El acoso existió siempre, pero con los cambios culturales fue transformándose su connotación. Hubo épocas en las que pertenecer a determinada casta “habilitaba” a un tipo de acoso.
Con el feudalismo hubo acoso: el poseedor de conocimiento transitó épocas en las que fue acosado y hasta quemado en la hoguera. En otras épocas, las ideas políticas o credos religiosos sufrían acoso: hay quienes acosaron y acosan a la pobreza, y también hay quienes acosan a la riqueza.
Se acosa al gordo, al flaco, al alto, al bajo, al pelado o al peludo. En el último tiempo se adoptó un giro lingüístico y se empezó a hablar de “bullying”. Sin embargo, hay una realidad que permanece: este tipo de actitud es propia de una porción de la sociedad que a lo largo de su historia careció de empatía y respeto por las diferencias.
Es hora de entender -y no hay cabida a ningún tipo de discusión al respecto-que el bullying es un acto de violencia que se manifiesta verbal, actitudinal o emocionalmente. Este acto puede provenir de una o más personas denominadas victimarios o acosadores, y es dirigida hacia una o más personas, denominadas víctimas o acosadas.
El ataque busca descalificar, posicionando a las víctimas en un lugar de inferioridad respecto de los demás. La repercusión que genera en ellas es el desmoronamiento de su autoestima y un deterioro importantísimo en su rendimiento cognitivo, cuyos escenarios más visibles son la escolaridad, el ámbito laboral y el entorno social.
El ser humano se nutre de su entorno social. La comunidad brinda seguridad, pertenencia, afecto, contención, aliento, etc. Y el bullying nos quita ese “alimento” que necesitamos para mantener nuestro mundo emocional en condiciones saludables y propicias para construir una sana autoestima.
¿Por qué es importante esto? Porque incide en nuestra posición existencial, definida como la manera en que nos vemos a nosotros mismos y a los demás. Dicho en otras palabras, nos valoramos tal como hemos sido valorados durante la infancia; permitimos que nos digan lo que hemos percibido o escuchado acerca de nosotros.
Y por eso el acoso en la infancia es tan significativo en la vida adulta. En esa etapa aún no tenemos recursos para protegernos y tomamos lo que nos dicen como verdades indiscutidas -aun cuando no lo sean- que van forjando nuestra personalidad.
Cuando un niño es muy criticado, comprende que lo que hace no alcanza para ser valorado. En algún momento puede intentar ir contra esa descalificación, pero si no logra el resultado deseado renuncia a la lucha y se asume con una personalidad desvalorizada. En su interior crecerá esta idea: "Nací sin cualidades para ser valorado por la gente".
Su respuesta se traducirá en una personalidad introvertida, detrás de la que esconderá la vergüenza que le genera ser como le hicieron creer que es. De esta forma, una víctima del bullying deja de confiar en su auto-observación,y puede terminar convenciéndose de que es merecedor de semejante ataque.
¿Podríamos decir entonces que una persona acepta el bullying? No. Nadie acepta el bullying. Es algo que se impone, como el golpe de un violento. La víctima queda inicialmente desconcertada. Si intenta defenderse, lo más probable es que reciba un contraataque aún más violento del acosador.
Y a eso se suma la inacción de una sociedad que todavía debe madurar para dar respuestas rápidas y efectivas. Aún no estamos resolviendo este flagelo cultural: sólo estamos poniéndolo en evidencia para que se vea. Es el primer paso para tomar conciencia de sus efectos. Debemos apurar el paso porque, mientras tanto, hay muchas víctimas, cuyas lágrimas aún no encuentran un sentido que explique lo inexplicable del bullying.
Lic Alejandro Leiterfuter MN 30.962
