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El último legado

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–¿Qué te parece el proyecto, Negro?
–¿Martín Fierro en cine, y con dibujos míos? ¡Ustedes están locos! ¡Nos van a c… a patadas!

Así empezó, hace dos años, Martín Fierro, la película. Con un guionista loco de entusiasmo (Horacio Grinberg, 53), y un Roberto Fontanarrosa incrédulo, aunque sin perder el humor. Pero Grinberg le alargó el guión, también trabajado por Martín Méndez y Enrique Cortés, la cara del Negro empezó a cambiar, y Grinberg respiró. No era para menos. Se había pasado meses leyendo y releyendo el poema de José Hernández, descubriendo su grandeza, y olvidándose de que en la escuela –lectura obligatoria– “me pareció un plomo”. Al cabo de esa etapa, se preguntó: “Si el cine norteamericano inventó el western para contar su historia, ¿por qué no puede haber un western argentino contando la nuestra?”. Y empezó la pequeña gran epopeya…

Primero, la plata: la película costó, peso más o menos, tres millones y medio, a cargo de Aleph Media, Maíz Producciones, Claudio Felei, Luna Films (España), y varios asociados. Después, el equipo: directores, Norman Ruiz (36) y su mujer, Liliana Romero. Voces: Daniel Fanego (Fierro), Claudio Rissi (Cruz), Juan Carlos Gené (el juez de Paz), entre otros, dirigidos por Claudio Gallardou. “Queríamos actores, no voces de técnicos en doblaje”, recuerda Ruiz. El Negro Fontanarrosa les dijo: “Yo dibujo a los personajes, pero no hago fondos”. En ese punto entró en acción Liliana Romero (39), licenciada en Artes. “Me decidí por lo artesanal: hice los fondos con vidrios pintados al óleo, y esa técnica les agregó a las escenas mucha más densidad dramática”.

No menor desafío fue la música, porque “¿qué música le ponés al Martín Fierro?”, se preguntó Mauro Lázzaro (34), nativo de Saladillo y amigo de Ruiz. Breve historia aparte: los dos son nativos de esa localidad; Ruiz, enamorado del cine, y Lázzaro, de la música; autodidactas los dos, y los dos lanzados a la aventura de Buenos Aires. ¿Qué música? La que compuso Lázzaro, y con lujo extra: se la grabaron 65 músicos de la Sinfónica de Bratislava (Eslovaquia), y 82 de Buenos Aires. Nada de teclados electrónicos: orquestas a toda orquesta. Pero faltaban los sonidos. “Los ruidos del campo, sí; los pajaritos, el viento, el sonido de las boleadoras… Me pasé horas en esas soledades, captándolos micrófono en mano”, recuerda Lázzaro.

Y de pronto empezaron a llegar, desde Rosario, los dibujos del Negro: una maravilla para ver, no para contar. Y un trabajo titánico. “Una sola secuencia tiene 240 dibujos”, dicen los directores. Les pregunto si la enfermedad ya había empezado a abatirlo (jamás a vencerlo), y Ruiz dice que “tenía problemas en las piernas y empezaba a flaquearle la mano izquierda, pero la derecha estaba intacta”. Y también intacto el genio, íntegro, total, reverencial, pienso. Así, durante meses, el Negro dibujó, trabajó también en el guión, aprobó o modificó los fondos, esos magníficos vidrios pintados de Liliana, puso toques de humor dentro del drama o la tragedia del gaucho Fierro, y cada tanto, aunque cada vez más apasionado, volvía sobre su sentencia primera: “¿Esto caminará? Yo creo que nos van a matar…”.

Mientras, otra silenciosa batalla se libraba, a espaldas de las desventuras del héroe y de las cargas del milicaje y de los aullidos del malón: la investigación histórica. “No dejamos nada librado al azar ni a la improvisación –recuerda el equipo–. Nos hicimos asesorar hasta el último detalle: el corte de las botas, la forma de las espuelas, los estribos, la ropa, el fuerte, la pulpería, la estancia, la tapera. La vida real de aquella época y en ese lugar, en fin. Ni siquiera fallamos en el lamento del indio, logrado por un erke: un dato que nos dio alguien de sangre india, explicándonos que así era el sonido del espíritu que, en el momento de la muerte, llegaba para rescatar el alma del difunto”.

¿La película es en verso, como el poema?, pregunto. Me dicen que no, porque sería técnicamente muy difícil y, desde el puro entretenimiento, muy monótono. “Hay versos en ciertos momentos especiales, cuando se imponen, se justifican”, explica Ruiz. Y siguieron, cada uno en lo suyo: los dibujos llegando puntuales, el Negro repitiendo –pero cada vez menos convencido– aquello de “nos van a matar”, y pasaron meses y más meses, “porque así es el cine de animación: una aventura a largo plazo. En la Argentina, una película normal se hace en siete, ocho semanas, y si anda bien, la inversión se recupera pronto. Pero en el cine de animación los tiempos son muy largos, y los productores no hacen más que poner, poner, poner…”, dice Mauro, el obsesivo de la música, de los sonidos, y también de los sonidos del silencio.

La charla se extiende, pone proa a la política, y Grinberg dice que “Fierro es primero un gaucho feliz: tiene mujer, hijos, rancho, hacienda, pero el sistema político y económico lo acorrala, lo obligan a ser soldado, lo maltratan, y finalmente elige el exilio al Sur, ‘hasta donde no llega el gobierno’, como dice bien claro. Es decir, se margina: o mejor, lo convierten en un marginal. En ese punto, uno comprende que esa historia escrita en 1870 tiene una impresionante actualidad, porque en definitiva es la historia de una enorme injusticia”.

Por ahora, Martín Fierro, la película, narra sólo la primera parte del poema, la ida. Pero ya le brillan los ojos al equipo pensando en la vuelta, y sobre todo en ese código absolutamente inmoral que son los consejos del Viejo Vizcacha. Y apunta Liliana: “Esos consejos a los que tanto se ciñen muchos políticos. Algunos leyeron El Príncipe, de Maquiavelo, y otros, al Viejo Vizcacha”. ¿Se hará? Tal vez…

En ese caso, ya no estarán los dibujos del Negro Fontanarrosa, arrebatado hace tan poco por la muerte. Pero ya se sabe: el Negro no ha muerto. Y lo confirmo al rato, ante la pantalla, mientras veo una parte de la película y el trailer (la cola de publicidad, bah), que cierra con su nombre y en letras como de madera. Y lo confirmo más aún al correr de cada imagen. Porque no ha dibujado: ha hecho un milagro. Ha captado, más allá de las formas, el espíritu, el drama, el dolor, la violencia, la soledad, salpicados con chispas de ese humor sutil que no abandonó ni en sus últimos días.

Pero la película lo honra, le hace justicia: cada paisaje (los vidrios de Liliana), cada palabra del guión de Grinberg y su gente, cada nota y cada sonido de Lázzaro, urden una épica y una estética inéditas en el cine patrio. Se estrena el jueves 8 de noviembre. Consejo: verla en pantalla grande y con el mejor sonido del mundo. Y si antes no se ha leído el poema de Hernández, romper esa poco recomendable virginidad. Porque después de la última línea (“No es para mal de ninguno/ sino para bien de todos”), es posible –mejor, probable– que den ganas de ir al cine y verla por segunda vez. Se lo firmo. …que sigue vivo, el Negro le puso su arte al mayor poema épico de la literatura argentina. Aquí, en su estudio, golpeado por el mal pero indomable, y en la pantalla de la computadora, el héroe tal cual lo imaginó.

…que sigue vivo, el Negro le puso su arte al mayor poema épico de la literatura argentina. Aquí, en su estudio, golpeado por el mal pero indomable, y en la pantalla de la computadora, el héroe tal cual lo imaginó.

Fierro con su china en ancas: la paz que le arrebataron.

Fierro con su china en ancas: la paz que le arrebataron.

De izquierda a derecha: Liliana Romero (directora), Mauro Lázzaro (músico), Horacio Grinberg (guionista y padre de la idea), y Norman Ruiz (director). El equipo clave de la gran patriada. Arriba: Fierro en sus días felices.

De izquierda a derecha: Liliana Romero (directora), Mauro Lázzaro (músico), Horacio Grinberg (guionista y padre de la idea), y Norman Ruiz (director). El equipo clave de la gran patriada. Arriba: Fierro en sus días felices.

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