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Adiós, Negro

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Se murió el Negro”. “Se murió el Negro”. “Se murió el Negro”. Los tres llamados me llegaron casi al mismo tiempo: el jueves a las cinco de la tarde, dos horas después de que su corazón se apagara.

Se murió el Negro. Sin más aclaración. ¿Para qué, si no podía ser otro? ¿Para qué, a pesar de tantos famosos que también son el Negro?

Alguien, en otra llamada, cercana ya la noche, me dijo: “Pobre Negro”.

No. Nada de pobre Negro. Pobres de nosotros, por todo lo que perdimos.

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Lo vi por última vez en el teatro Broadway, calle Corrientes, el año pasado, en un atardecer de lluvia y calor casi tropicales. Bajó desde su Rosario para ver Rosa Fontana Peinados, una obra sobre cuentos suyos. Antes, este reportaje. Que, como para empezar, –en este caso, algo nada fácil–, arrancó así:

–Tres novelas, diez libros de cuentos, unos veinticinco mil dibujos desde 1972, y casi veinte mil menciones en Internet…
–¡Qué lo parió!

Y después, todo esto.
En nuestra mesa del café El Cairo nos autoproclamamos La mesa de los Galanes, pero en realidad… éramos una mesa de saldos. Nos reuníamos para hablar al pedo… No triunfé en el fútbol por dos razones: mi pierna derecha y mi pierna izquierda. Fui un precursor de la deserción escolar: Sarmiento aparece siempre con el ceño fruncido, como si me acusara. En este momento me acordé del Gordo Soriano. ¿Cómo se fue a morir? ¿Cómo nos hizo esa cagada? ¿Por qué se mueren más los buenos que los malos?
(Terrible premonición, pienso ahora, a las cuatro de la tarde del viernes 20, cuando ya no está).

Debe ser porque los malos son más. Si empiezo a nombrarlos, no te alcanzan dos ediciones de la revista… Y a uno de los más buenos –¿querés creer–, no lo conocí: el Negro Olmedo. Otro: Woody Allen. Fui a verlo en Nueva York, ¡Un genio! Pero mi inglés no me alcanzó para decírselo. Otros: Les Luthiers. Con ellos trabajo, y también chapeo. Imagináte. Voy a España, y allá piensan: “Si este trabaja con éstos, tan boludo no debe ser”. A todos ellos, ¡gracias! Porque, como dice Serrat, lo único importante de la vida es la risa. Estoy preocupado. Después del Congreso de Escritores de Cartagena y de la impresionante recepción que me hicieron en Rosario (a bordo de una autobomba, parecía Nicolino Locche), la gente me toca, me bendice, y si me descuido, me piden milagros. Tengo miedo de convertirme en el Gauchito Gil…
Ya que estamos, te confieso que me gustan los reportajes. Jamás iría a la televisión a comer una torta a mordiscones sin usar las manos, o boludeces por el estilo. Pero nunca me niego a un reportaje. No exageres: no soy célebre. Pero es mejor ser célebre que tristemente célebre, como un árbitro de fútbol que cobra un penal. Porque a ése, ¡la mitad del estadio lo recontraputea! No, quedáte tranquilo, no me importa hablar de mi enfermedad. Sobre eso no soy muy entusiasta, pero sí bastante optimista. Aunque tampoco me engaño: estoy jugando con ocho…
”.

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Tiempo después, ya en el 2007, y en Rosario, otro reportaje de GENTE, hace apenas un puñado de meses. El mal, la esclerosis, había avanzado, y lo obligó a confesar: “Mi mano derecha ha claudicado. Ya no puedo dibujar”. Su amigo Crist lo hizo por él en el chiste cotidiano de Clarín, y Oscar Salas se encargó de Inodoro Pereyra y sus muñecos. El Negro dictaba la idea, ellos dibujaban. Pero ni así le regaló un metro al dolor: “Mi público estará agradecido, porque a partir de ahora los dibujos serán mucho mejores y más coloridos”, escribió en su despedida del lápiz. El humor estaba intacto. Seguía fiel a lo que había dicho casi desde el principio: “No quiero que mi enfermedad sea la estrella de la película ni la telenovela de la tarde. Me da bronca, claro, y me pregunto: ‘¿Por qué a mí?’ Pero después me contesto: ‘¿Por qué no?’

Y siguió esta nueva fiesta del talento…
Nunca me fui de Rosario por tres razones: el fútbol, los amigos y las minas. ¿Qué más necesito? ¿Qué más puede pedir un intelectual? ¡Las minas! ¿Sabés? En Rosario es un error darte vuelta, porque te perdés a la que viene. Pero de pibe, era un pelotudo atómico con las minas. Dolorosamente tímido, como todos los dibujantes. Para un tímido todo es difícil: hasta ir al kiosco. ¿Fútbol? Te cuento mi primera vez. Habrá sido allá por el 54, a mis diez años. Día de lluvia. Barro. El canchero tiraba aserrín en el área. Fue contra Tigre y hubo goleada: ganamos nueve a tres, y Rosario Central quedó en mi vida, mi alma y mi corazón para siempre. Un club bien popular, de peronistas y verduleros… ¿Sabés cuál debería ser la música de fondo de mi vida? El ruido del fútbol un domingo a la tarde. El grito de las tribunas, la voz de los relatores, todo eso. Cuando lo oigo, siento que el mundo funciona a la perfección. Que es pura armonía. Como te decía, no quiero tirar pálidas con mi enfermedad. Nunca. De lo contrario me volvería loco, porque estoy como el culo. Por suerte está Gaby, mi mujer, no sólo por lo que hace por mí sino por la polenta y el buen ánimo que pone. Si estuviera al lado de una depresiva… ¡me tiraría por el balcón! Y también está Franco, mi hijo, y el apoyo de toda la hinchada. Sí, todavía voy a la cancha. El club nos cedió un palco, y planeamos la cosa como si fuéramos a asaltar un banco. Tres o cuatro me levantan con la silla de ruedas, y allá voy… Eso sí: extraño como loco jugar al fútbol, a pesar de que nunca fui más que un fullback centro entusiasta, pero malísimo. Nada me apasionó más en la vida. Hasta me hice operar de la cadera para poder jugar unos diez años más. Como dice el Flaco Menotti, soy un tipo que todavía sueña que juega…”.

Hace unos tres años nos habló por primera vez de su mal. “Empecé a tener sensaciones extrañas: pérdida de fuerza y de masa muscular. Después, el brazo y la mano izquierdos me quedaron casi inútiles. Alguien me preguntó si tenía miedo psicológico. ¿Miedo psicológico? ¡No, cagazo! Psicológico y de todo tipo. Porque frente a eso, uno se pregunta: ‘Esto empieza así, pero… ¿hasta dónde sigue, y cómo termina?’ Por eso le dije al médico: ‘Firmo el empate’. Veremos… Ojalá no pase de acá”.

Pero en esos tres últimos años, como si alguien (o Alguien) hubiera escrito el libreto, todo fue gloria y homenajes y premios. Estrella en el Congreso de la Lengua de Rosario. Estrella y premio mayor en el Congreso de Escritores de Cartagena de Indias, Colombia. Estrella en el capítulo Caricatura e Historieta en la Feria del Libro de Guadalajara, Jalisco, México. Una pléyade de intelectuales se rindió ante su humor, su ironía, su sarcasmo, su inolvidable defensa de las malas palabras (“¿Por qué son malas, porque le pegan a las buenas?”), su sencillez, su bondad. Pero, y por sobre todo, y con absoluta justicia, los más brillantes fuegos artificiales iluminaron su literatura. Porque Roberto Fontanarrosa, el Negro, fue un escritor enorme, a espaldas –por fortuna– de las capillas y los acartonados olimpos, que nunca lo tuvieron en cuenta. Alguna vez le preguntaron si sus cuentos estaban inspirados en personajes reales, en la gente de la calle y de la tribuna, y se permitió una respuesta tan cómica como luminosa: “Si fuera así, también se podría pensar que Otelo era un negro que vivía a la vuelta de la casa de Shakespeare”.

Vaya como final de este adiós, el desenlace de su cuento 19 de diciembre de 1971. Su héroe es un viejo, Casale, amuleto de suerte, al que la hinchada rapta para llevarlo a la gran final –cancha de River– entre canallas y Newell’s, el eterno enemigo.

Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos: ‘¡Qué importa! ¡Qué más quería que morir así ese hombre!’ ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos! ¡Así se tenía que morir, hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa”.

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Y él, el Negro, acaso soñó con morir así.

Rosario Central, su cancha, su historia, sus triunfos y hasta sus derrotas fueron el norte de su vida. “<i>La más hermosa música de fondo es el grito de las tribunas y la voz de los relatores</i>”, dijo.

Rosario Central, su cancha, su historia, sus triunfos y hasta sus derrotas fueron el norte de su vida. “La más hermosa música de fondo es el grito de las tribunas y la voz de los relatores”, dijo.

Fue en noviembre pasado y estar con él fue, para las súper estrellas, un privilegio. Con tres grandes de Santa Fe, los Midachi Dady Brieva, Miguel del Sel y el Chino Volpato, fans incondicionales del Negro y su obra.

Fue en noviembre pasado y estar con él fue, para las súper estrellas, un privilegio. Con tres grandes de Santa Fe, los Midachi Dady Brieva, Miguel del Sel y el Chino Volpato, fans incondicionales del Negro y su obra.

“No quiero que mi enfermedad sea la estrella de la película ni la telenovela de la tarde. Tengo alguna esperanza… pero estoy jugando con ocho.  Le dije a mi médico: ‘Firmo el empate’”

“No quiero que mi enfermedad sea la estrella de la película ni la telenovela de la tarde. Tengo alguna esperanza… pero estoy jugando con ocho. Le dije a mi médico: ‘Firmo el empate’”

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