“El año que viene debo devolver el saco verde… ¡pero van a tener que venir desde Augusta a buscarlo!” – GENTE Online
 

“El año que viene debo devolver el saco verde... ¡pero van a tener que venir desde Augusta a buscarlo!”

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Parado al costado de la ruta, el chico de apenas nueve años espera el paso de la caravana. Ahí nomás, trepados a una blanca cerca de madera, cien, doscientas, ¿cuántas? personas, esperan al nuevo mesías de Villa Allende, hoy calurosa y soleada. Nadie se ha vestido de gala: remeras –rotas algunas–, ojotas, shorts. Enfrente, del otro lado de la ruta, muchos otros, más opulentos, también esperan, pero en sus 4x4 y con el aire acondicionado a pleno. Villa Allende tiene 35 mil almas, y todas, en el camino, en la calle, en sus casas, viven el mismo ritual. Que empezó el domingo 12, cuando su hijo dilecto, Angel Cabrera, el Pato, metió su corpachón en el saco verde de los ganadores de Augusta, el gran torneo del mundo, la madre de todas las batallas del Hoyo 18. Ese domingo que paralizó la villa: cerrados los comercios, de brazos caídos los cartoneros, miles de ojos en las pantalla de tele, e imaginando que los huevos de Pascua tenían forma de pelotas de golf…

Y ahora, hoy, en un rato apenas, el retorno. La vuelta en triunfo del hombre que sonríe desde la foto gigante izada en la puerta del Córdoba Golf Club, como diciendo: “¿Vieron que se puede salir de la villa y ser un héroe?”.

Los muy-muy amigos, los compinches de asados eternos y botellas de fernet agotadas en la trastienda del Almacén y Bar Cóndor se adelantaron: lo esperan en el aeropuerto. Lo mismo que los otros, los que de chico no lo dejaban subir a la terraza del exclusivo Club House porque no era más que un caddie…

LA LLEGADA. Y por fin, el Pato o el Pelado, como le dicen los más íntimos por la acelerada claudicación de su pelo, tocó tierra en su patria chica. Sin palabras. Se zambulló en la camioneta Porsche negra de su hijo Federico y puso proa al centro. La 4x4 tiene techo corredizo, pero sólo una vez el Pato asomó medio cuerpo y saludó con los brazos en alto. Después, en el arco que dice “Bienvenido a Villa Allende” paró, entró en el Polideportivo –donde cada lunes juega a las bochas–, trepó al escenario y dijo: “Este, mi triunfo, es también el de todos ustedes. Gracias por el apoyo y el esfuerzo que hicieron para que hoy pudiera ser quien soy”. Eso, mientras el coro de “¡Dale campeón/dale campeón!”, crecía hasta el punto mayor de los decibeles. El rito duró apenas un cuarto de hora. Otra vez a la camioneta y se encerró en su casa, la que levantó hace siete años en el cotizado Barrio Golf.

EL AYER. La casa en que nació y se crió Cabrera sigue en pie. Está en un tranquilo camino de Mendiolaza, barrio El Perchel, calle Hermanos Arra, al borde de un arroyo rodeado de basura. Es precaria, casi cuadrada: cuatro paredes sin revocar de ladrillos huecos de cemento, techo de chapas. Miguel, su padre, que sigue viviendo en humildad, era changarín de la construcción y reparador todo terreno (plomero, albañil, electricista), y sin más placeres que la cerveza y el fernet. Luisa, su madre, también vive en una modesta casa, pero en el barrio Villa Belgrano.

Los memoriosos recuerdan que “era muy linda; tenía el pelo negro y muy largo, y trabajaba de mucama porque siempre faltaba plata. Pero un día, cansada de los malos tratos, se separó y se quedó con sus hijos más chicos. Angel, que entonces tenía sólo cuatro años, fue a parar a otra casa pobre: la de Pura Concepción, su abuela paterna, también mucama, que murió hace un año…”. Dicen también que Angel la acompañaba en aquellas duras tareas, como obedeciendo a la Biblia: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y también, a veces, hacía de jardinero para Juan Cruz Molina, un terrateniente dedicado al negocio de bienes raíces. Pero poco duró allí: “Un día me puse a dormir la siesta en la puerta de su casa y su mujer me rajó a patadas”, cuenta Cabrera, riendo.

EL PRINCIPIO. A los diez años, el Pato (así llamado por su bamboleo al caminar), arrancó como caddie en el Córdoba Golf Club, del que él y su familia son ahora socios de por vida. “No me hice caddie porque quise. Fue para ganarme la vida y pelearle al hambre”, evoca como revancha: lleva ganados más de 30 millones de dólares. Pero algo había en su sangre: Jorge Cortés y Julio Castillo, jefes de los caddies, juran que era un niño prodigio: “Sabíamos que ganaría cosas importantes, porque era el Maradona del golf. Le pedía a cualquiera que le prestara los palos, y jugando te dejaba con la boca abierta. Tuvo una cuna de madera con un colchón sucio y finito de goma espuma, pero Dios le puso un palo y una pelotita al lado…”. Eso, sin perder el humor: “Era tan jodón que nadie lo tomaba en serio. Estaba jugando y de pronto se cruzaba de hoyo para tocarle el culo a un amigo y salir corriendo”.

EL AMOR. Vivió con su abuela hasta los diecisiete, y de la noche a la mañana se mudó unos metros más allá, a la casa de Silvia Rivadero –hoy su mujer–, doce años mayor que él y madre de cuatro hijos: Marcelo, Lucas, Miguel y Víctor, que todavía viven en esa casa. “El Pato siempre nos dio una mano, y muchas veces nos fue a buscar a la comisaría. Víctor, mi hermano, hoy es su caddie cuando viene a jugar a Villa Allende”, cuenta Marcelo.

A los pocos meses nació el primer hijo del Pato y Silvia: Federico (hoy jugador profesional), y dos años más tarde, Angel, aficionado en camino de probarse en serio. Federico hoy jura: “Ya no sé qué más decir de papá. Casi ni puedo creerlo. Cuando lo veo en casa, sentado en un sillón y mirando la tele, me pregunto: ‘¿Este es el ganador del Masters de Augusta, o estoy soñando?’. Pero cuando recuerdo su esfuerzo, su sacrificio, sus viajes interminables que tan poco le gustan, la respuesta es… ‘¡¡¡Sí!!!’. Si yo llegara a ganar la mitad de lo que ganó él, me sentiría consagrado…”. Y no menos dice Angel, el menor: “Mi orgullo no me cabe en el pecho. Para mi hermano y yo, que desde los tres años vivimos en una cancha de golf, el Masters de Augusta era un sueño imposible. Sin embargo, aquí está el saco verde… Y además, ¡es tan buen tipo!”.

Los vecinos no dudan en esto: “¿El Pato? ¡E’ un fenómeno, nene! Si tenés tu pibe enfermo y la guita no te alcanza pa’ los remedios, le llevás la receta y te manda a la farmacia para que te lo den. Pero a los borrachines que mangan pa’ vino… ¡nada!”. Palabra de Armando, que lo conoce desde chico.

Cabrera nunca abandonó esta línea de conducta: hoy, su fundación ayuda a los golfistas jóvenes de pocos medios, y aporta plata a hospitales y comedores del rincón que más quiere en el mundo: Villa Allende.

“Toqué el cielo con las manos. Pero me enteré de que el saco verde tengo que devolverlo dentro de un año… ¡Van a tener que venir a buscarlo a mi casa! Me pregunto: ¿cuántos jugadores en actividad pueden decir ‘yo gané dos Majors’? Quiero quedar en la historia grande. Y después de Augusta, empecé a escribirla”, le dice a GENTE, y se mete en la casita de los caddies como quien vuelve a su cuna. …al Mesías. Todo Villa Allende –35 mil almas, a media hora de la ciudad de Córdoba– se paralizó para aguardar el retorno de su hijo dilecto, hoy uno de los mejores golfistas del mundo. El hombre que desde la cancha del Córdoba Golf Club llegó a la cumbre mundial.

…al Mesías. Todo Villa Allende –35 mil almas, a media hora de la ciudad de Córdoba– se paralizó para aguardar el retorno de su hijo dilecto, hoy uno de los mejores golfistas del mundo. El hombre que desde la cancha del Córdoba Golf Club llegó a la cumbre mundial.

El momento de su vida. Trevor Immelman, ganador  del Master 2008, le calza al Pato el codiciado saco verde, que lo instala para siempre en el cuadro de honor de Augusta.

El momento de su vida. Trevor Immelman, ganador del Master 2008, le calza al Pato el codiciado saco verde, que lo instala para siempre en el cuadro de honor de Augusta.

Federico –su hijo mayor, ya golfista profesional–, Angel, el menor, en el mismo camino, y Silvia (la mujer de Cabrera), y el Pato, triunfal, llegando al aeropuerto de la ciudad de Córdoba. Misión cumplida. Decenas de autos lo escoltaron en caravana hasta Villa Allende.

Federico –su hijo mayor, ya golfista profesional–, Angel, el menor, en el mismo camino, y Silvia (la mujer de Cabrera), y el Pato, triunfal, llegando al aeropuerto de la ciudad de Córdoba. Misión cumplida. Decenas de autos lo escoltaron en caravana hasta Villa Allende.

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