitió que los visitara. Cuando
Cordero Biedma se acercó a su despacho vio a una chiquita de cabello rubio que
jugaba por allí. Era Masha, la pequeña que se convertiría en su hija, pero ella
no la conocía. Jamás los había visto (no está permitido). Cuando se la
presentaron, no pudo contener las lágrimas. La abrazó fuerte y preguntó por
Mirko, su hermano. Le respondieron que hacía un año que lo habían trasladado a
otro orfanato a 300 kilómetros de distancia. Le explicaron que luego de
determinada edad, los chicos pasan a distintos orfanatos. Que lo más probable
era que esos hermanos no volvieran a verse más. Y conoció un dato aun más
terrible: a los 15 años los chicos ya no permanecen en los institutos, y los
sacan a la calle a buscar trabajo, sin tener familia ni donde estar. "El 20 por
ciento de ellos, se suicida",
le confesaron. Claudia sintió que ese era el
último dato que necesitaba para que nada pudiera empujarla a volver a la
Argentina sin sus chicos.

"Casi se muere cuando escuchó que Mirko ya no estaba con su hermana. Entonces le
pidió a la directora que por favor lograra que lo trajeran, así lo conocía. Ella
la vio tan madraza que hizo que a los dos días el nene los visitara. Bajó, muy
flaco y triste, de un viejo camión verde. Lo traía una preceptora muy severa que
lo sacudía de un brazo. Cuando Claudia cuenta ese momento nos hace llorar a
todos. Dice que los hermanos se dieron un abrazo tan grande que impresionaron a
todos"
, recuerda alguien de su círculo de amigos.

El niño debió volver a la institución donde estaba alojado: durante el año que
había estado separado de su hermana no había crecido en altura y había perdido
mucho peso. La separación lo había afectado. Había sido un nuevo desgarro en su
vida. Después de ver juntos a Mirko y Masha, Claudia le prometió a los chicos:
"Yo no me voy de aquí sin ustedes".

El 19 de junio fue el cumpleaños de Masha y Claudia pidió festejárselo, y la
directora del orfanato la autorizó. En el hotel le prestaron lo que llamaban "la
discoteca" (un lugar de reuniones). Claudia fue hasta un bazar y compró un
vestido de fiesta para la nena. Hizo una torta con crema. Buscó dos payasos y
globos. Y trajo en un ómnibus a todos los chicos del orfanato para que
festejaran los ocho años de Masha. La directora del orfanato fue denunciada, por
haber permitido esa fiesta, por una persona "que quería ocupar su puesto".
Pero
los funcionarios apoyaron a la señora Sergevna.

Después de la emoción, las fotos, los regalos, volvió con más fuerza a la pelea
contra la negativa de la adopción: "Está todo organizado para norteamericanos,
no para argentinos"
, le decían como excusa. Pidió audiencias y se reunió con
decenas de funcionarios de Kazajstán. El Ministerio de Relaciones Exteriores
mostró buena predisposición para que la historia tuviera una final feliz. Pero
el de Educación se oponía. No veía posible el control y seguimiento de la
evolución de los chicos en la Argentina. Ella, entonces, se propuso convencerlo.
Y lo logró. Una tarde sonó el teléfono en el hotel: eran las autoridades del
Ministerio de Relaciones Exteriores para comentarle que habían decidido
concederle la adopción de los dos hermanitos. No fue todo, también le ofrecieron
-sorprendidos por su tenacidad, su cultura y su fuerza- el ejercicio del cargo
de cónsul de ese país en la Argentina, nombramiento que se realizará en los
próximos días.

Claudia debió viajar miles de kilómetros para volver a Astana, la capital de
Kazajstán, a cumplimentar todos los trámites. Dicen que cuando se despidió de
Masha en la terminal de ómnibus de Ust-Kamenogorsk, le dijo: "Quedate tranquila
que vuelvo a buscarte a vos y a Mirko. Mamá no te va a abandonar. Confiá en mí".
A la pequeña se le cayó una lágrima gigante y luego sonrió. Fue suficiente para
que su futura mamá completara velozmente lo que faltaba. El 21 de julio llegó el
momento más deseado por todos. El juez le comunicó que aprobaba la adopción.
El regreso para buscar a los pequeños fue otra aventura. Y la despedida del
orfanato acompañada de Mirko y Masha, conmovedora. Los chicos dejaron sus dos
mudas de ropa en los pequeños armarios del orfanato. Y otros chiquitos, con
quien Claudia se había encariñado, le rogaron que también los llevara con ella.
Cordero Biedma lloraba. Pero se sobrepuso, besó uno a uno a cada chico del
orfanato y prometió volver. Se fue sin mirar hacia atrás, con sus hijos de la
mano. Para todos había empezado una nueva vida.

Consiguió un vehículo y manejó mil doscientos kilómetros sin parar hasta llegar
a Omsk, la ciudad rusa donde tenía que tomar el vuelo para arribar a Moscú.

En Pavlodar tuvo que esperar quince días, para renovar la visa a Moscú. Vivió en
un monoblock que le prestó una familia kozaka que había conocido en el viaje y
que la ayudó mucho. Dos ambientes en viejos edificios grises, sin agua caliente.
Todas las noches calentaba las ollas para que los chicos pudieran bañarse. Sabía
que en el orfanato se bañaban, la mayoría de las veces, con agua fría, que no
conocían lo que era un baño tibio. Claudia lavaba la ropa, cocinaba, les
mostraba fotos, les contaba cuentos en ruso. También les enseñó a comer con
cuchillo y tenedor. En el orfanato los guisos se comían con cuchara o con la
mano: Mirko y Masha aprendían rápido, y la besaban cada noche diciéndole "mami"
o "mamma" con acento italiano.

Al llegar a Moscú respiró profundo. Allí, las autoridades la agasajaron. Era la
primera argentina que lograba adoptar en Kazajstán. Cuando el 19 de agosto se
subió al vuelo que finalmente la dejaría en Ezeiza junto a sus hijos, no lo
podía creer. En su casa de San Isidro la esperaba toda su familia.

Quizás el único que faltó a ese recibimiento fue Bernardo Neustadt, el hombre
que estuvo a su lado y con quien, según cuentan, anhelaba tener hijos. Claro que
tiempo después Bernardo los conoció y lloró junto a Claudia. Sus íntimos repiten
una frase cuando se refieren al periodista. "Mirá lo que se perdió", comentan y
dejan entrever que ella hizo todo lo posible para seguir con aquel amor, pero no
pudo lograr su objetivo.

Hoy los chicos están felices. "Recuperando peso porque estaban un poco
flacuchos",
dicen sus abuelos. A los cuatro días que llegaron empezaron a
asistir a clase en un colegio bilingüe (alemán-inglés) donde además tienen
clases de circo, dibujo, piano y música. En casa, una profesora de ruso los
ayuda a mantener su idioma de origen. Ya hablan y entienden bastante castellano.

Cuentan que cuando vuelven del colegio lo primero que hacen es correr para
abrazar a su madre. Y repiten a dúo: "Mamá, ia tibia lublu", lo que traducido
del ruso al español quiere decir: "Mamá, te quiero mucho". Claudia los besa muy
fuerte. Dicen que se ríe y llora, pero todo a la vez. Es que ha cumplido su
sueño más deseado: ser madre.

Domingo, 17 horas, Claudia juega con sus hijos Mirko y Masha en un parque de San Isidro. Los chicos ya van a un colegio bilingüe donde también reciben clases de circo, dibujo, música y pintura.

Domingo, 17 horas, Claudia juega con sus hijos Mirko y Masha en un parque de San Isidro. Los chicos ya van a un colegio bilingüe donde también reciben clases de circo, dibujo, música y pintura.

Claudia les dedica todo el tiempo posible. Los acompaña en sus juegos, los baña y les lee cuentos en ruso para que no pierdan su lengua natal.

Claudia les dedica todo el tiempo posible. Los acompaña en sus juegos, los baña y les lee cuentos en ruso para que no pierdan su lengua natal.

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