“El teatro me hizo descubrir mi verdadero lugar en el mundo” – GENTE Online
 

“El teatro me hizo descubrir mi verdadero lugar en el mundo”

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El martes (noviembre 21), cuando el ACE de Oro fue para él, para Roberto Luis Carnaghi Fernández, por su trabajo en La resistible ascensión de Arturo Ui, Lisandro, el canalla, el torturador, el miserable que en Montecristo, de lunes a jueves, diez y media de la noche, Telefe, es la encarnación del Mal, acaso respondió una pregunta que se hizo a lo largo de los años.

–¿Qué pregunta, Roberto?

–¿Soy sólo un actor, un repetidor de letra, o un artista?

–La respuesta es obvia…
–Sí. Creo que, finalmente, soy un artista.

Lo cree –o lo sabe– desde que, en el San Martín, hizo Hamlet junto a Alfredo Alcón. Fue, entonces, Polonio, el padre de la desdichada Ofelia. El que muere a espada, oculto detrás de un cortinado, mientras Hamlet, Príncipe de Dinamarca, grita lanzando la estocada: “¿Qué es eso? ¿Una rata? ¡Muera, muera la rata! ¡Un ducado a que está muerta!”. Y nadie puede dudar de la honestidad de la respuesta. Para entonces, tenía en sus espaldas casi 60 obras de teatro, más de 50 programas de televisión, 44 películas y un centenar de avisos publicitarios. Eso, sin negarse a la revista porteña (con Porcel y Olmedo, año 75), trabajando de igual a igual con el enorme Marcelo Mastroianni en De eso no se habla –película dirigida por María Luisa Bemberg–, y con el honor de once temporadas junto a Tato Bores.

–¿Cómo fue?

–¿Qué cosa?

–Todo eso. Usted, de pies a cabeza. Actor, artista, y por qué no, estrella…
–Fui un chico de barrios obreros con calles de tierra. Nací en Avellaneda, cerca del mercado viejo, viví allá hasta los cinco años, y después nos mudamos a Villa Adelina. Carlos, mi padre, italiano de Magnago, Milán, era carpintero. Mi madre, Ernestina, argentina y ama de casa. Hijos: Esther y yo.

–¿Recuerdos de entonces?
–Pocos. Alguna pelota perdida, y mi hermana, lastimada en la nariz con un tamborcito de lata. Sangró bastante. Y la calle. Mucha calle. Entonces, todo sucedía y se arreglaba en la calle. Los partidos de fútbol, las broncas, las batallas con agua en carnaval, las venganzas…

–¿Venganzas?
–Villa Adelina era un barrio de invernaderos. Cada tanto rompíamos un vidrio con la pelota, no la devolvían, y nosotros les rompíamos otro vidrio. No era venganza. Era… un intercambio, digamos.

–Carnaval. Para tirar agua, ¿pomos de plomo, o de goma, la versión más moderna?
–De plomo. Usted, con ese dato, quiere deducir mi edad…

–Le juro que no.
–Nunca digo mi edad. Cuando me la preguntan, contesto que soy del siglo veinte. ¿Sabe por qué? Por un consejo que me dio Tato Bores: “Nunca digas tu edad, porque empiezan a verte como un viejo de mierda”. Eso, para un actor, es muy peligroso.

–¿Otro recuerdo?
–La estación Boulogne, y nosotros poniendo monedas, clavos y rompeportones en las vías para que el tren los aplastara. Las monedas y los clavos quedaban chatitos y relucientes, y los rompeportones hacían un ruido infernal.

–¿Escuela, estudios?
–Mal alumno. Muy liero y muy peleador. Más potrero, fútbol, bolitas, barriletes y pesca de ranas después de la lluvia, que pizarrón. Yo era medio el jefecito de la barra. De la escuela me echaron siempre. Del Santa Isabel, en San Isidro, por pegarle un rodillazo a un cura. Pero fue instintivo. Tenía la costumbre de venir de atrás y tirarnos de las orejas hasta levantarnos del suelo, y un día me defendí. Además, en el Santa Isabel nos castigaban con vara de mimbre. Pero yo era un campeón para el esquive…

–Con ese pasado, ¿cómo demonios se acercó al arte?
–A la música, porque mi padre, que era muy parco, escuchaba ópera cuando les escribía a sus parientes de Italia. Al cine, devorando las películas que pasaban en el barrio, en la sala Libertad. Lo llamábamos “el tachito” porque abundaba en goteras, y cuando llovía teníamos que poner tachos para recoger el agua. Al fútbol, que es un arte (soy de Independiente, ¿le dije?), porque me volvía loco. Empecé como wing derecho, seguí como half y terminé como arquero, todo en el glorioso Guayaquil, el equipo del barrio.

–¿Pudo ser profesional?

–Sí. Me probé en Chacarita, pero a punto de pasar a la tercera, dejé, porque ya trabajaba como empleado en Grafex, una empresa que vendía máquinas de imprenta, y no podía hacer las dos cosas.

–¿Fue su primer trabajo?
–No. Arranqué a los dieciséis. Fui repartidor de hielo, y ayudante de fotografía en la casa Saldutti. Revelaba las fotos junto a la chica que las retocaba, y me enamoré de ella. Imagínese: juntitos y a oscuras…

–¿Es cierto que el teatro le salvó la vida?
–No tanto. Me sirvió para encontrar el verdadero camino de mi vida. A descubrirme. Siempre fui un gran curioso. Amaba la lectura, me gustaba la pintura, y de pronto apareció el teatro, que no estaba en mis planes. Había ido al teatro una sola vez, en la calle Corrientes, y me aburrí muchísimo. Pero un amigo empezó a ir a unos cursos que se dictaban en San Isidro, y me sumé. No por vocación: simplemente para conocer un espacio distinto.

–Pero alguien le dio el puntapié inicial, supongo.
–Camilo Da Passano, actor y director, que fue marido de María Rosa Gallo, me dijo: “Usted tiene condiciones, pero tiene que estudiar”. Le hice caso. Entré al Conservatorio, y cuatro años después me recibí. Fui uno de los únicos nueve egresados. De ese grupo, la más conocida es Ana María Picchio. ¿Mis ídolos de aquellos días? Héctor Alterio, Norma Aleandro, Alejandra Boero, Inda Ledesma, Ernesto Bianco…

–Todo el campo libre para empezar.
–No tan libre. Mientras estudiaba en el Conservatorio, ¡me casé y tuve un hijo! (Nota: se casó con su actual mujer, la actriz y profesora de arte Julia Blanco. Hijos: Pablo, María Paula y Andrés. Nietos: Julián, Sofía y Lucía). Ya tenía que trabajar para sostener a mi familia. Nos mudamos varias veces, siempre alquilando: Belgrano y Pichincha, Ramos Mejía, otra vez Villa Adelina, y por fin mi casa propia en Villa Urquiza, donde vivo.

–¿Primer golpe de suerte? Porque usted dice que los actores son eternos desocupados, y que el talento no basta: que es muy difícil hacer pie.
–En el 66, recién recibido, me llamó Carlos Gandolfo, que me había visto en ¿Qué tal te trata la vida?, una comedia inglesa. Me tomó una prueba, quedé, siguieron Salvados, Negro-Azul-Negro, De palos y piedras (dirigida por Alberto Ure), y por primera vez comprendí que podía vivir de mi profesión. Pero la primera-primera-primerísima obra que hice fue Tres cuentos de Sholem Aleijem, en el teatro San Telmo, que se terminó quemando, en la calle Chacabuco, con el Grupo del Sur: Lydé Lysant, Carlos Gorostiza y Luis Diego Pedreira. En esos días saqué mi carnet profesional de actor.

–¿Un recuerdo de Tato Bores?
–Ponía su profesión y el respeto por el público antes que todo. Por eso trabajaba sólo seis meses por año, y ni un día más. Era perfeccionista al máximo. Tanto, que con tal de que todo estuviera a punto, pagaba las horas extra de su propio bolsillo. Y se jugaba. Había que tener mucho coraje para, en el aire, ante millones de espectadores, simular que hablaba con Videla, decir “Hola, general… Ustedes son gobierno por amplia mayoría: ¡tres votos!”, y después sacarse el tubo de la oreja como esperando la puteada. Nunca se vendió. Nunca se casó con un gobierno ni con un político. Fue, para mí, y seguramente para muchos, un gran ejemplo moral.

La charla transcurre en la casi diminuta oficina de prensa de los estudios Teleinde, Martínez, entre agua y café. Quedan acaso dos o tres temas, pero lo llaman. “Roberto, hay que adelantar una escena”. Veinte minutos después es Lisandro, el maldito de Montecristo. Está en su cama, en pijama, semiparalizado por una hemiplejia. Lombardo, su siniestro jefe, le ordena un operativo. Sale, penosamente, de entre las cobijas, maldiciendo, y se arrastra hasta la silla de ruedas. En su boca, torcida por el ataque, estallan palabrotas. Una hora después vuelve a la oficina como Roberto Carnaghi. El oscuro traje de gángster (secuela de una escena anterior) con que empezó la charla ha cambiado por una camisa y un pantalón sport. El malvado, el miserable, el torturador, el asesino, sonríe. Es ahora, el hombre, y también el chico de aquellos barrios obreros con calles de tierra. Un hombre que despierta una poco común sensación: enormes ganas de ser su amigo. Y en eso no hay guión, no hay libreto, no hay autor, no hay escenografía, no hay reflectores, no hay micrófonos. Juro que no…

Como el feroz Lisandro de Montecristo, Carnaghi mira en el espejo su boca  torcida por la hemiplejia, mientras se prepara para un nuevo crimen.

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“<i>Pude ser gerente de una empresa y hasta jugador profesional de fútbol, pero sólo encontré mi destino la primera vez que pisé las tablas</i>”

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“<i>Después de muchos años de trabajo creo que logré ser, más que un simple actor, un artista. Sin embargo, ante un papel, siempre me pregunto: ‘¿Podré hacerlo mejor?’</i>”

Después de muchos años de trabajo creo que logré ser, más que un simple actor, un artista. Sin embargo, ante un papel, siempre me pregunto: ‘¿Podré hacerlo mejor?’

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