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El genio en su laberinto

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Después de una persecución de cuatro años, lo tenía a 90 metros. Crucé la angosta callecita en dirección a la últ
ima casa, la del murallón ocre, en la colonial ciudad de Cartagena. Empecé a rozar el muro ocre con los nudillos de mi mano. Para que esa mano se fuera haciendo a la idea de que iba a estrechar la del escritor cazador de milagros primordiales. A las cinco en punto Gabriel García Márquez abre la puerta de su estudio. Una computadora de pantalla vertical, pocos papeles sobre su escritorio, varios diskettes, una media docena de diccionarios. A su derecha, una biblioteca; más allá, cuatro sillones con fantasmales fundas blancas; enfrente, un ventanal que da directamente al mar. Bigote muy bien recortado, pantalón beige claro, camisa afuera del mismo color, zapatos blancos, sin medias; una agenda y una lapicera en el bolsillo de su camisa. Empieza confesando su difícil convivencia con esta casa suya, no hace mucho construida:

-Aquí estoy, en esta casa que tengo que amansar como un par de zapatos nuevos. A esta casa la siento como una escafandra, como una armadura de acero. Dígame, ¿qué quieren tomar?

-Lo mismo que suele tomar usted.

-Yo tomo arsénico.

-Entonces no. Mejor nos cae el café. Lo noto... algo contrariado, García Márquez.

-Es que yo estoy, primero, contra las entrevistas. Segundo, tengo a razón de diez diarias. Entonces le tengo que decir que no a todas. Y en Buenos Aires me han querido entrevistar y he dicho siempre que no. ¿Y qué va usted a preguntarme... sobre Noticia de un secuestro? Me he hecho tres años para escribir el libro e inmediatamente lo leen rápido y vienen para que cuente el libro. Todos quieren que cuente el libro. ¡Pero si ya lo escribí!

-Me gustaría conversar según el azar nos lleve. Sé muy bien que estoy profanando su tiempo. Pero yo, como usted, soy periodista y caigo en la tentación de atravesar umbrales ajenos.

-Es que el tiempo que me reservo para mí se me puede ir en entrevistas. Me despierto a las cinco y leo hasta las siete, porque si no me deja el tren. Y ya no vuelvo a leer más. Me he puesto una gran rigidez para la lectura. Leo de 5 a 7 y, si puedo, hasta las 8. Durante los tres años en que escribí Noticia de un secuestro no pude ver sino documentos, inteligencia, hablar con gente, fatigado. Se me iban acumulando los libros en la mesa de noche. De manera que ahora estoy atrasado en tres años de lecturas. Y soy muy drástico en las lecturas, primero por falta de tiempo; segundo, porque es bastante difícil encontrar un buen libro. Pero los hay.


-Hay muchos opinólogos que opinan que con diez o quince páginas leídas ya se sabe si el libro vale.

-En novela es muy sencillo saberlo, pero es también muy difícil hacerle juicio. Son muy pocas las novelas que empiezan como La metamorfosis, de Kafka, que a la primera línea te agarra ¡así! y ya no hay nada que hacer. Entonces hay que saber que ninguna se puede juzgar por el primer capítulo y medio. Hay que leer, leer, hasta que de pronto ¡paf! l te agarra. No me quiero perder los libros que se me han ido quedando. A las 8 me levanto y me siento a la máquina hasta las dos y media de la tarde. Ahí no me pasan llamadas de ninguna clase. Lo cual es muy difícil cuando uno es colombiano, porque las noticias lo persiguen por el mundo entero y son noticias que uno no puede pasar por alto. A las dos y media almuerzo, mi comida fuerte. Desayuno nada: tomo un jugo, después como una fruta. Mi fuerte es el almuerzo, lo cual quiere decir que quedo adormilado.

-Siesta entonces.

-Mire, por gusto y prescripción médica y por todo, de siete a ocho de la tarde juego una hora de tenis. Que no es partido sino que voleo para sudar hasta el final. Es mi único ejercicio porque si no pasaría el día sentado. A la siesta siempre tengo algo... siempre hay un argentino a las cinco de la tarde.


-Finalmente, ¿cuántas horas duerme un premio Nobel?

-Seis horas. Uno va perdiendo minutos de sueño, y estoy ahora entre 5 y 6. Pero eso sí, me quedo dormido en cualquier parte. Durante el día soy como los perros: adonde puedo cierro los ojos y duermo un minuto, o dos, o tres.

-Ahora entiendo por qué usted anoche por teléfono me dijo que las dos horas para esta entrevista me iban a resultar excesivas, que nos sobraría tiempo. Usted se me duerme y adiós argentino a las cinco de la tarde.

-No sé, ya veremos. Esto que le he contado de mi tiempo parece muy angustioso, pero no, eso se vuelve también una rutina y no es angustioso. Lo que sí me resulta angustioso es que hay gente que ve mi agenda y me dicen: "¿Pero cómo dices que no te queda ni un minuto si aquí tienes tres horas con nada?". Esas son las horas para mis amigos. Yo vivo de mis amigos y debo reservar las horas de ellos como si fuera al dentista.


-Claro, si nos quitamos la vereda y nos quitamos los amigos, la vida se vacía y ya no queda más nada.

-Ya no queda más nada. Qué cosa con el tiempo: trato de explicarle por qué cuando yo digo no, es no, y cuando digo sí, es sí. Ahora te dije sí y no hay caso, no puedo dejar de pensar en todos a los que dije que no. Pero dime una cosa: ¿cómo andan las cosas por tu país?

-Los argentinos, creo que por primera vez desde que tenemos uso de razón, aceptamos que el hambre, concreto, también puede pasar entre nosotros. Que el hambre no es sólo cosa de los otros latinoamericanos.

-Pero bueno, menos mal que se han latinoamericanizado. Porque lo otro, lo de Europa, ya lo tenían. Los grandes estrenos de teatro se dan en Londres, Nueva York y Buenos Aires. Bueno, ahora se han latinoamericanizado. Y eso lo apreciamos mucho más. ¡Ja! A ver, cuéntame algo más de ustedes.


-A la fuerza ahorcan. Hemos tenido que aprender o aprender. Nos educaron con la creencia de que Dios es argentino y de que somos los mejores del mundo. Ahora empezamos a saber que no somos nada del otro mundo y que ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera.

-Bueno, en broma, por supuesto, pero tratando de ser gráfico, dije alguna vez que los argentinos durante mucho tiempo no se sentían latinoamericanos y después del Che Guevara creen que son los únicos latinoamericanos.

-El más famoso y doloroso chiste sobre argentinos que circula, dice que cuando un argentino se quiere suicidar, se sube a lo más alto de sí mismo, se sube a su ego, para arrojarse. Ese chiste se lo atribuyen a usted. ¿Es suyo?

-La primera vez que lo oigo. La cantidad de citas mías que andan por el mundo y regresan a mí y que no he hecho... Otro chiste que me atribuyen es ese de que el ego es el pequeño argentino que todos llevamos adentro. Me lo atribuyen y creo que va a quedar como mío. Ya no puedo hacer nada contra eso.


-Eso le pasa por ser García Márquez.

-Sí, pero no debería pasarme. Soy muy cuidadoso con las cosas que digo. Tengo mucho cuidado de decir o hacer algo que pueda dolerle a alguien. Porque no conozco a una persona a la que me gustaría hacer sufrir. Lo digo con mucho orgullo... Tengo suerte de que la envidia no me llega... Mira, si yo leo cosas contra mí me duele muchísimo. Pero no me preocupo, porque sé que mañana me duele menos, pasado menos aún y a las 48 horas, le juro por mi madre, que no me acuerdo.


-Su mamá está viva. ¿Puede apretar el calor de su mano?

-Sí. Tiene 84 años. Está aquí, en Cartagena. Ha estado muy bien hasta ahora, que ya me pregunta: "¿Y tú de quién eres hijo?". Y me acuerdo de Buñuel que empieza sus memorias así. Un día me dice eso. A los dos días recuerda todo. Es como si tuviera un falso contacto... Hay momentos que se borra por completo, pero en otros, en cambio, la memoria remota es como que se refina. El de mi madre es como un saco sin fondo al que he estado todos los días sacándole recuerdos; le he pedido todo el tiempo que me explique cosas de mi infancia de las cuales tengo ideas muy vagas... Aun salen muchas cosas de ese saco. Y ahora más porque no las oculta, no tiene prejuicios.


-¿Su mamá es de esas mujeres que cocinan en casa?

-Ya no. El problema de ella, casualmente, siempre fue ése. Primero, porque somos once, nosotros. Mi padre tuvo antes otros cuatro hijos; en total, somos 15 o 16 hermanos.

-Suena curioso eso de 15 o 16 hermanos.

-Hay uno que no está muy claro. Pero lo queremos mucho... El drama de mi madre fue el alimentar a tantos. Cuando fue posible, ya no quiso saber nada de eso. Nunca aprendió a cocinar porque nunca pudo tener el placer de la cocina. Hacía lo que podía. 


-¿Qué pudo hacer plenamente su madre en la vida?

-Fue una gran madre en el sentido de que ha sido una mujer de un carácter fuerte. Creó una especie de sistema planetario a su alrededor. El que se le salió de órbita más rápido fui yo, pero siempre volvía a ella en los Años Nuevos.


-Aparte de criar hijos, ¿qué otra cosa soñaba?

-No tuvo tiempo…Era la niña rica del pueblo, hija única casi. Hizo todos sus estudios completos, pero nunca tuvo tiempo de leer.


-¿Qué decía de sus libros?

-Era una lectora muy curiosa. Ella, el concepto que tenía de mis libros, es que todo eso que hay ahí yo lo he sacado de alguna parte. Identifica todo el tiempo. Y de repente: "Ah, aquí aparece mi compadre tal como si fuera marica, qué pena, si ve este libro se va a dar cuenta de que es él". Y me dice: "De mi compadre se decía eso, pero no era marica".


-Se metía mucho en sus escrituras...

-Te cuento el caso concreto de la Crónica de una muerte anunciada, que es un episodio de la vida real. Hasta tengo demanda por daños y perjuicios. El problema de ese libro, para mi madre, es que a la madre de Santiago Nasar, cuando en la realidad vio que lo venían persiguiendo, nunca se le ocurrió que lo iban a matar sino que le iban a hacer un escándalo adentro de la casa. Por eso ella cerró la puerta, para que el escándalo fuera afuera. Y lo mataron a su hijo contra la puerta. Cuando eso sucedió, en 1950, yo era periodista en El Heraldo. Mi madre vivía en la casa de al lado. Cuando supo que yo estaba escribiendo sobre eso, me rogó que no siguiera mientras la madre de Nasar estuviera viva.

-Y el escritor, ¿le hizo caso a su madre?

-Yo le hice caso... Esta señora vivió muchos años; cuando murió, yo estaba en Barcelona, le hablé por teléfono a mi madre y le dije: "Voy a escribir el libro". Mi madre me dijo: "Bueno, pero con mucho cuidado". Lo escribí, lo publiqué y enseguida los periodistas agarraron el hilo, se fueron al pueblo y destaparon los nombres reales. Mi mamá me llamó por teléfono y me dijo: "Hijo mío, yo nunca te he pedido nada
-cosa que me decía todos los domingos cuando nos hablábamos-, pero te voy a rogar que hagas recoger ese libro que está haciendo mucho daño a una familia que queremos mucho". Y yo le dije: "Madre, hay un millón de ejemplares en la calle". "Hijo, yo sé que cuando quieres, lo logras todo". Un carácter fuerte, el de mi madre. Y siempre comentándome al leer mis libros: "Esto no fue así", "Esto fue de otra manera".


-Casi no hemos hablado de su padre.

-Era un joven que llegó de telegrafista al pueblo. Coqueto, bailaba muy bien; y, sin tomar un trago -porque mi padre no se tomó jamás un trago de alcohol-, hacía la gran fiesta en el pueblo.

-Qué raro, un fiestero celebrador que no toma alcohol.

-Verdad. Ahora que me lo dices, caigo en la cuenta. Lo he sabido siempre pero no ligaba las cosas: el gran parrandero, no tomó jamás un trago de alcohol, ni un cigarrillo. Jamás. Era mi padre de una mentalidad muy conservadora. También, políticamente muy conservadora. Y mi madre en cambio era de una casa de liberales duros. Pero se enamoraron y fue una verdadera catástrofe. Esa novela yo la escribía aquí en Cartagena. Todas las tardes iba a hablar con mis padres, pero por separado, porque cuando estaban juntos armaban unos enredos y me confundían todo. Mi padre murió hace doce años. No alcanzó a leer el libro.


-¿Alguna vez sus padres lo castigaron?

-No porque además yo me crié con mis abuelos. Mi padre era muy severo y mi madre muy indulgente y cómplice. Yo fumé desde los 17 años, una cosa muy grave entonces. Mi madre me daba cigarrillos a escondidas aunque ella no fumaba. Es exactamente lo que hablábamos: ella era una mujer de carácter.

-Usted no tiene idea con la fruición con que se lo lee en la Argentina. Ya lo verá cuando vuelva a la Argentina.

-Posiblemente no vuelva más. No me atrevo porque sé que me van a matar. Matar de amor. Primero, no podía ir a la Argentina por los militares; ahora no puedo por el exceso de amigos.


-¿Solamente por eso?

-El otro día publicaron en una revista que yo no iba a la Argentina mientras estuviera Menem ahí. Y me dolió mucho: eso no lo dije yo. A lo mejor lo pienso, pero no lo dije.

-¿Qué me dice de la mentada muerte, García Márquez?

-Lo único malo de la muerte es que es para siempre. Lo demás, todo es manejable. Pero ésta sí que es una trampa, habernos metido en esto difícil y después...


-¿Qué siente por la muerte? ¿Miedo, asco, bronca?

-Rabia, rabia. Porque es una cosa que siempre ha estado ahí, pero a partir de un momento empiezas a darte cuenta de que tarde o temprano te recibe. Entonces es rabia, la mía.


-Uno, cuando niño, siente que la muerte nunca le va a pasar a uno. ¿Hasta cuándo le duró a usted esa creencia?

-Jamás pensé en mi muerte. Empecé a hacerlo hacia los 60. Lo recuerdo exactamente: fue una noche, estaba leyendo un libro y de repente pensé, caray, me va a pasar, es inevitable, es así. Antes no había tenido tiempo de pensar en eso. De pronto ¡paf!, caray, que no hay escapatoria. Y siento una especie de escalofrío.


-Pasó 60 años creyendo que sólo se mueren los demás.

-60 años de irresponsable. Lo resolvía matando personajes.


-Licencias que se toman los escritores. Ahí tiene a Bioy Casares, en sus relatos casi siempre mueren los hombres. Claro, así él se queda a consolar a las viudas.

-Ah, Bioy, parece que se ha quedado con todas. Según sé. en sus entrevistas y en sus libros, es muy natural en eso de contar sus amores. Por años siempre lo asociamos con Borges. Ultimamente mandé a empastar sus libros, y resulta que eran muchos más que los que yo imaginaba haber leído. Gran deportista, gran tenista, además; no como yo, por prescripción médica.


-Cuénteme sobre su tenis recetado

-Tengo una operación de un pulmón. Me encontraron un tumor, afortunadamente a tiempo, hace 5 años, me sacaron el lóbulo superior y me quedó una disminución de la capacidad respiratoria de un 14 por ciento. El doctor me dijo que con un buen ejercicio eso se puede recuperar. No lo necesitaba para la respiración, pero de todos modos, uno piensa que al final de la carrera de cien metros va a hacerle falta ese resto. Entonces, como hacer ejercicio aburre y caminar por la calle no puedo porque me paran y fotografían todo el tiempo, a los 65 agarré una raqueta.

-¿Me decía que no puede caminar libremente?

-En ninguna parte del mundo. Es una opresión después de ese límite, pero antes, es muy halagador. Jamás se me acercó alguien para decirme una pesadez. Muchos me cuentan mis libros o los que ellos están escribiendo ... Y cuando viajo en avión es terrible, porque entro último, voy a primera fila y bajo primero. Pero vienen las azafatas, las fotos y hay que firmar libros. En veinte años no hice un solo viaje en avión en el que no haya, por lo menos, uno leyendo un libro mío. Estadísticamente, debe de ser mucho.


-Borges decía que para firmar tantos libros hay que ser un atleta.

-Tenía razón. Creo haber firmado ya el millón de libros. Y llegué a la conclusión de que el libro no está terminado hasta que no se firma... Borges... nunca coincidimos Borges y yo. No nos vimos las caras. Cuando lo fui a ver, él estaba de luna de miel. Después siempre nos desencontramos. En cambio, ahora a María Kodama la veo por todas partes, y conversamos mucho. No tengo la menor idea de cómo podría ser Borges.


-Borges le contestaría: García Márquez, usted es una persona afortunada: me olvidó antes de haberme conocido.

-Borges me intimidaba mucho. Por él siento un gran respeto y un gran asombro, ante todo. Siempre lo leo. Lo tengo en la cabecera de la cama. Porque además tiene una ventaja importante: que en cualquier momento tú agarras un libro de Borges y te lees una pieza completa. Porque son piezas breves.


-Usted, ¿por qué sufre más: por la página en blanco o por el exceso de historias pendientes?

-En una famosa entrevista a Hemingway, éste fue el escritor que más reveló sobre la carpintería de la escritura. Da la fórmula para resolver el problema de la página en blanco... Durante una época, yo me levantaba en las mañanas, y cuando entraba en el estudio a escribir, echaba el desayuno, vomitaba de la náusea que me daba. Escribía cuando podía y como podía, pero a partir de Cien años de soledad se me crearon las condiciones de escritor profesional. Momento de gran responsabilidad. Uno ya sabe que es como si fuera el empleado de un banco, y además, es el gerente más feroz y más exigente de uno mismo... Primero yo siempre fui periodista y escribía de noche y dormía de día. Eso ya no tenía sentido. Tuve que aprender a escribir de día. Y más adelante, a escribir sin fumar, el cigarrillo me estaba matando.

-¿Cómo aprendió a escribir de día?

-Me impuse el horario de mis hijos en el colegio. Los llevaba a las ocho, regresaba, me ponía a escribir y a las dos y media iba a buscarlos. Ese horario me quedó para siempre. Me costó, porque para mí la inspiración venía al anochecer. Después, con el cigarrillo fue igual: nunca había escrito una letra sin fumar. Pero me impuse otra cosa. No lo digo como heroísmo. Tengo la impresión de que el cigarrillo me abandonó a mí. No lo soportaba más. Y lo apagué. Por entonces estaba nada menos que en El otoño del patriarca, que es lo más difícil que he escrito.

-Hablaba de sus vómitos al empezar a escribir de mañana.

-Me aterrorizaba cada mañana hasta el día que leí la entrevista de Hemingway. El dice que hay que empezar, seguir, hasta que hay un momento que los románticos llaman inspiración, que es verdaderamente sublime, que es cuando uno se da cuenta de que las cosas salen solas, como si estuvieras contándotelas al oído, como si lo estuviera escribiendo otro... Cuando estés así, decía Hemingway, y te llegue la hora de terminar, sigue una paginita más, con la del día siguiente. Entonces, cuando llegas al día siguiente, ya tienes empezado tu día, recopias eso y sigues. Para mí, parece mentira, así se acabó el problema de la página en blanco. Ah, nunca te metas con un libro que no te gusta.


-Ni con una mujer.

-Ni tú te entusiasmas con ella ni ella se entusiasma contigo. Mira, a esto de escribir hay que ponerle disciplina. Soy para mí un gerente duro. Hay que ponerle orden o te traga la vida.

-¿Tiene muchas historias pendientes?

-Estoy al día. No se me ocurren más historias de las que me siento capaz de escribir… pero, después de tres meses, ya le he tomado el gusto a no escribir. Y me he preguntado: ¿Para qué estoy siempre tan esclavizado ahí? Bueno, una cosa es el oficio, y la otra cosa, pues, corre por cuenta de la divina providencia.

-¿Qué le sugiere la palabra Dios?

-No me pregunte eso, porque cualquier respuesta que dé alegrará a muchos y disgustará a otros. Y realmente no es algo que me inquiete tanto, pero en cambio sí inquieta a muchos.

-¿Y cómo se llevó con el premio Nobel?

-Cuando me lo dieron, mis amigos vaticinaron: "Te jodiste, no hay escritor que haya sobrevivido al premio Nobel. Primero, porque se muere antes de los cinco años, y segundo, porque ya nadie ha escrito después del premio Nobel". Yo he escrito más después del premio Nobel que antes. Antes del Nobel yo tengo un promedio de un libro cada siete años, y después del Nobel, uno cada tres años. Pero no es por el Nobel. Es por la computadora. La computadora hace el esfuerzo que antes hacía yo, perfeccionista enfermizo, cuando corregía cada hoja repitiéndola cada vez. Ahora escribo a lo loco y después corrijo


-¿Cómo habría sido Cien años... escrito en computadora?

-Probablemente hubiera sido más largo porque la hubiese escrito en menos tiempo. Es decir: yo eliminé una generación entera porque no tenía plata. Me di cuenta de que no podía soportar más tiempo con ese libro porque la casa se me estaba viniendo abajo. Mercedes, mi mujer, ya estaba enloqueciendo: 18 meses sentado. Empeñamos hasta el carro, todo. Mi mujer, bueno, le debía hasta al cura y se había empeñado todo lo de la casa. Pero fue muy firme Mercedes. Mis amigos nos ayudaban mucho, pero todos eran pobres también. Entonces todo el mundo era joven y todo el mundo era pobre.

-Dio vuelta la taba. Su vida cambió radicalmente.

-Imagínate: antes de Cien años de soledad yo no tenía de lectores más que a mis amigos. Era autor de unos cinco libros que no había leído más que mi familia.


-La palabra "felicidad", ¿cómo le suena?

-Algo que dura poco. Y lo malo es que uno no sabe que la tuvo sino cuando ya pasó. Es un estado de gracia que dura un instante: un golpe de dicha, de bienestar. Uno dice: "¡Qué bien haber hecho tal cosa!" cuando ya pasó. Uno dice: "¡Qué bien gozamos anoche!" cuando ya pasó.


-Noté felicidad cuando hablaba de sus años pobres.

-No hay que creer mucho en lo que se diga, porque la nostalgia es una maravilla: borra los malos momentos y magnifica los buenos…Ya van a ser las siete....


-Usted tiene dos oficios. Escribir y estar con los demás.

-Mi oficio verdadero es ser yo. Eso es muy jodido. No se imagina lo que es cargar con eso. Pero me lo busqué.

La entrevista, que duró dos horas -un tiempo que el autor de Cien años de soledad jamás concede- transcurrió en su estudio de Cartagena, en Colombia. Y tardó cuatro años en concretarse.

La entrevista, que duró dos horas -un tiempo que el autor de Cien años de soledad jamás concede- transcurrió en su estudio de Cartagena, en Colombia. Y tardó cuatro años en concretarse.

García Márquez con Rodolfo Braceli (arriba). El hijo del telegrafista de Aracataca vive en una casa color ocre -recientemente construida cuando se hizo la nota-, cuyos ventanales miran hacia el azul del mar Caribe.

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