El adiós al periodista más famoso, más amado y más odiado del país – GENTE Online
 

El adiós al periodista más famoso, más amado y más odiado del país

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Lunes, junio 9, tres de la tarde. Bernardo Neustadt lleva 24 horas sepultado en el cementerio Parque Memorial. No quedan ecos ya del cortejo, de los discursos. Por la mañana ha llovido sobre su tumba: lluvia fría, fina, tenue. Me asalta un fragmento de aquella rima de Bécquer: “De la alta campana la lengua de hierro/ le dio sollozando su adiós lastimero/ ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”. Llamo por teléfono a Adriana Díaz Pavicich, su cuarta y última mujer. “Estoy a punto de salir para el cementerio. Quiero hablar un rato con él…”, me dice. Cuelgo. Voy a la biblioteca que tengo en mi oficina y saco el último libro publicado por Bernardo: Escribir sobre el agua. Una recopilación de sus columnas de los miércoles en Ambito Financiero, ferozmente opositoras al Gobierno. La fotografía de la tapa es un mensaje dolorido. Bernardo se tapa los ojos, como si llorara, o como si se negara a ver… ¿Por qué la eligió?, me pregunto. ¿Fue un modo de decir “fracasé”? ¿Se habrá sentido así después de casi setenta años de periodismo? (Empezó a los 14 años en la revista Racing y en el diario El Mundo). La dedicatoria también es sugestiva: “Alfredo, mi querido Alfredo (Tango)… Aquí mis venas, la sangre triste, dolor argentino. Gracias. B. Neustadt, mayo 2008”. Anunciada la presentación de ese libro (El Ateneo, jueves 18, mayo), recibió una amenaza: “Si presentás ese libro hacemos volar la librería”. Suspendido el acto, y a raíz de la amenaza, Hugo Martin, de GENTE, le hizo un reportaje: el último que concedería. La nota, titulada “Tengo miedo de que Kirchner mande al descenso a Racing y a la Argentina”, contiene algunas claves. Dijo: “Ojo, estoy mejor que nunca”. Pero después de una larga charla sobre política, se lamentó “por la gente, que no se lo merece. No hablo por mí, no necesito más nada. Tuve más éxito del que merecía, estoy más cerca del arpa que de la guitarra, y ver un final así…”. Pero su aleteo cerca de la muerte no fue nuevo. El primer día de marzo del año pasado, al caer por una escalera de su casa de Punta del Este, se rompió seis costillas. Avión sanitario a Buenos Aires, terapia intensiva en el sanatorio Otamendi, regreso a su casa, una noche de terribles dolores, nuevo llamado a los médicos. Por fin, sin afeitar, en medias y caminando a pasos cortos, me recibió. Tema puntual: el accidente. No importa ahora recordar los detalles. Pero la charla abrió dos puertas hasta entonces cerradas con candado. Presentó a Adriana, su nueva mujer, con la que se casó poco después en ceremonia privadísima, y anunció su libro de memorias. De ella dijo: “Adriana Díaz Pavicich tiene 38 años menos que yo; 82 contra –o a favor– de 44. Es abogada. Pasó por las oscuras aguas del periodismo, fue profesora de lenguaje radial en la UCA, tiene tres hijos grandes (una muchacha de 18, un varón de 16 y una nena de 14), y es una luciérnaga en el cielo, bañada por aguas divinas, que se cruzó conmigo en un acto cultural en el Sheraton de Pilar… ¡y aquí está! Es una criatura plena de inocencia. Casi miedosamente inocente. Le advertí todo. Le dije que un día me voy a morir. Pero nació para dar, y yo no estaba acostumbrado a recibir. No sé cuánto más voy a vivir, pero lo que me falta lo estoy viviendo muy bien”. Después evocó su infancia. No por primera vez (era un doloroso leit motiv), pero pocas veces con tanta amargura. “Mi frase ‘No me dejen solo’ no es casual, ni un golpe de efecto o de marketing. Porque a mí me dejaron solo desde siempre. Pupilo en el Colegio San Vicente de La Plata, cada domingo esperaba en vano la visita de mis padres… ¡Nunca vinieron! Etty, mi madre, murió cuando yo tenía 12 años, y a los 14, cuando se enteró de que había entrado a trabajar en el diario El Mundo… mi padre me echó de casa. Me dijo que el periodismo era un trabajo de mujeres ligeras y caballos lerdos, de copas, de café, de noche, me puso en la calle a las dos de la mañana, y cerró la puerta para siempre. Recién volví a verlo un cuarto de siglo después, cuando me entregaron un premio, y tuvo que decirme que era mi padre, porque no lo reconocí…”. Y de pronto, otra vez la muerte. “¿Sabés? Ya tengo escritas mis memorias. El libro se llama Post mortem-Testigo incómodo. Me lo prometí al cumplir 80 años, en enero del 2005, y ordené ante escribano que sólo puede ser publicado cuando yo no esté en el mundo”.

Nada más quiso adelantar. Se levantó, fue lentamente hasta su dormitorio, se sentó en la cama, llamó a Adriana, le pidió que oscureciera totalmente el cuarto, y puso un disco de un cantante italiano, Ricardo Cocciante. Juntó su cabeza con la de Adriana, casi en trance, y me fui.

Mientras bajaba por la gran escalera hacia el living y la puerta de calle, recordé una escena similar de años atrás. Acababa de separarse de Claudia Cordero Biedma, su tercera mujer. Era de noche, había terminado de entrevistarlo y quiso que viéramos juntos un partido (no recuerdo cuál) por la Copa Libertadores. Vimos los últimos veinte minutos, y cuando yo bajaba por la escalera –la misma escena de ese día de abril del año pasado–, desde arriba, señalando el living, me dijo: “Alfredo… ¡qué casa tan grande para una soledad tan grande!”.

La soledad, la muerte, siempre como inevitables fantasmas. Exorcizados durante décadas por su frenético modo de hacer periodismo. Tiempo Nuevo, su gran título, su mayor éxito, su mayor dolor cuando salió del aire para siempre, treinta años, de noche, y con la cortina de Fuga y misterio, de Astor Piazzolla. Radio. Revistas propias, desde la inaugural Extra en adelante. Radio. Libros: Lo viví, dos enormes tomos que resumen su historia periodística, publicados en el 2001. Cable. Tantos viajes como Simbad. Entrevistas a personajes célebres, desde Arafat a Kissinger. Poco a poco, porque “todo llega, todo pasa, todo se olvida, todo se reemplaza”, como reza el dicho francés, Bernardo se fue alejando de los medios, y viceversa. “El tiempo te saca del camino”, dijo el poeta. Y en su caso, dos imágenes lo certifican: en la tapa de Lo viví hay un Bernardo muy sonriente, camisa a rayas, corbata, micrófono corbatero instalado (inminente salida al aire), detrás de un escritorio plagado de papeles. Siete años más tarde, en la tapa de Escribir sobre el agua, su gesto es de pena o de llanto… Jamás se sabrá si su éxito venció a sus frustraciones, o si éstas lo atormentaron en secreto cada día de su vida. Una, admitida, fue “no tener hijos”. Nunca dijo por qué. Pero Claudia Cordero Biedma recuerda que cuando él iba a buscar al colegio a sus hijos –Masha y Mirko– y ellos le decían “hola, Bernardo”, vivía uno de sus mayores momentos de felicidad. Y lo mismo recordó Mariano Grondona: “Quería enormemente a mis nietos, era muy tierno con ellos. Imagino cuánto amor hubiera volcado en un hijo propio”. Ante la soledad, todo su ímpetu se desvanecía. Algunos memoriosos recuerdan que, muy joven y en la alta noche, cuando escribía en su revista Extra y todo el plantel se había ido, un ordenanza empezaba a limpiar la redacción. Bernardo lo interrumpía: “Siéntese, por favor”. El hombre le preguntaba por qué. Respuesta: “Para que me acompañe. No me gusta estar solo cuando escribo”.

Ahora, en la enorme mansión de Martínez, Amore, su perra Yorkshire, lo busca por todos los rincones. Ahora, Adriana, su viuda, medita acerca de los días que vendrán. En un largo mail dirigido a sus “amigos y amigas”, la misma fórmula que usaba Bernardo en sus últimos e híper fogosos mensajes políticos opositores, sugiere que “algo más” debería honrar la memoria del periodista, y pide ideas y apoyo al respecto. Mientras tanto, y en adelante, Adriana será inevitable protagonista del periodismo: el oficio que Bernardo ejerció de modo casi salvaje, y hasta su último día sobre la Tierra. Tanto, que cerró la última nota que escribió el sábado 7, Día del Periodista, en su página de Internet, con un “hasta el lunes”. Tres horas después, su corazón lo abandonó. Esa misma tarde, su querido Racing Club le ganaba 1 a 0 a Huracán, y alejaba un poco el fantasma del descenso que temía Bernardo.

¿Qué hará Adriana en adelante? ¿Cómo manejará la evidente fortuna de Bernardo? ¿Dedicará cada uno de sus días a su memoria, como los dedicó a él en sus años juntos? Y por último, ¿quién es ella, además de la última mujer que Bernardo amó? Poco se sabe: su bajísimo perfil no abrió puerta alguna a confesiones ni a fotografías, salvo la de aquel encuentro conmigo cuando Bernardo sufrió el accidente en Punta del Este. En todo caso, puedo aportar un breve boceto, seguramente parcial pero coherente con su actitud constante. Durante un par de años, Adriana fue profesora de lenguaje radial en la carrera de Periodismo de la UCA, donde yo dicté clases durante dos décadas. Compartíamos, en la Sala de Profesores, unos minutos de cada lunes, antes de ir a las aulas. Eran minutos de divagación: circulaban desde chistes políticos hasta diálogos surrealistas: Puerto Madero, el cielo y el agua mansa de los diques nos inspiraban. Adriana llegaba, impecable, como recién salida del camarín de un set. Linda, rubia, de ojos celestes, pareciendo más joven de los 40 que tenía, comentaba invariablemente su éxito o su fracaso en el torneo de golf del día anterior. A veces nos preguntábamos por qué hablaba de golf cuando el país ardía (siempre, de un modo u otro, ardió…), y adjudicábamos esa actitud a una personalidad frívola. Error: cuando la conocí junto a Bernardo, supe que era su modo de permanecer casi anónima. Después de todo, ganar o perder al golf, salvo que se trate del torneo de Augusta, no cambia la historia de nadie… No mucho después, a raíz de un par de chimentos publicados por la prensa, supimos que era la pareja de Bernardo Neustadt. Algunos de nosotros –periodistas al fin– intentamos sonsacarle algo, pero nos estrellamos contra un muro. Sonreía, tomaba su portafolio y la planilla de asistencia y se perdía escaleras arriba. Acaso el futuro complete su imagen.

Informe: Juan Cruz Sánchez Mariño. Fotos: Leandro Montini, Julio Ruiz, Maximiliano Vernazza y Archivo Atlántida

El lunes 19 de mayo, Neustadt, que había sido amenazado para que no presentara su libro Escribir sobre el agua, recibió a GENTE en su casa de Martínez. Fue el último reportaje que concedió. Estaba ágil, lúcido, “mejor que nunca”, dijo esa vez.

El lunes 19 de mayo, Neustadt, que había sido amenazado para que no presentara su libro Escribir sobre el agua, recibió a GENTE en su casa de Martínez. Fue el último reportaje que concedió. Estaba ágil, lúcido, “mejor que nunca”, dijo esa vez.

El lunes 19 de mayo, Neustadt, que había sido amenazado para que no presentara su libro Escribir sobre el agua, recibió a GENTE en su casa de Martínez. Fue el último reportaje que concedió. Estaba ágil, lúcido, “mejor que nunca”, dijo esa vez.

El lunes 19 de mayo, Neustadt, que había sido amenazado para que no presentara su libro Escribir sobre el agua, recibió a GENTE en su casa de Martínez. Fue el último reportaje que concedió. Estaba ágil, lúcido, “mejor que nunca”, dijo esa vez.

Neustadt nació en Iasi, Rumania, y llegó a la Argentina al año de vida. Su madre, Etty Regenstraich, rumana, murió cuando él tenía 13 años. Su padre, Marcos, lo echó de su casa por su decisión de dedicarse al periodismo a los 14 años, y no volvieron a hablarse en veinte años.

Neustadt nació en Iasi, Rumania, y llegó a la Argentina al año de vida. Su madre, Etty Regenstraich, rumana, murió cuando él tenía 13 años. Su padre, Marcos, lo echó de su casa por su decisión de dedicarse al periodismo a los 14 años, y no volvieron a hablarse en veinte años.

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